Asesinada por ser mujer

La semana pasada nos encontramos ante un hecho sobrecogedor: Victòria Bertran era asesinada a manos de su marido. Inicialmente los medios de comunicación se quedaron en shock por decirlo suavemente. Tanto es así que empezaron a redactar noticias que se convertían en un extenso currículo profesional de su asesino, personaje público que se suicidó después de la agresión. ¿Es posible que este tratamiento mediático inicial se produjera porque este caso ha interpelado a algunas mentes bienpensantes que todavía creen que la violencia machista es algo que pasa lejos, entre personas socialmente vulnerables y sin formación?

Victòria Bertran, desgraciadamente, nos vuelve a poner delante, como un espejo, que la violencia contra las mujeres tiene que ver con una desigualdad estructural entre mujeres y hombres en la que vivimos desde que nacemos, desde que nos visten de azul o de rosa y si te toca el rosa eres socializada como mujer. ¿Qué quiere decir esto? Pues que se esperará de ti que cuides de las personas de tu entorno, que seas comprensiva y prudente, que tengas pareja para dar sentido a tu vida, que tengas hijos/as para estar completa y un largo etcétera que hará que vivir para los demás sea el eje vertebrador de tu existencia.

Que te socialicen como mujer también quiere decir que te vas a encontrar dificultades para ascender en el mundo profesional, que separarte de la pareja –sobre todo si es un personaje conocido– no será fácil o que tu trabajo –por mucho que sea tan importante como salvar vidas– nunca se considerará tan importante como el de tu marido.

En definitiva, vivir en este sistema patriarcal condiciona nuestra mirada y actuación a cada paso que damos en la vida. Las muertes de mujeres a manos de asesinos que supuestamente las habían de querer supone el final de un recorrido. Es el punto donde la sociedad ha decidido poner el límite de hasta dónde puede llegar la violencia machista, dándole a cada feminicidio un tratamiento de suceso aislado. Pero no es así. El machismo es un continuo que en su expresión máxima mata. Por eso nos interpela este caso: Victòria, una médica, seguramente conocedora de los protocolos de atención sobre violencia machista y seguramente también conocedora de casos en primera persona, ha crecido y vivido en esta sociedad patriarcal igual que todos y todas nosotros y por tanto, a pesar de haber iniciado ya un camino personal para salir de esta situación, no tenía fácil la ruptura absoluta en un momento así.

¿Por qué? Pues porque también había crecido en un sistema que le decía que tenemos que cuidar a los que «queremos» y su exmarido estaba enfermo. No nos educan para romper con lo que no nos gusta. Las medidas legales, asistenciales, comunitarias son imprescindibles para afrontar las violencias machistas pero no podemos construir una sociedad diferente, igualitaria donde las mujeres no mueran por el hecho de ser mujeres si no conseguimos educar a las nuevas generaciones de otra manera. Para identificar que padecemos alguna violencia y ponerle fin es necesario que nos sintamos legitimadas a hacerlo, hay que sentir de entrada que estamos siendo violentadas; no es suficiente con tener la información que aparece en las campañas. El ADN machista se filtra en nuestros discursos y en nuestras prácticas sin darnos cuenta.

La doctora Bertran, profesional de la medicina, seguramente recibió una formación cargada de estereotipos y valores patriarcales que no nos hacen más fácil identificar la violencia machista. Al contrario. Aprendemos que de nosotras –las mujeres– se espera que atendamos a quien nos necesita aunque nos haya hecho daño durante mucho tiempo, porque sentimos la responsabilidad y el peso del sostenimiento emocional y del cuidado de la familia. Romper con ese rol a menudo nos conlleva culpa y nos desmonta la identidad que hemos aprendido a tener como mujeres.

Toda la fuerza y las capacidades que tenemos como supervivientes en un sistema de dominación que nos oprime pueden convertirse en vulnerabilidad ante cada mensaje del sistema que nos recuerda cuál debe ser nuestro lugar en esta sociedad: de subordinación. El ejercicio de la violencia no es más que un mecanismo de poder para devolvernos a ese papel de subordinación cuando decidimos salir de él. No nos engañemos: la formación no logrará que haya menos asesinos de mujeres o menos víctimas; acabar con el patriarcado, sí.

Gemma Altell, psicóloga social, profesora de la Universitat de Barcelona.

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