Asegurar la jubilación exige cambios

En España las pensiones públicas son una pieza fundamental del Estado de bienestar, por lo que resulta indispensable garantizar tres objetivos: su sostenibilidad a largo plazo, la suficiencia de las pensiones que establece la Constitución y la eficiencia tanto en su funcionamiento interno como en lo relativo a sus efectos sobre la redistribución y el crecimiento económico. Pero difícilmente pueden abordarse los dos últimos objetivos si no se alcanza el primero. La sostenibilidad de las pensiones públicas debe garantizar que el sistema reparta en pensiones los ingresos de los que dispone, manteniendo el equilibrio presupuestario a lo largo del ciclo económico. Las cotizaciones sociales que financian el sistema de reparto se calculan sobre las bases de cotización de los salarios, que guardan una estrecha relación con el PIB. A largo plazo, la tasa de crecimiento de los ingresos es igual a la del PIB nominal, es decir, la tasa de crecimiento real del PIB más la inflación, medida a través del deflactor del PIB.

Por lo que respecta al gasto, su crecimiento es igual a la suma de la tasa de crecimiento del número de pensionistas más el crecimiento de su pensión media. A su vez, el crecimiento de la pensión media viene determinado por su revalorización anual y por el efecto sustitución, es decir, por el crecimiento de la pensión media como consecuencia de que las pensiones de los nuevos jubilados son más altas que las de los que abandonan el sistema por fallecimiento. Este efecto sustitución se debe en última instancia al crecimiento de la productividad, que va haciendo que los salarios y las bases de cotización sean más elevados con el paso del tiempo.

Cuando el sistema de pensiones se encuentra en equilibrio presupuestario sólo hace falta que ingresos y gastos crezcan al mismo ritmo. Para ello necesitamos imponer tres condiciones. La primera es que la comparación de las tasas de crecimiento de los ingresos y de los gastos debe hacerse una vez corregidos los efectos del ciclo económico. Con ello se evita que la sostenibilidad de las pensiones se evalúe inadecuadamente en función de que la economía se encuentre en una expansión o en una recesión. Segundo, si a medida que pasa el tiempo los trabajadores se jubilan a la misma edad pero viven más años, hay que corregir la pensión inicial de los nuevos jubilados de acuerdo a este aumento de la esperanza de vida para que el sistema continúe en equilibrio. De no ser así, los gastos irían aumentando más que los ingresos debido a la mayor longevidad. Tercero, la revalorización de las pensiones debe asegurar que el crecimiento del gasto coincida con el de los ingresos. Para que las pensiones crezcan igual que los precios se necesita que el crecimiento de los ingresos reales del sistema coincida con el aumento del gasto en pensiones que se produciría en ausencia de revalorización. Básicamente, que la suma del crecimiento del empleo y el de su productividad sea igual al crecimiento del número de pensionistas más el de su pensión inicial.

El proyecto de Ley que en el momento de escribir este artículo se debate en el Senado satisface las tres condiciones anteriores. El Factor de Sostenibilidad corrige el cálculo de la pensión inicial según el efecto del aumento de la esperanza de vida, de manera que dos personas que hayan cotizado lo mismo, y cuya única diferencia sea su esperanza de vida al jubilarse en años distintos, terminen beneficiándose por igual del sistema. Es decir, que el producto de su pensión inicial por el número de años que esperan percibirla sea exactamente igual. Como consecuencia del crecimiento económico y del aumento de la productividad, el Factor de Sostenibilidad moderará parcialmente el crecimiento de las pensiones iniciales sin llegar a anularlo. Por su parte, el Índice de Revalorización de las Pensiones (IRP) garantiza que el equilibrio presupuestario se cumpla a lo largo del ciclo económico, de manera que la revalorización anual de todas las pensiones asegure que el crecimiento del gasto sea consistente con el de los ingresos del sistema y que corrija paulatinamente cualquier déficit estructural.

Con las previsiones actuales, el número de pensiones aumentará desde 9 a 15 millones entre 2013 y 2050, con una tasa media de crecimiento cercana al 1,4%. Por su parte, con la aplicación de la reforma de las pensiones de 2011 y del Factor de Sostenibilidad, irá convergiendo previsiblemente a un 0,8% anual. Estas dos tasas de crecimiento implican que el IRP sería igual a la inflación anual si la tasa de crecimiento real de los ingresos fuese en promedio del 2,2%. ¿Qué ocurre si a corto y a medio plazo los gastos crecen más rápidamente que los ingresos? Una de las virtudes del IRP es que la revalorización teórica necesaria para satisfacer el equilibrio presupuestario se calculará anualmente, proporcionando una información muy relevante sobre la situación de solvencia del sistema y sobre si se necesitan medidas y ajustes de calado para evitar que los pensionistas acumulen pérdidas significativas de poder adquisitivo. En estas situaciones, la autonomía política será enorme ya que, para asegurar al mismo tiempo que se minimiza la pérdida de poder adquisitivo pero que no se abonan pensiones mediante déficits estructurales, podrán tomarse medidas simultáneamente por el lado de los ingresos (aumentando las fuentes de financiación) y por el lado del gasto (mejorando la eficiencia interna del sistema, incentivando el retraso de la edad de jubilación o aumentando la correspondencia entre prestaciones y cotizaciones realizadas a lo largo de toda la vida laboral). En definitiva, el IRP sólo obliga a llevar a cabo políticas responsables, sujetas a una restricción presupuestaria que lo único que impide es pagar pensiones en el presente mediante la deuda que soportarán las generaciones futuras, demorando así ajustes necesarios que, al no realizarse a su debido tiempo, terminarían siendo en el futuro más intensos e injustos.

Frente a la transparencia del FS y del IRP, el procedimiento actual de revalorización puede poner en peligro la sostenibilidad del sistema sin que los responsables políticos soporten coste alguno, ni tengan que rendir cuentas por ello. Esta forma de proceder, junto con la crisis económica, ha desembocado en un déficit que equivale al 1,5% del PIB en 2013: algo más de 900 euros por afiliado o el equivalente a unos 1700 euros por pensionista. La crisis explica aproximadamente dos terceras partes de ese déficit, pero el tercio restante tiene carácter estructural y si no se empieza a corregir ahora irá en aumento en el futuro, a medida que la generación del baby boom empiece a jubilarse. Otras de las ventajas del IRP es que alinea los intereses económicos de los pensionistas con los del resto de la sociedad: las reformas estructurales que propician un aumento del empleo, de la productividad y, por lo tanto, de los ingresos y que, en consecuencia, generan también beneficios directos a los pensionistas.

Es crucial que el debate sobre la sostenibilidad de las pensiones, que es un problema principalmente económico, se separe de la discusión sobre la suficiencia y la eficiencia del sistema, en la que las decisiones políticas son fundamentales. En los dos últimos casos se han de tomar decisiones que reflejen preferencias sociales sobre el grado de distribución de la renta entre personas de la misma y de distintas generaciones. El IRP es una propuesta equilibrada ya que permite debatir por igual sobre la mejora de los recursos del sistema o la reducción del gasto, de manera que todas las opciones son posibles siempre que se garantice la sostenibilidad presupuestaria. Todas salvo una: pagar pensiones generando déficits estructurales que aumentan la deuda a la que tendrán que hacer frente las generaciones futuras.

EL IRP no desliga la revalorización de las pensiones de la inflación. De hecho, como se ha explicado anteriormente, lo normal es que a largo plazo las pensiones se revaloricen con la inflación. Cuando esté aprobado, el IRP tampoco impedirá al Gobierno de turno que aumente año a año las pensiones en función del IPC si así lo desea. Pero obligará a aportar recursos suficientes de carácter estructural, a asumir los costes económicos y políticos de esa decisión y, por lo tanto, a dar explicaciones a la sociedad sobre ello. En definitiva, obliga a hacer transparente un análisis coste-beneficio de las decisiones políticas adoptadas sobre la revalorización de las pensiones, a diferencia del sistema actual en el que esta transparencia está ausente. Mezclar la sostenibilidad con la suficiencia en el mismo debate resulta poco responsable y escasamente constructivo, ya que genera un ruido innecesario y confunde a la opinión pública, a la que se le oculta la verdadera naturaleza de la solución al problema de la sostenibilidad del sistema público de pensiones.

En definitiva, el debate sobre la sostenibilidad debe centrarse en los detalles sobre su diseño que permitan asegurar el equilibrio presupuestario a largo plazo de la manera más eficiente, flexible y transparente. Sólo alcanzado este objetivo se podrá debatir adecuadamente sobre la suficiencia y generosidad del sistema sin ponerlo en peligro. Si el sistema no es sostenible, no se podrán garantizar pensiones adecuadas y suficientes, y se generarán incertidumbres que afectarán negativamente a la inversión, al empleo, al crecimiento y al bienestar de la sociedad. La mejor defensa de las pensiones públicas, y por extensión del Estado de bienestar, exige actuar responsablemente asegurando en primer lugar su sostenibilidad presupuestaria.

Rafael Doménech es economista jefe de Economías Desarrolladas de BBVA Research y ha formado parte de la comisión de expertos que ha asesorado al Gobierno sobre la reforma de las pensiones.

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