Así no, señor juez

Me entero por la prensa y también por las actuaciones en las que intervengo como defensor -la aclaración es obligada- que el juez Baltasar Garzón mientras fue instructor del caso Gürtel ordenó interceptar y grabar las comunicaciones entre varios imputados y sus letrados. Un suceso así, de entrada, puede tomarse a título de broma siniestra y pensar que ¡aviados vamos los abogados españoles! Pero si se interpreta en serio, entonces la cosa es muy grave porque demuestra, para desgracia y vergüenza, propia y ajena, el por qué su señoría es diferente, pese a los buenos y vanos consejos de amigos y colegas para que deje de serlo alguna vez.

A los efectos que aquí interesan, la evolución cronológica de los hechos es, en síntesis, la siguiente. A raíz del levantamiento parcial del secreto que pesa sobre ese proceso se ha descubierto que el juez Garzón había ordenado la observación y grabación de las comunicaciones de los imputados con sus letrados defensores. Lo hizo mediante dos autos. Uno, de fecha de 19/02/09; el otro, que prorroga el anterior, se dictó un mes y un día después. En ambas resoluciones el argumento es idéntico: «(…) dado que en el procedimiento empleado para la práctica de sus actividades pueden haber intervenido letrados y que los mismos aprovechando su condición pudiesen actuar como enlace de los tres mencionados (…), deviene necesaria también la intervención que aquellos puedan mantener con los mismos, dado que el canal entre otros miembros de la organización y los tres miembros ahora en prisión podrían ser los letrados que estarían aprovechando su condición en claro interés de la propia organización y con subordinación a ella».

A partir de este razonamiento que he reproducido fielmente para, entre otros motivos, evitar la adjudicación de una prosa insufrible, he aquí algunas observaciones. Primera, que la orden habla, genéricamente, de «todos los letrados que se encuentran personados en la causa u otros que mantengan entrevistas con ellos», si bien, en el primer auto se dice que «con carácter especial, las que mantengan con el letrado D. José (…)». Segunda, que aparte de éste, al que no conozco, otros abogados a quienes considero personas honorables y juristas de gran prestigio fueron grabados en sus conversaciones.

Tercera, que el segundo auto se dicta a pesar de que las fiscales -también vale fiscalas- habían hecho notar, aunque con suma tibieza, que «no se oponen a la prórroga (…) si bien con exclusión de las comunicaciones mantenidas con los letrados». Cuarta, que ninguno de los autos fue recurrido por el Ministerio Fiscal, lo que significa que los dio por buenos. Quinta, que, naturalmente -y seguro que con gozo-, la Policía cumplió lo pronunciado, mandado y firmado por el juez. Sexta, que su señoría, el 27/03/09 y a instancias de la fiscalía, dijo que había que «excluir las trascripciones de las conversaciones mantenidas que se refieren en exclusiva a estrategias de defensa»; decisión completamente absurda, pues el derecho fundamental ya se había vulnerado y no era posible la protección a pitón pasado. Y séptima que, pese a todo, el descarte no se hizo, pues las conversaciones interceptadas siguen en las diligencias y hasta se han podido leer en los periódicos.

De la lectura de los autos en cuestión se desprende que ninguno de ellos responde a dos exigencias básicas para adoptar la intromisión. Una, la motivación de la propia medida; otra la existencia de proporcionalidad entre la medida misma y su finalidad. Cualquiera que sea la interpretación que quiera darse al artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal -este precepto sí que es de aplicación-, lo que no ofrece duda es que para la observación y grabación de conversaciones entre abogado y cliente resulta indispensable que en contra de letrado existan indicios de participación delictiva, lo que jamás equivale a sospechas. Esto lo saben todos los jueces de España. El señor Garzón, dentro del secreto sumarial decretado, tenía que haber exteriorizado cuáles eran los datos que justificaban esa intensa ingerencia en el derecho fundamental de los imputados y también en el de sus letrados. Muy al contrario, las dos resoluciones fueron fruto de su libre albedrío, en pleno desacuerdo con la ley. Téngase en cuenta, además, que como los afectados no conocían la medida y no la podían impugnar -algo obvio, pues de conocerse hubiera sido ineficaz-, mayor era la exigencia en la motivación.

La impresión que su señoría da con sus dos irregulares autos, es que para él los letrados son un estorbo en la investigación penal y que ignora que la presencia del abogado, aparte de ser un derecho fundamental del acusado, es un presupuesto indispensable del procedimiento penal. El derecho de defensa, por su carácter absoluto, está protegido por un sistema de garantías reforzadas, en el sentido que el Tribunal Constitucional dijo en la sentencia 58/1998, de 16 de marzo, al afirmar que «el hondo detrimento que sufre el derecho de defensa a raíz de este tipo de intervenciones, se basa en la especial trascendencia instrumental que tiene el ejercicio de este derecho (…)». De ahí que el Consejo General de la Abogacía que preside Carlos Carnicer y del que cabe decir que ha estado, en prontitud y contenido, a la altura de las circunstancias, hiciera público un comunicado denunciando que la actuación del juez Garzón era un «gravísimo atentado contra el Estado de Derecho». Por duras que sean, estas palabras me parecen una censura adecuada.

«No se puede obtener la verdad real a cualquier precio. No todo es lícito en el descubrimiento de la verdad. Sólo puede alcanzarse dentro de las exigencias, presupuestos y limitaciones establecidos en el ordenamiento jurídico». Así, de este modo, empezaba el auto de 18/06/92, pronunciado por el Tribunal Supremo y del que fue ponente Enrique Ruiz Vadillo, en la Causa especial 610/1990, conocida como caso Naseiro. En este sentido hay que recordar que no cabe hablar de pruebas lícitas que procedan de una prueba ilícita. Basta con aplicar la teoría del fruto del árbol envenenado, que tan insistentemente invoca la doctrina científica y que Raúl del Pozo -qué gran juez de paz se ha perdido su pueblo- recordaba el otro día.

Todo nuestro ordenamiento jurídico, pese a que ofrezca algunas lagunas, descansa en esos principios. Buena expresión de esto es el artículo 536 del Código Penal que contempla como hechos antijurídicos la interceptación de las comunicaciones con violación de las garantías constitucionales o legales por parte de la autoridad, funcionario público o agente de éstos. Y lo mismo cabe decir del artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial sobre efectos de las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales y la doctrina del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, todas ellas expresiones categóricas de cuanto vengo diciendo.

Pido disculpas al lector por citarme, pero el 23 de julio pasado, en estas mismas páginas, escribí que en el caso Gürtel, como en todos los que llegan a los tribunales, estamos obligados a la claridad, aunque también sospechaba que esa claridad deseada se estaba empañando con la eclosión de determinadas malas prácticas. El tiempo ha demostrado que para alguno cada vez está más confusa la linde que separa lo válido de lo que no vale. No pido la impunidad para quienes hayan podido delinquir. No. El nuevo Leviatán está perfectamente legitimado para combatir el delito, pero sólo a condición de que no haga suyo el lema del viejo Leviatán de que todo está permitido.

Al mirar el saldo de estas cuartillas, me doy cuenta de que me ha salido un artículo complicado, por comprometido, pero el oficio de defender, lo mismo que el de juzgar, se ejerce sin esperanza y sin miedo. Ha sido mi conciencia la que me ha impedido callar lo que pienso a propósito del asunto. Algunos me reprocharán eso de que mientras usted teoriza y se la coge con papel de fumar, los corruptos siguen robando y campando por sus respetos. No puede ser, dirán otros, que los delincuentes se aprovechen de la ley. He ahí la formulación errónea. Cuando se acepta reprimir el delito con eficacia antijurídica se realiza un acto terrible. La aparente inferioridad de la ley es la superioridad de la democracia y la grandeza del Estado de Derecho.

En bien de la moral pública, el asunto Gürtel debe continuar y hacerlo con todas las garantías. Lamentablemente, este proceso ha estado rodeado hasta ahora de demasiadas anomalías que pueden ponerlo en peligro. Lo que preocupa es el riesgo de que esas irregularidades ofrezcan flancos que en su día fundamenten la nulidad de todas las actuaciones. No vaya a ocurrir lo que en el caso Naseiro: que se hurte a los tribunales de justicia la posibilidad de pronunciarse sobre el fondo del asunto. Para que la Justicia pueda llegar hasta el final, es imprescindible extremar el respeto a las normas procesales. Y no es eso lo que ha ocurrido hasta ahora. Debo advertir que este párrafo no es mío. Lo he tomado prestado de un editorial publicado en el diario El País el 19/01/95, titulado Para que el sumario no descarrile, donde se analizaban varias infracciones de la instrucción por el secuestro de Segundo Marey y que luego fueron corregidas por el magistrado Moner, instructor de la causa en el Tribunal Supremo.

Otrosí digo: El 31/03/09, el juez Garzón, en ejecución del auto de inhibición a favor del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, envió «todo lo actuado» a este órgano jurisdiccional. Quiero suponer que el nuevo instructor, el juez Pedreira, no ha convalidado las ilícitas intervenciones decretadas por su antecesor, que nada más recibir las diligencias dejó sin efecto las medidas y sus derivadas y que por consiguiente, desde entonces, las comunicaciones de los imputados con sus abogados se han desarrollado sin injerencia en los derechos y deberes de unos y otros. Habrá que esperar al próximo alzamiento del secreto para comprobar qué es lo que se ha hecho, aunque se me ocurre que quizá, sin necesidad de mayores dilaciones, o sea, con urgencia, el señor secretario judicial podría expedir la oportuna certificación o testimonio que así lo acreditase. ¡Ojo!

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.