Asuntos internos

Cuando se oye la expresión ‘asuntos internos’ siempre se piensa en las pelis en las que policías honrados tratan de meter en chirona a los polis más sucios y corruptos. Ahora hay otro uso muy frecuente de esas mismas palabras que es el que se refiere a las cosas que pasan en el seno de los partidos y de las que los dirigentes políticos prefieren que no se hable. Macarena Olona, y es solo un ejemplo, ha dicho que «mi lealtad hacia los españoles incluye mi silencio sobre cualquier cuestión interna de Vox», es decir que para que los electores no pasen apuros es mejor que no se enteren de lo que sucede en su partido.

No me negarán que ese tipo de afirmaciones tienen un aspecto inquietante, pero expresan con inusitada sinceridad lo que todos los que tienen experiencia en el ramo conocen a la perfección. La frasecita de Olona recuerda la ironía del malogrado Joaquín Garrigues cuando dijo que «si los españoles supieran lo que se habla en los consejos de ministros saldrían todos corriendo hacia Barajas». Son manifestaciones de algo que sería iluso querer erradicar, la importancia de la discreción y del secreto en política, pero todo tiene un límite.

La Constitución española estableció con claridad e ingenuidad, y nada menos que en su Título preliminar, que la estructura interna y el funcionamiento de los partidos deberán ser democráticos, pero es claro que hay una contradicción entre ese mandato y la conducta habitual de los partidos españoles que practican el ocultismo sobre lo que se discute en su seno, y se trata de nosotros, y la pura arbitrariedad en materia de normas internas, de tal modo que han sabido ser una piña a la hora de no establecer de ninguna manera en qué habría que concretar los principios constitucionales que les atañen.

Lo que sucede de forma habitual en el interior de los partidos es que rigen reglas de pura supervivencia y de poder, así que a la entrada en ellos conviene olvidar casi cualquier principio moral o democrático, porque son escenarios ajenos a derecho y en los que lo único que importa es estar cerca del que de verdad manda. Esto tiende a pasar en todas partes, pero sucede con más rigor en democracias incipientes como la española, siempre amenazadas por la involución al autoritarismo.

En los partidos hay tres capas que, de fuera hacia dentro, son los electores, los afiliados, los cuadros y los que mandan. Para los primeros es frecuente que se suponga que baste, además del miedo maniqueo, con dosis de fanatismo y guerra cultural; los afiliados y cuadros tienden a emplear sus energías en trepar por la cucaña, y los que mandan están preocupados, ante todo, por llegar más arriba, y por hacer que el partido sea una piña a su alrededor. ¿Qué puede fallar en este tinglado? Algo muy simple, que se emplee su fuerza, sobre todo y a veces únicamente, en beneficio de los que lo controlan, cosa muy factible cuando estiman que los electores les acabarán llevando al éxito total por hastío y malevolencia contra los que están en el poder y detestan.

Es el mecanismo, que puede ser perverso, de la alternancia, el que impone agendas de silencio y de postergación de cualquier debate. En su supuesta virtud, los dirigentes tienden a comportarse como el inquilino de El Pardo, al que nadie discutía ninguna ocurrencia. Cuando los partidos funcionan como iglesias dogmáticas, se convierten en organizaciones que se supone lo saben todo y pretenden que nadie pueda decir nada que no sea la repetición del catecismo argumentario que elabora la obsequiosa oficina del que manda.

La disciplina, que es un término militar pero no democrático, se convierte así en el dogma supremo. Este proceder provoca la esclerosis de las fuerzas de izquierda, en las que la obediencia al líder que interpreta el mensaje salvador puede ser comprensible, pero es un camino seguro hacia la irrelevancia en las fuerzas que se consideran ‘populares‘ y que, por ello, debieran sentirse mucho más obligadas a recoger lo que de verdad sienten y piensan sus electores. Lo que sucede con demasiada frecuencia es que sus dirigentes sustituyen los problemas que afectan a la gente por plantillas tecnocráticas en las que pretenden fundar la preferencia de sus electores, aunque lo que sucede las más de las veces es que quedan muy por debajo de lo que suponen su electorado ‘natural’.

Cuando los partidos de la derecha se cierran sobre sí mismos acaban por ser como un vehículo sin ventanas, de forma que se vuelven incapaces de encontrar las soluciones que les convendría ofrecer porque no escuchan a los que podrían ilustrarles y, como me decía ayer mismo uno de sus electores, incluso llegan a ignorar el listado de cuestiones que requerirían solución. La izquierda puede permitirse el lujo de politizar la existencia y escoger su agenda al gusto de sus gurús, pero la derecha se condena a la esterilidad cuando no sabe ser democrática, organizarse de abajo arriba y ser permeable en lugar de ser ‘dictatorial’. Si la derecha imita el proceder de la izquierda y se convierte en un partido de agitación lo único que se consigue es añadir la ineptitud a la esterilidad.

En la derecha se repite de forma muy equivocada la supuesta lección que se aprendió con la desaparición de la UCD, la simpleza de que los electores rechazan a las fuerzas divididas, y esa lectura ha hecho que los partidos de esa tendencia hayan tendido a ser meras plataformas alrededor del líder de ocasión. De esta forma se ha malbaratado un valor político que solo se consigue con un partido abierto, capilar, ‘popular’ de verdad y democrático. Sus dirigentes bien harían en tratar de averiguar por qué no suele bastar la oposición, por radical que sea, para ganar las elecciones de forma clara frente a gobiernos que una mayoría amplia estima como desastrosos.

Me parece que la razón está en lo que no dice la declaración de Olona, pero lo explica: que los dirigentes prefieren tener un recinto en el que nadie discuta su fingido carisma, en lugar de ser una organización democrática capaz de definir una política que recoja lo que tanta gente anhela y espera. El problema reside en que eso no puede hacerse sin que haya ciertos líos, eso que tanto espantaba a Rajoy, en que no se puede hacer nada sin un partido capaz de escuchar y de aprender, de hacer política, sin superar el temor a que se puedan airear cualesquiera asuntos internos, que, en la mayoría de los casos, no son sino cosas que interesaría que los electores conociesen para formar mejor su criterio y saber a quién entregan su voto.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro publicado es La virtud de la política (La Antorcha).

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