Asesinato unipersonal

¿Qué fue lo que poseyó al joven francés musulmán Mohamed Merah para asesinar a tres colegiales judíos, un rabino y tres soldados, dos de ellos correligionarios musulmanes? ¿Qué fue lo que poseyó a otro hombre, Anders Breivik, para que matara a tiros a más de sesenta adolescentes en un campamento de verano noruego el año pasado? Esas matanzas son tan inhabituales, que la población exige explicaciones.

Llamar “monstruos” a esos asesinos, como algunos se apresuraron a hacer, arroja poca luz sobre el problema. No eran monstruos; eran jóvenes. Y desecharlos como locos es igualmente evasivo. Si hubieran estado clínicamente locos, nada más habría que explicar.

Dos explicaciones, las dos ampliamente sociopolíticas, destacan. Una es la del polémico activista musulmana Tariq Ramadan. Acusa a la sociedad francesa. Más concretamente, la acusa de que los jóvenes franceses de origen musulmán se ven marginados por motivo de su credo y del color de su piel.

Aunque esas personas tienen pasaporte francés, se las trata como a extranjeros no deseados. Cuando el Presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, él mismo hijo de inmigrantes, dice que hay demasiados extranjeros en Francia, arrincona aún más a jóvenes como Merah. Una pequeña minoría de esos hombres podría lanzarse al ataque por desesperación.

La otra explicación, la preferida de Sarkozy, interpreta literalmente las palabras de Merah. Dijo que estaba protestando contra las operaciones militares francesas en países musulmanes y vengando la muerte de niños palestinos. Quería derribar el Estado francés como un santo guerrero islamista. Se inspiraba en Al Qaeda. Entonces, ¿por qué no creerlo? A eso se debe la decisión de Sarkozy de detener a otros hombres musulmanes sospechosos de extremismo islámico y prohibir la asistencia de ciertos imames a una conferencia religiosa en Francia.

Quienes consideran que el problema es el extremismo islámico suelen también poner a jóvenes asesinos como Merah como ejemplos de integración fallida. Nunca llegaron a ser los suficientemente franceses. Se debe obligar a los inmigrantes a compartir los “valores occidentales”.

Aunque nadie sostendría que Anders Breivick no es suficientemente noruego, también se podrían interpretar literalmente sus palabras. La retórica de los demagogos xenófobos parece haberlo convencido de que tenía que matar a los hijos de las minorías socialdemócratas dirigentes para proteger la civilización occidental contra los peligros del multiculturalismo y del islam. Sus asesinatos fueron la consecuencia extrema de unas ideas peligrosas.

Ninguna de las dos explicaciones es del todo errónea. Muchos jóvenes musulmanes se sienten no deseados en su país natal y el lenguaje extremista, ya lo usen los islamistas o sus oponentes, contribuye a crear una atmósfera propicia para la violencia.

Pero tanto Ramadan como Sarkozy son demasiado simplistas, pues reducen unos asesinatos extraordinarios a explicaciones exclusivas. Aun afrontando el rechazo, la mayoría de los jóvenes musulmanes no llegan a ser asesinos que cometen matanzas. Merah es demasiado anómalo para servir de ejemplo típico de nada, incluida la discriminación racial o religiosa.

Lejos de ser un fanático religioso, Merah creció como un pequeño delincuente sin interés por la religión. El atractivo del extremismo islamista puede haber sido su glorificación de la violencia más que contenido religioso alguno. Le gustaba mirar videos yijadistas de decapitaciones. También intentó ingresar en el ejército francés y en la Legión Francesa. El ejército lo rechazó por sus antecedentes penales. Si los franceses no lo aceptaban, se uniría a los santos guerreros: cualquier cosa que le infundiera una sensación de poder y le brindase una excusa para ceder a sus impulsos violentos.

Muchos jóvenes se sienten atraídos por la fantasía de la violencia; muchos menos sienten la necesidad de hacerla realidad. La ideología puede servir de excusa o justificación, pero raras veces es la causa principal de los actos individuales de brutalidad. Las matanzas son con mucha frecuencia una forma de venganza personal: unos perdedores que desean volar el mundo que los rodea, porque se sienten humillados o rechazados, ya sea social, profesional o sexualmente.

A veces, los asesinos parecen carecer de excusa alguna, como en el caso de Eric Harris y Dylan Klebold, que en 1999 dispararon a doce de sus compañeros de instituto y a un profesor en Columbine (Colorado). En aquel caso, se acusó a los videojuegos y películas sádicos que los asesinos habían estado viendo. Aun así, la mayoría de los entusiastas de ese tipo de entretenimiento no salen de verdad a matar a personas.

Breivik tenía fantasías de ser un caballero que combatía a los enemigos de Occidente. Merah se imaginaba que era un yijadista. A saber lo que los asesinos de Colombine se imaginaban estar haciendo, pero las razones por las que mataron radicaban en su interior y no se puede atribuirlas principalmente al entretenimiento o a otros materiales que consumieran.

Prohibir esos materiales tiene un atractivo estético, desde luego, y siempre se debe condenar a las figuras públicas que predican la violencia. El lenguaje y la ideología violenta del odio no son intranscendentes, pero exagerar su importancia en casos como, por ejemplo, los de Merah o Breivik pueden ser engañoso.

No es probable que la censura resuelva el problema. La prohibición de Mein Kampf de Hitler o de la exhibición de símbolos neonazis en Alemania no ha impedido que neonazis asesinaran a inmigrantes. La represión de la pornografía violenta no acabará con los violadores o los asesinos de institutos de enseñanza secundaria. Impedir a los demagogos que despotriquen sobre los musulmanes o los multiculturalistas no detendrá a un futuro Anders Breivick e impedir la entrada a Francia de imames radicales no impedirá a otro Merah lanzarse a cometer una matanza.

En realidad, comparar los salvajes actos de Merah con los asesinatos del 11 de septiembre de 2011, como ha hecho Sarkozy, es conceder demasiado crédito al asesino. No hay pruebas de que formara parte de un grupo organizado o de la vanguardia de un movimiento revolucionario. Utilizar su caso para intensificar el miedo a una amenaza islámica a la sociedad podría tener sentido electoral para Sarkozy, pero la de provocar miedo raras veces es la mejor receta para evitar una mayor violencia. Al contrario, lo más probable es que la impulse.

Ian Buruma, Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College, is a recipient of the Erasmus Prize, awarded to those who have made “an especially important contribution to culture, society, or social science in Europe.” He is the author of many books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and Taming the Gods: Religion and Democracy on Three Continents.

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