Asesinatos durante la guerra fría

Por Fred Halliday, profesor de Relaciones Internacionales de la London School of Economics (LA VANGUARDIA, 01/09/05):

Recientes disturbios provocados en Jartum por la muerte en un accidente de helicóptero del vicepresidente John Garang, antiguo líder del movimiento guerrillero del sur del Sudán, traen a la mente uno de los problemas recurrentes de la política moderna en todos los continentes: la creencia de que la muerte de un personaje político en un accidente de avión, de automóvil o de otro tipo no puede ser nunca accidental, digan lo que digan las pruebas. El Gobierno sudanés, que ha formado coalición con la antigua oposición guerrillera del sur, ha prometido una investigación independiente, pero, a la vista de las pasiones políticas y las sospechas que se han desatado, es difícil creer que el problema pueda resolverse tan fácilmente. En este asunto, por supuesto, los sudaneses no están solos: por ejemplo, la muerte de Arafat el pasado noviembre en un hospital de París por razones aún no del todo claras ha hecho pensar a muchos en el mundo árabe que fue envenenado por los israelíes.

Esta resistencia a aceptar que ciertos asesinatos puedan deberse a causas banales no está ni mucho menos confinada al Tercer Mundo. Un porcentaje significativo de los británicos y la inmensa mayoría de los musulmanes del planeta están convencidos de que la princesa Diana murió en 1997 en un falso accidente porque estaba enamorada de un musulmán, Dodi Al Fayed, de quien esperaba un hijo. Otra muerte polémica y aún sin resolver fue la del Papa Juan Pablo I en septiembre de 1978, solo unas semanas después de ser elegido pontífice. Dado que por entonces estaban saliendo a la luz ciertos escándalos financieros que implicaban al Vaticano, muchos creyeron que el Papa había sido víctima de la acción combinada de la mafia, el sistema bancario masónico y la CIA.

Otro ejemplo es la muerte de Aldo Moro en 1978, que según todas las pruebas fue obra sólo de las Brigadas Rojas, pero que ha sido atribuida una y otra vez a la CIA y al Estado italiano, entre otros. El asesinato probablemente más famoso del siglo XX, el del presidente John Kennedy en Dallas en noviembre de 1963, ha dado lugar a una floreciente industria del mito, la conspiración y la insinuación, que afectó también, entre otros muchos, a Marilyn Monroe.

Todo lo anterior puede servir como base a la hora de valorar un asunto sobre el que han arrojado luz, en cierta medida, algunas investigaciones periodísticas recientes: el papel del asesinato político en la guerra fría. La guerra fría duró más de cuarenta años, desde finales de los cuarenta hasta el colapso del comunismo en Europa Oriental en 1989. Durante este periodo, mientras Europa vivía en paz (con la excepción de la guerra civil griega), más de veinte millones de personas, según algunos cálculos, perdieron la vida en los conflictos del Tercer Mundo, desde Corea y Vietnam a Afganistán, pasando por Angola y Nicaragua. Y en esta historia jugó un papel el asesinato político, en forma de atentados, desapariciones o ejecuciones judiciales. La cuestión es si ahora, a la luz de las revelaciones de los últimos quince años, sabemos algo más acerca de esas muertes.

Que el asesinato político puede tener un impacto decisivo es algo que resulta evidente si pensamos en algunos de los casos más espectaculares de la historia moderna: la muerte del zar Alejandro II a manos de un grupo anarquista en 1881 desencadenó una ola de represión y antisemitismo en el imperio ruso; el atentado contra el archiduque Fernando de Austria en Sarajevo en junio de 1914 fue la chispa que encendió la Primera Guerra Mundial; el asesinato del político liberal colombiano Jorge Gaitán en 1948, un día después de su encuentro con una delegación juvenil latinoamericana de la que formaba parte un por entonces desconocido Fidel Castro, dio paso al estallido de la violencia, la guerra civil que todavía atenaza a aquel país; el derribo del avión que transportaba a los presidentes de Ruanda y Burundi, Juvenal Habyarimana y Cyprien Ntaryamira el 6 de abril de 1994, precipitó el genocidio ruandés.

En Europa, el asesinato político marcó el inicio y el final de la guerra fría. El aparente suicidio del político liberal checo Jan Masaryk en marzo de 1948, al caer de una ventana de un palacio en Praga, nunca ha sido aclarado, pero señaló un amenazante horizonte europeo; la ejecución judicial del dictador rumano Nicolae Ceaucescu y su esposa en Navidad de 1989, tras intentar huir de una insurrección popular, simbolizó el fin del dominio comunista en Europa. Varios asesinatos políticos marcaron el curso de la guerra fría durante más de cuarenta años: el del líder nacionalista congoleño Patrice Lumumba, apaleado hasta la muerte por un grupo de soldados en 1961, con la connivencia de la CIA; el del presidente Kennedy, víctima, según las apariencias, de un asesino sin cómplices, Lee Harvey Oswald, oportunamente abatido días más tarde; la muerte en cautividad en Bolivia del líder guerrillero Che Guevara, por orden de la CIA, en 1967; la muerte del presidente chileno Salvador Allende, que aparentemente se suicidó usando un arma que le había regalado Fidel Castro, durante el golpe de Pinochet en septiembre de 1973. No está claro si estas muertes marcaron un punto de inflexión en la misma medida que las de 1881, 1914 o 1994, pero no cabe duda de que ilustraron y simbolizaron la violencia que la guerra fría desató en una buena parte del mundo.

Quince años más tarde, podemos empezar a preguntarnos si, gracias a la nueva información, es posible aclarar o contextualizar algunas de esas muertes. Sobre algunos de los asesinatos consumados o frustrados más espectaculares de aquella época seguimos sabiendo tan poco como hace dos décadas. No sabemos nada nuevo acerca del contexto de la muerte de Kennedy en 1961, desconocemos la trama que condujo a la tentativa de asesinato del Papa en 1981 a cargo de Ali Agca e ignoramos el origen de la explosión que abatió en 1988 el avión del presidente pakistaní Zia ul-Haq, un aliado clave de los norteamericanos en la guerra de Afganistán. La muerte de Cabral en Guinea en 1971 fue atribuida a los portugueses, pero ahora se sospecha que pudo ser obra de elementos del régimen guineano, sus supuestos protectores.

En cambio, sí tenemos información nueva acerca de algunos otros asesinatos de la época. El disidente búlgaro Georgi Markov, un periodista de la BBC que murió en Londres en 1977 tras recibir una dosis de veneno inoculada por medio de un paraguas, fue liquidado por un italiano a sueldo de los servicios de inteligencia búlgaros. El secuestro y asesinato del líder socialista marroquí Mehdi Ben Barka en París en octubre de 1965, cuando estaba preparando, en colaboración con vietnamitas y cubanos, el lanzamiento de la Organización Tricontinental en La Habana para el año siguiente, ha sido atribuido a la CIA y el Mossad, pero parece haber sido obra en realidad del jefe de seguridad marroquí Mohamed Ufkir, que moriría también años más tarde en un golpe fracasado contra el rey Hassan II. El que fuera muchos años emperador de Etiopía, Haile Selassie, fue visto con vida por última vez en 1974, mientras un grupo de oficiales revolucionarios lo introducían en un Volkswagen; ahora sabemos que su sucesor en la jefatura del Estado, Mengistu Haile-Mariam, lo hizo asesinar y mandó enterrar su cadáver debajo del lavabo de su palacio.

La biografía de Mao Tse Tung publicada recientemente por Jung Chang y mi hermano Jon Halliday contiene revelaciones fascinantes y macabras acerca de la muerte de tres de los principales rivales de Mao en la dirección del Partido Comunista Chino, Lin Piao, Liu Shao Chi y Peng Te Huai. Liu y Peng, que se opusieron a las grandes líneas políticas y económicas marcadas por Mao, fueron encarcelados y torturados; sus muertes fueron ocultadas al pueblo chino hasta la muerte del Gran Timonel. Lin, que llegó ser el sucesor oficial de Mao, intentó más tarde organizar un golpe contra el líder del partido, y al fracasar la intentona huyó del país a bordo de un reactor Trident; pero la falta de combustible causó la caída del aparato en Mongolia, de camino hacia la Unión Soviética.

Inevitablemente, le vienen a uno a la memoria personas a las que conocía directamente y que tuvieron muertes violentas y, al menos durante un tiempo, inexplicadas. Entre ellos se cuenta Orlando Letelier, ex ministro chileno de Asuntos Exteriores y de Defensa, director del Instituto de Estudios Políticos de Washington, para quien yo trabajaba en la época que fue asesinado, junto con nuestro compañero Ronnie Moffiff, por un coche bomba cuando iba al trabajo en octubre de 1977; como averiguó más tarde el FBI, la acción fue resultado de la colaboración de la DINA, la policía secreta chilena, y un grupo de militantes de extrema derecha cubanos y estadounidenses. Otro caso fue el de Ruth First, escritora sudafricana de ideología marxista, que murió en Maputo en 1982 víctima de un paquete bomba enviado por los servicios de seguridad de Pretoria.

No se puede determinar con certeza hasta qué punto cada uno de los asesinatos de la guerra fría alteró el curso de los acontecimientos. Del mismo modo, quizá nunca conozcamos toda la verdad acerca de ciertas muertes. Pero en lo que se refiere a consecuencias políticas posteriores, los incidentes de efecto más duradero no tienen por qué ser necesariamente los más espectaculares o llamativos. Pocos recuerdan hoy la muerte del comunista afgano Mir Akbar Khyber en abril de 1978, durante una manifestación en Kabul, y tampoco muchos le prestaron atención en su momento, pero su asesinato dio paso a la toma del poder por los comunistas unos días más tarde. También pasó mayoritariamente desapercibida la muerte por asfixia de Nur Muhammad Taraki, líder de los comunistas afganos, por orden de su siniestro rival Hafizullah Amin, en octubre de 1979, que movió a un decrépito Breznev a ordenar la invasión de Afganistán y, a consecuencia de ella, la muerte de Amin a manos de las fuerzas soviéticas, todo lo cual condujo al estallido de la yihad en Afganistán en la década de los ochenta.

De manera parecida, pocos dieron importancia al asesinato en Pakistán en 1989, por medio de un coche bomba, del líder islamista palestino Abdullah Azzam y sus dos hijos. Pero Azzam, que controlaba por entonces las fuerzas islamistas, se oponía, a diferencia de su protegido Ossama Bin Laden, a la extensión de la yihad a objetivos externos al mundo islámico. No sabemos si fue su subordinado quien ordenó el atentado, pero en cualquier caso la muerte de Azzam, que puso el liderazgo en manos de Bin Laden, abrió la puerta al 11-S y a todo lo que ha venido después.