Asaltar los cielos

«El cielo no se toma por consenso, sino por asalto». La frase es de Pablo Iglesias. No es obvio recordar otra frase de similar calado aunque desde la realidad de otra época. La pronunció Francisco Largo Caballero, el «Lenin español», durante la campaña electoral de febrero de 1936: «La transformación total del país no se puede hacer echando papeletas en las urnas… Estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia».

Hace ochenta años, desde el radicalismo de izquierda se prometía lo que ahora. Ayer, la transformación total del país, y hoy, el asalto a los cielos, que es más poético, con el costoso riesgo de convertir los cielos en infiernos para llegar a lo que para ambos políticos, el histórico y el actual, es «nuestra democracia». Otra supuesta democracia. El empeño letal del cambio desde cero.

La metáfora de Iglesias no es inocente, y tampoco original. El asalto a los cielos viene del romanticismo alemán, figura en el «Hiperion» de Hölderlin; lo utiliza Marx en una de sus cartas a Kugelmann, en 1871; lo emplea Lenin en la edición rusa de esa correspondencia; así titula sus memorias Irene Falcón, secretaria de Dolores Ibarruri, «Pasionaria»; y del mismo modo Javier Rioyo y José Luis López Linares titularon su interesante documental sobre el asesinato de Trotsky y Ramón Mercader, su asesino. El profesor José Ignacio Torreblanca dio el mismo título a su libro sobre Podemos. El asalto a los cielos forma parte de la retórica comunista, y quienes ahora dicen moderarse travestidos de socialdemócratas, o de lo que convenga, no pueden –y pienso que no quieren– liberarse de elementos de esa retórica muy anteriores a la caída del muro de Berlín, que simbólicamente supuso la jubilación del sistema comunista por oxidado e ineficaz.

Asaltar los cielosEl retórico asalto a los cielos de aquellos muchachos de la Facultad de Políticas de la Complutense, desmesurados y pedantes, comenzó a hacerse posibilidad con el 15-M. La falta de respuesta del Gobierno de Zapatero, que miró para otro lado, el almíbar con que recibieron a los llamados indignados ciertos sectores y medios de comunicación y el poder de convocatoria, que probablemente sorprendió a sus propios atizadores, convencieron a quienes luego promoverían Podemos de que el sistema descartaba una eficaz línea de defensa y se mostraba dubitativo y agrietado.

El movimiento del 15-M coincidió con los meses finales del segundo mandato de Zapatero, caracterizado como el primero por una vuelta al radicalismo, por un guerracivilismo resucitado y por abrir la espita del odio, ya con la sospecha generalizada de que el Gobierno había ocultado la crisis en 2007, incapaz de atajarla, movido por intereses electorales, lo que confirmaría Solbes en su libro «Recuerdos». No pocos consideran el populismo neoleninista de hoy como hijo póstumo de la etapa zapaterista.

Para el núcleo fundacional de Podemos, España vivía en 2011 «un momento comunista». Iglesias lo entendió así: «Los comunistas nunca ganarán en unas elecciones en momentos de normalidad; sólo lo pueden hacer en momentos de excepcionalidad como los que vivía España […] la crisis hace saltar los conceptos existentes», y aclaraba: «Para que un golpista como Chávez gane unas elecciones tienen que haber saltado los consensos sobre los significados básicos». Así ganó elecciones y llegó al poder la dictadura de Hitler, otro golpista, en una Alemania azotada por la depresión y la crisis de identidad.

El Gobierno, confiado en que cada vez habría mejores datos económicos, insistió en la recuperación que ya es evidente, aunque lenta; se centró en la economía. Pero las claves eran ya otras. El populismo radical se aupó en la creencia de que habían saltado «los significados básicos». Las urnas a veces son caprichosas: Churchill perdió las elecciones tras ganar la guerra; los votantes rara vez agradecen lo hecho y suelen sopesar mal los riesgos que esconden quienes prometen paraísos.

La estrategia de estos nuevos salvadores fue insistir mediáticamente sobre las consecuencias de una crisis que no es sólo económica, sino que configura, en paralelo, al menos otras dos crisis: territorial y de valores. Se alimentó la penetración mediática de supuestas soluciones, inconcretas pero eficaces en sus mensajes, como arietes de un cambio que tampoco se concretaba, pero que fue entendido por muchos como salvavidas en un naufragio. Nadie esperaba concreciones ni programas realistas porque lo que se removía con éxito era el sentimiento, tantas veces ciego. Si a esa realidad y a esa estrategia sumamos el azote de la corrupción, la semilla de este comunismo de nuevo rostro había de germinar fatalmente en mayor o menor medida. Y así fue, aunque no con la contundencia que sus dirigentes esperaban. No logró ser la fuerza hegemónica de la izquierda en las elecciones municipales y autonómicas. Para que se dimensionasen exageradamente sus resultados necesitó a un PSOE desnortado y con un liderazgo débil que había perdido cientos de miles de votos desde 2011, el suelo electoral más bajo de su historia. En muchos casos el PSOE actuó como bisagra de Podemos, no al revés. Lo consigan o no a corto plazo, el objetivo de estos nuevos comunistas es sustituir al socialismo como referencia de la izquierda y desterrarlo a la irrelevancia. La actual dirección socialista puso ante el populismo una alfombra roja. Puede que sólo les quede esperar.

Para Iglesias y los suyos, el cambio desde cero lo justifica todo. El Derecho «no es más que la voluntad política racionalizadora de los vencedores» y los medios empleados han de supeditarse a los fines perseguidos. Desde la falsa superioridad moral que esgrime históricamente la izquierda se da un paso más: «La ética tiene que adaptarse a la necesidad de la victoria», como anota Torreblanca.

Echo de menos una reflexión académica convincente sobre el tsunami que llevó a los españoles, que desde la Transición venían apostando mayoritariamente por opciones políticas centradas a la derecha o a la izquierda, a ser seducidos en porcentajes relevantes por un partido de aluvión, recién constituido, y cuyos dirigentes se sitúan a sí mismos en un comunismo superado por el tiempo y la razón. El fenómeno no supone el encuentro de una salida a ningún problema, sino el castigo electoral para unos cuya desembocadura puede ser el caos para todos. Ya vivimos claras evidencias de ello.

Un proceso constituyente desde el olvido de la Transición y el carpetazo a la Constitución consensuada hace casi cuarenta años sería suicida. Las instituciones no son asambleas de Facultad, ni la metáfora de asaltar los cielos es el asalto al Palacio de Invierno. Muchos nos alejamos de ese lenguaje belicista y no entendemos el asalto, ningún asalto, como forma aceptable de ejercer la política. Y no creemos en la falsa democracia de unos –«nuestra democracia»–, sino en la democracia de todos.

Juan Van-Halen, escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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