Asesinato de Carrero: golpe al búnker

 El atentado contra Carrero Blanco provocó un inmenso socavón en la calle Claudio Coello de Madrid. EFE
El atentado contra Carrero Blanco provocó un inmenso socavón en la calle Claudio Coello de Madrid. EFE

«No hay mal que por bien no venga». La enigmática frase que soltó Franco en su discurso de Año Nuevo, apenas unos días después del asesinato de Carrero Blanco, dio pábulo a un reguero de teorías conspiratorias sobre la Operación Ogro. La designación de Carrero como presidente del Gobierno frustró las expectativas del reformismo. Su asesinato abortó la opción estrictamente continuista. López Rodó, ministro de Exteriores, contribuyó a la confusión creada en torno al magnicidio: «¿Que fue una operación absolutamente planeada? Desde luego. ¿Que no fue planeada únicamente por los pistoleros de la banda terrorista ETA? Parece muy probable».

Los periodistas Carlos Estévez y Francisco Mármol plantean algunas incógnitas; Manuel Cerdán siguió la pista de la chapucera instrucción. Franco era un pragmático y aceptó las consecuencias de la eliminación de Carrero: asumió implícitamente el giro que daba el régimen. Carrero salía de oír misa en la iglesia de San Francisco de Borja, en el barrio de Salamanca, demasiado cerca de la embajada americana, advierten quienes creen que ETA no actuó sola. Eva Forest cobijó y condujo al comando por Madrid. Para eludir responsabilidades, recuerda -o más bien ingenia- a un extraño con traje gris que entregó una nota a Argala con el itinerario del presidente. En 1978, Argala fue asesinado por el Batallón Vasco Español, embrión de los GAL. ETA asumió el atentado a las 11 de la noche. Fue su primer gran y certero golpe.

Fue Eva, no la CIA

Raúl del Pozo

Voló el Dodge Dart negro de 1.800 kilos. No estaba blindado; eran las 9.27 de la mañana del día 20 de diciembre de 1973. Con el coche voló Carrero, el escolta y el chófer. El jefe del Gobierno acababa de oír misa en la iglesia de San Francisco de Borja, frente a la embajada de USA. Los etarras, que solían atacar con pipas y por la espalda, esta vez hicieron un túnel y pusieron un cepo de 50 kilos de explosivos en la Zona Nacional. Carrero se posó en la terraza del templo de los jesuitas. Era el quinto magnicidio después de los de Prim, Cánovas, Canalejas y Dato. Como había nacido en Santoña, Carrero era amigo de Mayte y almorzaba con frecuencia en la cantina de los Estudios Bronston. El almirante que odiaba a los judíos, a los masones y a los comunistas se cruzaba en Comodore con productores de Hollywood, Orson Welles, Sofía Loren... Según la leyenda urbana de las alcantarillas, Kiskur, Argala y Atxulo, el trío de la bencina, recibieron un sobre de un hombre con gabardina, que les mostraba el itinerario y el bajo desde donde hacer el túnel. Nunca creí esa novela de espionaje. Fue Eva Forest -y no la CIA- el alma ardiente, la Débora (en la Biblia hacía sentencias sentada a la sombra de una palmera) que les diseñó la infraestructura. Los del 1001 en las Salesas observaron que por la cola circularon rumores. Hubo cargas de los grises, carreras y gritos. Los guerrilleros de Cristo Rey apuntaban con el dedo a los procesados cuando la noticia estaba en la primera página del mundo entero. Yo era corresponsal de Pueblo en Londres y Natalia, mi mujer, me llamó desde Madrid diciendo: «Carrero Blanco ha fallecido». Con el Evening Standard en la mano -«CARRERO KO»-, le contesté: «Lo han matado. Lo han volado». Luis Carrero Blanco era el alter ego del Generalísimo, a quien conocía desde niño. De elevada estatura, con muchos kilos de peso, no era una carga para la CIA sino todo lo contrario. El almirante escribía pueriles relatos sobre el mar y sus compañeros de tripulación luego lo vengaron matando a Argala, que había sido indultado tres años después de la muerte de Franco. Todo esto ocurría cuando, como escribió Caro Baroja, ser liberal en el País Vasco era como ser un maniaco.

No hay mal que por bien no venga

Luis María Ansón

Luis Carrero Blanco citó en su despacho a José María Pemán, presidente del Consejo Privado de don Juan. Le llevé en mi cochecito 600 hasta las puertas del despacho del almirante y durante más de una hora esperé en el lateral de la Castellana. Pemán salió aturdido. -A este hombre -me dijo- las cejas se le prorrogan por el cerebro. Es leal a Franco hasta de pensamiento. -Pero ¿qué quería? -Quiere que convenza a Don Juan para que abdique. Ya te puedes imaginar en qué lugar he metido su petición. Carrero afirmaba que «la Monarquía será como una tarta compuesta de almendra, chocolate y crema, porque así nos gusta a quienes hemos de consumirla. Y el Rey será solo la guinda que se coloca encima de la tarta, para darle una nota de color». Don Juan, desde su exilio portugués, defendía como objetivo sustancial de la nueva Monarquía la devolución al pueblo español de la soberanía nacional, secuestrada en 1939 por el Ejército vencedor de la guerra incivil. Está claro que ciertos colaboradores de Arias Navarro sabían que Eta preparaba un atentado contra Carrero y dejaron hacer. El asesinato del almirante significó para el ala más dura de Falange la liquidación de sus máximos enemigos: la media docena de ministros juancarlistas que defendían al Príncipe. El «no hay mal que por bien no venga» del dictador Franco en su discurso de Navidad sentenciaba el fin de los «lópeces» y el retorno de los aires falangistas. A su frente, Arias Navarro, que fue un desastre sin paliativos. Nadie entonces, salvo Pedro Sainz Rodríguez, se dio cuenta de la otra vertiente del magnicidio. Muerto Franco, pero con Carrero vivo, la sucesión monárquica habría sido como la de Caetano tras Salazar: «Unos años de forcejeo y después la revolución». Sin Carrero, el nuevo Rey, respaldado por su padre y por Fernández-Miranda, caminó de la ley a la ley para construir una democracia pluralista plena amparada por la Monarquía de todos. Carrero Blanco era como el viento ululante y soturno de Valle-Inclán. Su musculatura política se centraba en la hondura genital, si bien siempre fue la espalda servicial del dictador.

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