Era el viernes 2 de febrero de 2018 y en el Parlamento asturiano sucedía algo que hoy calificaríamos de intoxicación fake o, simplemente, delirio. Tras un intenso debate, la Junta General del Principado de Asturias instaba al Gobierno regional a actuar en defensa de un sistema de financiación autonómica «justo y solidario», y presentar un recurso de inconstitucionalidad contra las leyes del cupo vasco que en el mes de noviembre se habían aprobado en el Congreso para los siguientes cinco años.
La parte de realismo mágico viene ahora. La proposición era una iniciativa de IU que había salido adelante con el apoyo de Ciudadanos y de Podemos, y la abstención del PSOE. Solo PP y Foro Asturias (el partido de Cascos) habían votado en contra. Horas antes se había debatido una iniciativa idéntica de Ciudadanos que no salió adelante por no disfrutar de los favores de Podemos. El portavoz de IU, Gaspar Llamazares, se lamentaba de que no se hubiesen debatido conjuntamente.

Debemos recordar, por aquello de aportar contexto a algún lector perplejo, que el 23 de noviembre de 2017 se habían aprobado en el Congreso las dos leyes que amparaban el cupo vasco para los siguientes cinco años: era la exigencia previa del PNV para que España tuviese Presupuestos. Solo Ciudadanos votó en contra de aquellas normas, calificadas por Albert Rivera, en feliz expresión que pronto caló en los medios y en la calle, de auténtico «cuponazo» (en honor a la verdad, también Compromís se opuso, pero por razones bien distintas y sin cuestionar el cupo ni su cálculo).
Era la primera vez que se levantaba el velo de unas leyes que los nacionalistas vascos calificaban de «paccionadas» y, por ello, no aceptaban ni siquiera discutirlas. De ahí que el hecho de que Ciudadanos hubiese presentado una enmienda a la totalidad sonaba en la Carrera de San Jerónimo a grave sacrilegio político. Tras destruir el depurado símbolo de los viejos pactos del bipartidismo imperfecto, Rivera obtuvo una de sus más sonadas derrotas en el hemiciclo, transmutada en resonante victoria nada más atravesar la Puerta de los Leones. Menos de un mes después, el 21 de diciembre, Ciudadanos vencía en las elecciones catalanas con el apoyo de más de un millón de ciudadanos.
Se abren los caminos al análisis de tantas cosas que vinieron luego, pero para lo que hoy nos interesa conviene solo utilizar ese momento como hito con el que calibrar el viaje que la izquierda ha hecho hasta el momento presente. Preguntémonos si sería posible hoy una iniciativa similar a la que aprobó el Parlamento asturiano hace apenas seis años. La respuesta rotunda y obvia es no. De hecho, ya no ha sido posible.
Recientemente la izquierda asturiana, nucleada de forma muy principal en torno al PSOE, se ha mostrado unida y sin ningún distingo con lo ocurrido en el resto de España para rechazar una iniciativa, esta vez del PP, que pedía una declaración conjunta contra el acuerdo del cupo catalán. El actual portavoz de IU decía: «La posición del PP es irresponsable. Está utilizando el debate de la financiación autonómica para hacer daño al Gobierno central, pero con cero interés en los intereses de los ciudadanos asturianos». Palabras absolutamente intercambiables con las vertidas por el portavoz del PP en la misma Cámara en el debate de 2018; curioso, o tal vez no. Pero lo más impactante fue escuchar a otra portavoz el manido argumento de «No tiene ningún sentido traer a la Junta General del Principado una propuesta que tiene que ver con la financiación de Cataluña, es perder el tiempo. Quieren instalar la pelea cuando en realidad ni siquiera conocemos en profundidad el acuerdo alcanzado para Cataluña».
¿De verdad creen que conceder la soberanía fiscal a Cataluña no afecta a los asturianos, y a los extremeños, y a los murcianos, y a los gallegos, y a los andaluces...? ¿A qué viene este tancredismo que se niega a leer lo que figura negro sobre blanco en el pacto para la investidura de Salvador Illa? Un pacto que, so capa de establecer un nuevo modelo de financiación para Cataluña, en realidad es un nuevo pacto territorial acordado entre dos partidos -PSOE y ERC- que condiciona la financiación de todas las comunidades, excepto dos, claro: País Vasco y Navarra. Y eso, en un país como España, con un altísimo grado de descentralización del gasto, es tanto como decir que compromete la sanidad, la educación y las ayudas sociales que van a poder recibir todos los españoles que residan en esas comunidades del régimen común.
El último presupuesto de Asturias ascendió a 6.348 millones de euros, de los cuales 3.903 millones se cubrieron con transferencias del sistema de financiación autonómica, aproximadamente, el 63% del total de los ingresos de la comunidad. Si a ese sistema de financiación común le amputamos aproximadamente un 25% de PIB, que es lo que supondría sacar ahora a Cataluña del régimen común y otorgarle el privilegio del que ya gozan País Vasco y Navarra, por mucha aportación catalana y cuota de solidaridad que se acuerden (bilaterales y sometidas a todos los condicionantes políticos que los partidos nacionalistas tienen a su alcance, y son muchos, como hemos podido comprobar en los últimos años), será muy difícil mantener la misma capacidad presupuestaria. Lo cual, en román paladino, supone dos cosas: o recortes de servicios públicos o subidas importantes de impuestos para las comunidades que tengan a su alcance esa capacidad fiscal. En definitiva, estamos hablando de la viabilidad de nuestro Estado del Bienestar tal como lo conocemos.
La negativa a aceptar la realidad, en esta tierra donde la palabra solidaridad forma parte de su código genético, puede encontrar su explicación en la dificultad de explicar un viraje de tal calibre que, en poco más de seis años, pasa de denunciar por inconstitucional el privilegio del cuponazo vasco, a promover la extensión de ese virus del privilegio a la cuarta comunidad más rica de España. Y sin dejar de ser de izquierda y muy progresistas. Por eso, si hay una atalaya desde la que apreciar con mayor nitidez esa extensión del virus del egoísmo territorial por el cuerpo de nuestra izquierda es Asturias. Aquí donde hizo fortuna la Unión de Hermanos Proletarios (UHP), aquí donde los militantes socialistas se negaron siempre a disfrazar sus siglas con el indicativo autonómico para transformarse en Partido Socialista Asturiano, como hicieron tantas territoriales. Porque aquí siempre fue solo eso: la Federación Socialista Asturiana del PSOE.
El 20 de julio de 2019, Javier Fernández pronunció su último discurso como presidente de Asturias. Era el traspaso de poderes a quien le iba sustituir, su compañero de partido y actual presidente, Adrián Barbón. En su intervención, Fernández advierte contra las «leyendas patrióticas y fragancias místicas que empujan a la política hacia el pegajosos rincón de las emociones, y derivan en narraciones polarizadas y desintegradoras»;y critica los relatos «que dibujan con patrones culturales los perímetros de la ciudadanía y los que buscan en la identidad y la diferencia el fundamento mismo de la sociedad política». Tres años después, en marzo de 2022, durante la clausura del 33º Congreso de la Federación Socialista Asturiana/PSOE, Adrián Barbón califica ya explícitamente a la FSA como un partido «asturianista» y describe el asturianismo como «la defensa de la identidad asturiana», con «orgullo» y «sin complejos».
Ahí está explicitada con toda crudeza la consolidación de ese giro histórico de la izquierda española hacia la identidad y la diferencia, del que se derivan tantas cosas. Giro oportunista o estructural, sus votantes -por ahora invitados de piedra en esta historia- deben decidir si es irreversible, y sospecho que ya no queda mucho para despejar la incógnita. Quien me conoce sabe que aborrezco las alharacas, los aspavientos y las exageraciones. Pero esta vez tengo para mí que en este viaje nos jugamos mucho más que el futuro de unas siglas, de un partido y de una élite política. Nos jugamos el futuro de un país entero.
J. Ignacio Prendes es abogado. Fue diputado de Ciudadanos y vicepresidente del Congreso.