Asedio al Líbano

Hace un año hablábamos del asesinato del dirigente sunita libanés Hariri. Era una figura central de la política de aquel hermoso y atormentado país, un hombre que se había declarado contrario a la ocupación siria y que apostaba por la democracia y el entendimiento con Occidente. Dos principios que le costarían la vida. Siria siempre ha considerado que Líbano es una parte de su territorio, que sólo la arbitrariedad francesa, el deseo de premiar a los cristiano-maronitas, podía explicar tan dolorosa escisión. Pero Siria es un país pobre y diplomáticamente débil. Para poder afrontar aventuras de cierto calado necesita del apoyo de una auténtica potencia regional: el Irán de los ayatolás. El régimen de Damasco no es islamista, de hecho ha asesinado a miles de seguidores de esta corriente, pero no tiene otra opción. El precio a pagar es la alianza con los chiítas libaneses y, muy especialmente, con Hizboláh, una organización que es, al mismo tiempo, partido político, institución de caridad, grupo terrorista y ejército privado. Son unos compañeros de viaje problemáticos, donde los baasistas de Damasco tienen todas las de perder en el medio plazo. Los sirios mataron a Hariri por movilizar a la sociedad en su contra y los chiítas lo aplaudieron porque representaba un Islam moderado, abierto a una relación natural con Europa y Estados Unidos.

Ahora el asesinado es Pierre Gemayel, nieto del fundador del partido de los cristiano-maronitas, la Falange, e hijo y sobrino de presidentes de la República. Era ministro de Industria, pero ese hecho no es relevante. Lo fundamental es que era un Gemayel, un miembro del clan más representativo del cristianismo libanés. Una corriente que, como el sunismo que representaba Hariri, cree en la convivencia y en el respeto a los demás, apuesta por la democracia, por la independencia nacional y se siente parte del mundo.

Entre un asesinato y otro ha pasado muy poco tiempo y muchas cosas. La muerte de Hariri provocó en la sociedad libanesa una reacción cívica que trajo consigo el arrinconamiento de Hizboláh y el rechazo abierto a la ocupación militar siria. Francia, la antigua potencia colonial, reconoció siempre en Hariri a un gran amigo y Chirac se movilizó para reivindicar su figura y castigar a sus asesinos. Junto con Estados Unidos se promovió una resolución en el Consejo de Seguridad que exigía la inmediata retirada de las tropas extranjeras. En Damasco llegaron a la conclusión que era mejor ceder y concentrase en el frente iraquí. Si Estados Unidos no conseguía normalizar la situación en las tierras de Mesopotamia tendría que iniciar su retirada y ese sería el momento para volver a ocupar Líbano.

Hizboláh asestó el primer golpe. Para ellos el proceso democrático es, sobre todo, herético. El gobierno cristiano-sunita-druso de Siniora representa la apertura a Occidente y a sus valores, algo que desde su concepción islamista resulta condenable. Para acabar con él provocaron conscientemente un guerra con Israel, una campaña que tendría un coste en vidas humanas y en pérdidas de bienes materiales extraordinaria, pero que demostraría al mundo que Hizboláh no podía ser derrotada por las Fuerzas Armadas israelíes en una campaña convencional, porque está preparada para la guerra de guerrillas. En términos políticos Hizboláh ganó y su prestigio en el Islam ha crecido desde entonces. Tras la retirada israelí se sintió con fuerzas para forzar la caída del gobierno de Siniora. Primero exigieron su disolución, luego, en conjunción con los también chiítas de Amal, retiraron a sus ministros y, por último, se ha iniciado el exterminio de los rivales.

Tras el asesinato de Hariri han sido varios los políticos o periodistas que han seguido su misma suerte. La muerte de Gemayel, como la de Hariri, tiene una significación especial, por el relieve de ambas familias en la política libanesa y en el campo de la moderación y la independencia. Aunque todavía no tenemos información policial sobre quiénes fueron los autores, todo el mundo -medios de comunicación y diplomáticos- apuntan en la misma dirección. Los servicios de inteligencia sirios han estado hasta la fecha detrás de estos asesinatos selectivos.

Para Europa y Estados Unidos la independencia libanesa y la estabilización del naciente régimen democrático es uno de los objetivos más importantes, dentro de ese proceso de gran calado que es la reconstrucción de Oriente Medio. El asesinato de Gemayel, como el intento de acabar con el gobierno de Siniora, son ataques contra nosotros, como sus autores reconocen públicamente. Desde Hizboláh se ha repetido hasta la saciedad que era un gobierno «ilegítimo» por tener su origen en una injerencia extranjera. Si permitimos que los islamistas se hagan con el control de la situación, que el conflicto civil de reabra y que las tropas sirias vuelvan al Líbano para imponer la paz no sólo habremos abandonado a una sociedad que quiere ser libre, además habremos enviado de nuevo la señal de que somos débiles y que ante el ejercicio de la fuerza nos replegamos.

Decía Churchill que «la democracia es el peor de los regímenes, con la excepción de todos los demás». Entre sus muchas desventajas está la costumbre de utilizar electoralmente cuestiones de estado, con consecuencias perversas. Los demócratas en Estados Unidos, y otras fuerzas en Europa, han insistido en que hay que iniciar la retirada de Irak y abrir conversaciones diplomáticas con Irán y Siria para estabilizar la región. Cuando alguien dotado de autoridad afirma en público algo así debería ser consciente de cómo va a ser interpretado, en casa y fuera. En el campo islamista estas declaraciones, como el resultado de las elecciones norteamericanas, han sido valoradas como una victoria. Para ellos los demócratas no son más sensatos, sino más cobardes. Como recoge en su portada el semanario conservador británico The Spectator: «Los americanos decimos al mundo: hemos perdido la guerra». En Irán y en Siria están convencidos de que ellos sí la están ganando.

Si los norteamericanos abren una negociación con Irán estarán reconociendo que un gobierno fanático, que considera imposible la convivencia con Occidente, que viola el régimen de no proliferación nuclear, que crea y apoya organizaciones terroristas, que está detrás del Ejército del Mahdi en Irak, que es responsable directo de las aventuras en Líbano, Israel o Argentina de Hizboláh, o de la estrategia de Hamás en Palestina es un actor relevante en Oriente Medio. Y todo ello para que los ayatolás exijan que Estados Unidos y Europa dejen de importunarles en su programa nuclear a cambio de no dar garantías suficientes sobre el futuro de Irak, Líbano o Palestina. Hay que asumir que los intereses son contradictorios, que ellos están ganando y que, por lo tanto, sólo cabe la firmeza.

La crisis libanesa, como la palestina, no son ya conflictos aislados y autónomos. La presencia iraní es evidente, en el marco de una estrategia dirigida a imponer su hegemonía en el Islam, así como una interpretación fundamentalista y antioccidental. Quedarnos de brazos cruzados supone permitir el avance del radicalismo y el abandono, una vez más, de las fuerzas de la moderación y de la democracia.

Florentino Portero