Asaltos masivos y turismo de masas

Por Luis Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 09/11/05):

Sorprende a primera vista que algunas de las imágenes de prensa más acongojantes de los últimos años no hayan dado lugar a todo un debate nacional. Me refiero, claro está, a las imágenes de cientos de subsaharianos encaramados a las vallas de Melilla y Ceuta, más propias de la época del tráfico de esclavos que de estos tiempos que corren de turismo de masas. Pero la razón, a poco que se piense, resulta obvia: la misma magnitud del problema y la imposibilidad de darle una rápida solución son factores que descorazonan a cualquiera. Si no se puede franquear la entrada a esos inmigrantes sin que los treinta mil que al parecer aguardan se conviertan en treinta millones, las ayudas y medidas de estímulo anunciadas por diversos Gobiernos y organizaciones internacionales llegarán demasiado tarde -si es que llegan- para quienes ya están en camino. Lo único que cabe esperar, entre tanto, es que la repatriación no termine en genocidio y que algún que otro Gobierno norsahariano no la convierta en negocio, como parece obvio que pretende al recabar un Plan Marshall, no para los pueblos subsaharianos, sino para sí, para el Gobierno norsahariano. Y mientras se está a la espera de que se pongan en marcha los grandes planes de desarrollo -si es que llegan a ponerse en marcha-, alentar alguna que otra medida paliativa -de las que ya contamos con ejemplos positivos-, como pueda ser la contratación temporal, con viaje de ida y vuelta, para labores vitivinícolas o agropecuarias; el trabajo de unas semanas hecho aquí da para que allí viva una familia un año entero. También, creo yo, habría que considerar medidas especiales en determinados casos, ya que España tiene una evidente responsabilidad para con los ciudadanos de Guinea Ecuatorial y del Sáhara Occidental, toda vez que, hasta hace pocas décadas, dichos territorios tenían la consideración teórica de provincias y, en ellas, el español -excelente en el caso de Guinea- sigue siendo idioma habitual de intercambio. Sus ciudadanos se merecen una atención preferente tanto a la hora de conseguir visado y contrato de trabajo como a la de acceder a la nacionalidad española.

Lo que sí ha dado lugar a debate, o mejor, a una letanía de lamentaciones, es el efecto del turismo de masas en determinados puntos de la costa y, muy en especial, en la ciudad de Barcelona, cuya vida cotidiana empieza a verse profundamente alterada desde el punto de vista de sus habitantes. Por una parte, el turismo etílico de fin de semana o incluso de una sola y prolongada noche, con su secuela de broncas, ruido y un vasto sembrado escatológico. Por otra, el volumen y peso de un turismo que pasea sus carnes por toda la ciudad en bañador y sandalias. Y, acorde con la demanda, el centro urbano que se configura en una inmensa superficie comercial de prendas y comida basura. En cuanto a los monumentos, es fácil localizarlos por las pacientes colas que los envuelven, los grupos que se arraciman, las cámaras que se alzan a modo de salutación al sol. Imposible no acordarse de Evelyn Waugh, que vio en la moda del pantalón corto el signo de la irrevocable decadencia de Gran Bretaña.

Las consideraciones que cabe hacer son pocas. En primer lugar, la buena noticia que todo eso representa desde el punto de vista de la balanza de pagos, ya que semejante importación de contingentes turísticos supone en realidad la mejor de nuestras exportaciones, cuyo imparable crecimiento, año tras año, viene a compensar la curva decreciente de tantas otras. Es decir: que no tiene sentido promover por un lado el máximo crecimiento turístico y lamentar, por otro, el éxito alcanzado, sabiendo además que mayores serían los lamentos si por algún motivo tal paradoja dejara de producirse. En segundo lugar, el consuelo de que algo parecido y hasta peor está ocurriendo en muchos otros sitios, París, Roma, Londres, Praga y tantos otros destinos turísticos, donde a lo que la ciudad es hay que añadir gran número de atracciones propias de un parque temático, como los itinerarios del Código da Vinci en el caso de París o las peleas de gladiadores en el coliseo romano. Por no hablar ya de los espectáculos añadidos a la playa o a los infatigables cruceros que a modo de autocares flotantes van rebotando de un puerto a otro. Recuerdo que en la India, en el curso de la grabación de un documental, guiados simplemente por la intuición, acertamos a dar con un esplendoroso templo dedicado a Visnú. Aparte de unos pocos fieles, la calma era tan absoluta como la quieta superficie de las aguas verdes del estanque: ni un solo turista. "¿Por qué no nos callamos el nombre de este sitio?", sugirió el realizador con gesto aprensivo. Le hice caso y creo que hice muy bien.

Dos reflexiones finales. La primera de ellas, comprender que si disfrutamos de un turismo etílico tan copioso, es por algo, fundamentalmente porque la fama del botellón no conoce fronteras y el turista etílico nos visita a sabiendas de que se va a encontrar con un país comprensivo y de precios módicos, preferible en ambos aspectos al mundo anglosajón o escandinavo. La segunda, que fuera de España, en París o Roma o Londres o Praga, el turista español se comporta como cualquier otro, se apiña con idéntica docilidad en las colas, en los racimos, en los grupos. Si algo les distingue, como me hizo observar una guía tailandesa, es porque son los que más compran y porque no suelen hablar inglés. Por lo demás, poco o nada les distingue del turista de los restantes países subárticos.

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