Asesinato en Amsterdam

Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 21/11/06):

HA causado enorme revuelo en la zona anglo del mapa Murder in Amsterdam, el último libro de Ian Buruma. El subtítulo resulta bastante más instructivo que el título: «La muerte de Theo van Gogh y los límites de la tolerancia». Buruma es medio inglés y medio holandés. Se crió y educó en Holanda, pero a los veintitantos años se sintió oprimido por la paz aplastante que gravitaba sobre su tierra natal y cruzó el mar. En la actualidad profesa ciencia política en Nueva York y escribe en la New York Review of Books, de la que es colaborador habitual. Impresionado por el asesinato de Theo van Gogh a manos de un islamista fanático de origen marroquí, decidió volver a la patria y enterarse de lo que estaba pasando. El libro, lo prevengo ya, no es bueno. Buruma utiliza la técnica que ya había usado Naipaul en su doble colección de ensayos sobre el Islam contemporáneo. El truco consiste en extremar la distancia que separa al escritor de los hechos y sus protagonistas, y dejar que las cosas hablen por sí solas. Buruma carece, no obstante, de la concentración mental y la magia literaria de Naipaul, y el relato se destensa y como desmaya a ratos. Parece que Buruma se hubiera administrado un sedante, que no es lo mismo que permanecer impasible y por encima de los acontecimientos. Sea como fuere, el asunto abordado es tan urgente, tan enorme, que arranca uno de la primera página y no suelta el volumen hasta que ha llegado a la última. Lo que se obtiene, y no en la forma de una predicción sino de un inventario de sucesos ya ocurridos, es un diagnóstico más que reservado sobre el estado de la democracia liberal en Europa. El autor habla sólo de Holanda. Resulta muy difícil, sin embargo, no extender sus reflexiones a otros países, próximos y quizá no tan próximos.

Buruma nos refiere dos historias, de las cuales una incluye el problema inmigratorio, y la segunda lo esquiva. Cabría conciliar ambos desarrollos diciendo que la inmigración ha actuado como un catalizador: ha añadido velocidad a un proceso degenerativo que se había iniciado antes de que la aparición de bolsas no asimiladas de población foránea sometiese el sistema a una presión sin precedentes. Vayamos por orden. Hasta los años cuarenta, la democracia holandesa estuvo gestionada por partidos confesionales. Los regenten, o notables de los partidos, chalaneaban y llegaban a acuerdos, y se iba tirando sin demasiados sobresaltos. Después de la guerra, se desenterró la fórmula antigua, con un cambio progresivo de etiquetas. Las denominaciones religiosas fueron substituidas por las siglas que distinguen a las formaciones políticas corrientes, en los países corrientes. Pero continuaron al mando los regenten, herederos de una sabiduría política que había sobrevivido a la invasión nazi. En esto, tuvo lugar un repentino desastre. Estalló el 68 holandés, el cual no se produjo realmente en el 68 sino en el 66. Ese año, el estallido anarquista de los provos —unos sesentayochistas avant la lettre— dejó a Holanda sin reglas de juego, o para ser más exactos, liquidó la organización moral de la nación. La moral, interpretada filosóficamente, consiste en una serie de principios, que el sujeto acepta y conscientemente hace suyos. En la práctica, la moral es menos sublime. Se compone de un haz de reflejos que sirve para que el personal no se salga de madre. Las sociedades moralizadas funcionan porque la gente concurre en no traspasar ciertos límites, o si se prefiere, porque tiende a remansarse en determinados lugares comunes. El prematuro mayo holandés dinamitó los lugares comunes y complicó enormemente el trabajo de los regenten. A los últimos les falló, de súbito, el suelo debajo de los pies.

La casta política holandesa reaccionó apretando el pedal de lo políticamente correcto. Es decir, decidió eludir los conflictos por el procedimiento de declarar a éstos inexistentes. La pequeña, confortable Holanda, imprimió a su rostro una expresión de falsa alegría obligatoria. Las imposturas gestuales, cuando duran demasiado, concluyen por adueñarse de nosotros. El gesto adquiere vida propia y se convierte en una suerte de pensamiento, un pensamiento postizo y todo él orientado a que no espigue ni crezca el pensamiento de verdad. No es posible recorrer el texto de Buruma sin llegar a la conclusión de que los políticos holandeses fueron descerebrándose conforme se aproximaba el fin del milenio. Fortuyn, el voyou de extrema derecha que tal vez habría conseguido ser primer ministro de no interponerse en su camino un ecologista homicida, barrió a los notables, o para ser más exactos, a sus carcasas risueñas, soltándoles cuatro frescas a la cara. Y es que, detrás de la fachada oficial, de la concordia por decreto, no quedaba ya nada. El invento europeo remató la ruina de la casta política. Las decisiones importantes se adoptaban, en teoría, fuera del perímetro nacional, y a los de dentro no les quedaba bola que rascar. Como es notorio, la UE ha debilitado las estructuras nacionales, pero no ha conseguido substituirlas. Los holandeses han comenzado a sentirse como niños expósitos en un mundo cada vez menos inteligible, y han dicho «no» a la Constitución europea. Holanda ha vuelto a estar en manos de sí misma. Lo inquietante, es que nadie está en situación de precisar qué significa esto exactamente.

La segunda historia de Buruma discurre en paralelo a la primera. Con una diferencia: interviene ahora, como elemento inédito, la inmigración. El argumento, en esencia, es que los notables no han sabido ver que el presente se parecía muy poco al pasado. En el XVII, los gomaristas habían estado a punto de implantar en el país una teocracia calvinista. No lo lograron, y en los siglos subsiguientes todo contribuyó a que las divergencias confesionales fueran cada vez menos relevantes. La idea de los regenten estribó en extender sus viejas técnicas conciliadoras a una sociedad que incluía también el islamismo. A eso se le llamó «multiculturalismo». Pero el multiculturalismo representa otra expresión de lo políticamente correcto. El multiculturalismo intenta conjurar una realidad difícil inventando un nombre, no una solución. Según hubo de admitirse después de que las denuncias de Fortuyn y el asesinato de Theo van Gogh introdujeran la cuestión en la agenda política, el islamismo se asemeja poco, muy poco, al calvinismo desbravado o al catolicismo desbravado sobre los que se habían proyectado las piruetas rutinarias de los regenten. El libro se cierra con una nota deportiva y ominosa. El autor se tropieza en Rótterdam con un grupo de hinchas encorajinados por la victoria reciente de la selección holandesa sobre la alemana. Todos son blancos, todos gordos, todos exhiben símbolos nacionales cuyo significado no comprenden, porque en Holanda ya no se estudia historia de Holanda ni nada que pueda enfrentar, siquiera levemente, a unos holandeses con otros. Los hinchas conminan a Buruma a sumarse a su exaltación patriótica. Buruma se suma, porque no le parece razonable perder dos dientes o una oreja por un puntillo de independencia intelectual. La conclusión de Buruma es doble. Primero, el mundo que anhelan los hinchas ha desaparecido, fatalmente. En 2015, los holandeses étnicos serán minoría en Ámsterdam. Ocurre además que las emociones, expulsadas del territorio público por la disciplina risueña de los regenten, se han refugiado en los estadios de fútbol. Las emociones proscritas resucitan, bajo formas proteicas y bárbaras. Buruma, desconozco con qué fundamento, nos ha remitido un ensayo fúnebre. Tras las conmociones de los treinta, vuelven a doblar las campanas en Europa. Es todavía un tañido confuso, lejano, equívoco. Pero vibra el aire, sutilmente.