Hace pocos días, el conserje de mi urbanización me dijo que la calefacción central no se encendería este año hasta el 15 de noviembre, y sólo a tiempo parcial.
Pedí a algunos amigos que me imprimieran un par de folios. Me dijeron que el cartucho de sus impresoras no tenía tinta. En sus empresas y universidades se ha prohibido el papel con la coartada ecologista.
Las mascarillas, a diferencia de otros países en los que marcas y Gobiernos las reparten gratuitamente, corren en España a cargo de cada contribuyente. Si se te olvida al entrar en una consulta, te mandan a la farmacia a comprarla.
Coincide todo ello con la campaña publicitaria de los derrochólicos desplegada por el Gobierno de España para reducir el gasto de energía.
Me hizo pensar en los años 70. En la cara de malas pulgas que ponía mi madre cuando le pedía material escolar. En cómo tenía que bañarme los viernes en el mismo agua que antes había utilizado mi hermano. En cómo se devolvían los cascos y se pedían chapas en los bares para montar equipos. En cómo olían a repollo los portales de las casas.
Si nos retrotraemos más en el tiempo, esta campaña a medio camino entre la sátira y el sainete castizo (el nombre que se le ha puesto causa como mínimo rubor, y eso sin entrar en la banalización del alcoholismo y de las adicciones), junto a la reciente sobre la Covid-19, recuerda mucho a las que los Gobiernos, Estados Unidos y Alemania sobre todo, realizaban en los años 20 y 30 aprovechando el auge de la prensa y la radio.
En aquellos tiempos, se trataba de campañas que pretendían concienciar a la población de la necesidad de entrar en guerra y de cómo ayudar a la misma mediante el reclutamiento voluntario u otras labores, en el caso de las mujeres.
Después vino el New Deal de Roosevelt.
Como decía Walter Lippmann, de cuyo libro Public Opinion se cumplen cien años, se trataba de domeñar a la opinión pública ya que esta, se pensaba, no estaba capacitada para pensar y la democracia debía ser matizada desde los poderes públicos.
Uno pensaría que la era digital, la de las opciones múltiples y a la carta, actuaría como antídoto para las campañas de comunicación persuasiva de masas. Pero no es el caso.
Incluso habiendo decrecido, el consumo medio de televisión tradicional y en abierto en España es de 203 minutos al día. Su índice de penetración es del 99,6%. Aunque el 25% de la población dice ver la televisión tradicional a lo sumo un par de veces al mes o en diferido, lo cierto es que todavía se ve mucha televisión.
La inquietante unanimidad de la sociedad española sobre las medidas del Gobierno para frenar la Covid, que han producido unos resultados mediocres en el mejor de los casos en comparación con otros países de Europa (y única y exclusivamente por el alto porcentaje de vacunados, no por otras medidas restrictivas), indican que estas campañas siguen siendo eficaces.
Indican también que probablemente, y ante una situación semejante, el Gobierno volvería a tomar medidas similares y repetiría los mismos errores. Y eso a pesar de los daños colaterales fortísimos producidos en la salud mental de los adolescentes. Pero no sólo de ellos.
Sigue sorprendiéndome que muchos españoles desconozcan el sesgo demográfico de la Covid a pesar de haber consumido infinitas horas de televisión. Evidentemente, porque ese tipo de información se ha omitido o relegado. En otros países se está produciendo un revisionismo que aquí ni se vislumbra.
El constante flujo de noticias sobre la crisis energética y el precio de los alimentos (la recomendación de Yolanda Díaz a los supermercados para que vendan cestas de comida "de guerra" tiene impacto en los consumidores) ha hecho efecto mucho antes de que haya empezado la crisis.
Los españoles tienen miedo del futuro y acogen de buen grado las campañas gubernamentales confesionales, redentoras, en las que se ven actos de contrición como esas falsas reuniones de Alcohólicos Anónimos.
Nada extraño si, como dice Byung-Chul Han, "el móvil es el confesionario y el 'me gusta', el amén" de nuestra época.
El poscristianismo que vivimos no ha eliminado la pulsión humana por expiar las culpas y redimirse. Y este tipo de campañas encajan perfectamente en ese marco cultural.
El Gobierno español ha encontrado el caldo de cultivo perfecto en este milenarismo retardado y en una sociedad atemorizada que se siente pecadora. La narrativa, el storytelling, el relato de que somos pobres, encaja como anillo al dedo en este contexto, exculpa la gestión del Gobierno (igual que lo hizo la pertinaz sequía franquista) y favorece la servidumbre voluntaria de la misma manera indolora y pacífica que el capitalismo avanzado promueve la autoexplotación complaciente.
La narrativa de la pobreza y la restricción de la temperatura media en invierno será acogida de buen grado por amplias capas de la población ya que aporta un elemento igualador interclases que el Estado del bienestar y un contrato social que ya ha volado por los aires no pueden dar.
César García Muñoz es profesor de Comunicación en la Universidad Pública del Estado de Washington y profesor de ESIC University.