Asignaturas pendientes

La historia educativa en España arrastra desde hace tiempo dos déficits, no digo que sean los únicos ni exclusivos, que ignoran facetas relevantes en la más integral y completa formación de todo hombre. Lo que nos empobrece no solo como singulares individuos, sino también como activos integrantes de una Nación centenaria. Uno, de naturaleza social y política. Otro, de carácter anímico y estético. Ambos, menos diferentes conceptual y epistemológicamente de lo que pudiera pensarse.

El primero, la escasa atención que hemos prestado a nuestros Textos constitucionales. Todavía hoy insuficiente y fragmentariamente ignorados, cuando no burdamente preteridos o groseramente violentados. Desde el fatídico grito de «¡Vivan las cadenas!» -con el que los absolutistas españoles recibían al anhelado Fernando VII en 1814 y consumaban la felona derogación y la sangrienta proscripción de la Constitución de Cádiz-, pasando por una convulsa y azarada sucesión de frustrados Documentos constitucionales -demasiadas veces de bandería y facción-, poco interés hemos depositado en las normas que han pretendido organizar nuestra vida en convivencia. Aunque no pocos de ellos eran, como acuñó gráficamente Karl Loewenstein, Textos constitucionales «semánticos», espúreos disfraces que ocultaban el rancio ejercicio desmesurado de un omnímodo y descontrolado poder político.

Asignaturas pendientesDe poco sirvió en su día el radical mandato que prescribía apasionadamente, con el fin de impulsar una novedosa manera de entender un alternativo modelo de ordenación jurídico-política y de las relaciones de poder, la irrenunciable protección de los derechos fundamentales y la obligada fiscalización del poder político. Los dos baluartes estructurales en que se asienta una sociedad civil moderna y vertebrada. Recordemos lo dispuesto en el entonces revolucionario artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: «Toda sociedad en la que no se reconocen los derechos fundamentales, ni el principio de separación de poderes, carece de Constitución».

El casi coetáneo mandato del artículo 368 de nuestra Constitución de 1812, al preceptuar que «El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía…», no pasó de ser un aldabonazo puntual y discontinuo, ¡aunque sonoro y brillante!, de una oportunidad histórica tristemente perdida. Un referente de ética pública y de compromiso ciudadano, prontamente desatendido y hasta explícitamente relegado. Hoy, en la España constitucional, en un contexto muy diferente, continúa siendo residual y fraccionario el conocimiento de la Constitución de 1978. Los cuarenta años transcurridos no nos han permitido aún desarrollar el ansiado sentimiento constitucional. Algo no solo sorprendente, que también, sino particularmente grave, pues solo se respeta, ampara y transmite a las generaciones futuras, lo que se sabe, valora y estima. Por ello hemos de reseñar la vocación pedagógica de la aparición, entre otros, de un Comentario mínimo a la Constitución española, presentado en el mejor de los foros posibles, el Tribunal Constitucional, encargado prioritariamente de interpretar y velar por la validez y vigencia de nuestra Norma normarum.

La segunda de las lagunas, aunque parezca increíble en un país de geniales artistas, es la pictórica. Disfrutamos de una de las más importantes pinacotecas, el Museo del Prado, parangonable, cuando no superior por la riqueza de sus pinturas, sobre todo por las obras maestras de las escuelas italiana, española y flamenca, a los Museos Vaticanos, al Louvre, al Hermitage, a la National Gallery y a la Galeria de los Uffizi. Y eso que los españoles nos identificamos colectivamente, como pocas veces, con la manera de acercarnos a la condición humana y a nuestra historia, que transmiten los pinceles de Diego Velázquez, El Greco -aun siendo de origen griego es considerado un pintor propio- y Francisco de Goya. Y ahora ya, transcurrido algún tiempo y el reconocimiento internacional, Pablo Picasso, sui generis director de nuestro Museo durante la II República. «Dadme un museo -decía el Minotauro malagueño- que yo lo lleno». Parte sobresaliente de la historia de España y de Europa, y por ende de América, está narrada visualmente de modo magistral en sus diferentes salas. Tenía razón el escritor turco Orhan Pamuk: «Los museos son lugares donde el tiempo se transforma en espacio». Tanto de los momentos estelares, los años de nuestra hegemonía (Carlos V en la batalla de Mühlberg, de Tiziano, La rendición de Breda, de Velázquez o Recuperación de bahía del Brasil, de Juan Bautista Maíno), como de nuestras tragedias (Los Fusilamiento del 3 de mayo o la serie de Los Desastres de la Guerra, de Francisco de Goya, y Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, de Antonio Gisbert). Un espejo, como pocos, para vernos; para retratar tanto los anni mirabiles como los anni horribiles. Allí reconoceremos, parafraseando a Jean Cocteau, a los amigos muertos.

La Monarquía española desempeñó en su contenido, gestación y extensión un papel, como apunta Jonathan Brown, de primerísimo orden: desde sus prolegómenos en Isabel la Católica y Carlos V, hasta el refinado reinado de Felipe II (Tiziano, El Bosco), el desarrollo del coleccionismo en época de Felipe III (el Duque de Lerma), y, sobre todo, durante Felipe IV (Rubens, Velázquez). Fue no obstante Fernando VII, el imperdonable traidor de la causa constitucionalista, quien dejó su huella gracias al impulso de su mujer la reina María Isabel de Braganza, la única loable, con la terminación y destino final de las obras iniciadas por Carlos III. Aprovechen pues la oportunidad y acérquense al edificio de Juan de Villanueva. La Exposición Museo del Prado 1819-2019. Un lugar de encuentro, lo merece. En palabras de Don Felipe VI, con ocasión de su inauguración, «El Museo del Prado es un territorio real e imaginario, español y universal, en el que se funden lo mejor del hoy y del ayer». Una pinacoteca que sabe reflejar el alma y la memoria de España. Una galería fascinante que nos permite, como ironizaba Henry James, ser radicales y conservadores simultáneamente.

Pedro González-Trevijano es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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