Así sangra un payaso

El público es el enemigo. Y conviene que así sea. El público no entrega su amor: lo alquila, a veces lo presta; recela, sospecha, teme; sonríe pero se protege, desprecia pero no ofrece la espalda. El público es un animal sano y robusto que no ataca sin saberse antes a salvo aunque aplauda con las garras el olor de la sangre nueva. Da vueltas en torno a la presa con movimientos taimados mientras el tambor redobla. Olfatea, adelanta la pata sin exponerse, la retira de inmediato. La selva es para él un circo sembrado de payasos muertos y cómicos aterrados, furiosos, desconfiados, que han visto lo que hay detrás, que han dado con la leyenda que explica el mapa de la selva, que han aprendido a agradar al león entregándole su propia dicha como se entregan las llaves de una ciudad rendida; que han aprendido a sobrevivir con la sonrisa pintada.

Así sangra un payasoEl público es implacable, como lo es la Naturaleza. No toma rehenes, olvida rápido; anota y tacha, subraya y sanciona. Suscribe un pacto inextinguible que revisa cada doce meses, como los entrenadores, que también desconfían de su amada. Un pintor, una tenista, un cantante, una bailarina, un compositor, una guionista; a todos vale la norma. Vale para el transformista que custodia la paridad bajo su falda, cruzada de reflejos. Vale para el político con expresión de laca. Vale para el mago joven de mirada de concubina, uñas negras, chupa de clavos y cámara de alta definición en el centro de la frente. Vale para el dramaturgo. Vale para los escritores. No vale para el poeta (hablamos, no lo olvidemos, de profesiones con público). El público es el enemigo. El público es la bestia.

Cuando un leopardo ataca a un rebaño de gacelas, mejora con su hambre la misma especie que acecha: se arroja a por la más lenta, a por la perezosa, a por la optimista, a por la negociadora, a por la que confía en el corazón del leopardo y no en su sagrada misión. El leopardo, por el bien de todos, se merienda a un cómico por la tarde y se lo acaba por la mañana. ¿A quién no le gusta un cómico? Tomémoslo como ejemplo; por a mano y por conveniente; por didáctico. Porque sí. Así sangra un payaso. Un cómico se forma en los garitos más untuosos buscando el amor de los borrachos, esquivando ceniceros, mendigando un segundo de humillación con que perfeccionar su rutina. Una noche hace reír a alguien; se desconcierta; se encoge, por si acaso; hace una finta. Buscando la trampa. Alerta. Empieza a cobrar; un poco, no mucho; se compra un traje, cambia de club. Vive noches victoriosas, noches terribles; le aman, le odian. Los mismos. Aprende a desconfiar. Ensaya ardides de defensa, chistes de réplica, antídotos, cataplasmas, ganchos de derecha, contraataques. Aprende a dejarse querer y se hace fuerte. Ve caer a sus compañeros sobre el campo de batalla, congelados en el barro con una mueca agónica, la mano ensangrentada en alto, implorando un puesto de funcionario, un escritorio en la SGAE. Pero a la SGAE van a morir los que tuvieron un éxito, no los caídos en combate: la selva es inclemente.

Para cuando el cómico triunfa en Buenafuente, para cuando llena los teatros, para cuando es él quien presenta a los malabaristas, a la mujer barbuda, a los funambulistas, para cuando los productores de cine golpean su puerta..., ya no puede confiar en nadie. Llega agotado. Le amargan las risas, le amargan los aplausos, extiende los brazos para beberse la gloria, el clamor, las salvas, mientras, con el mismo gesto, mide, como quien mide un lenguado, su derrota por no haber sido capaz de llegar hasta allí con alegría, por no haber sabido tender una hamaca sobre la floresta, donde cantan los tucanes y los rugidos de las fieras son ecos impersonales que celebran la existencia de los que no han entendido nada. Por eso los que ríen, ríen. Y los que hacen reír, mueren solos. Clarividentes. Dañados.

El creador es también público, y por eso desconfía. El creador come creador: lo vigila y lo envidia, lo ama y le agradece su existencia, se aferra a la admiración para apuntalar su propio fantasma pero cultiva el desprecio cuando amanece tirano; un desprecio algo más sordo por los palos recibidos; un desprecio algo más cauto; un desdén avergonzado. Mientras le roen la pierna, retira de entre los dientes la carne de su propia presa, aferrado a un minúsculo palillo que banaliza con las reglas del dentista las de la espesura y dibuja en el esmalte el círculo de la vida. La selva es un lugar grotesco plagado de insectos grandes como manzanas, aguas envilecidas y artistas laureados. El leopardo siempre gana. El creador, con suerte, crece.

El público es el enemigo. Más vale que el creador lo entienda. Nunca tendrá su lealtad ni su admiración devota ni su entrega, vivirá sometido a su escrutinio; cualquier debilidad que muestre será explotada para rebanarle el cuello, mientras la megafonía reclama al próximo contendiente. El público no es una consorte ni un club de admiradoras: es un ejército letal programado para la embestida, que encumbra y entierra, que sabe cumplidamente, porque lo huele, porque su pituitaria es mutante, que dispone de la vida de aquel que pretenda alargar el brazo para robar el fuego de los dioses. Escribir, pintar, bailar, es la forma que el payaso tiene de plantarse en mitad de la vía a esperar el choque. Es mejor tenerlo claro. No lamentarse. El público no es una madre. El público es el enemigo. Y conviene que así sea.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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