Atareados, tercos y decididos

Atareados, tercos, decididos. Hace unos años, la palabra clave para hablar del estado de ánimo de los profesores era "desconcierto". Nadie sabía muy bien dónde estaba, todo parecía un poco embarullado. Ahora no. La sensación general de las salas de profesores creo que se puede definir mejor con otros términos: atareados, porque, a pesar de que la gente a veces dice que los profesores no trabajamos, tenemos mucho trabajo, tanto, que a menudo no acabamos de sacárnoslo de encima. Tercos, porque con mucha frecuencia tenemos que tirar para adelante entre empujones que quisieran que fuésemos hacia la derecha o la izquierda, o incluso hacia atrás. Y, especialmente, con esperanza, con ganas, dispuestos a luchar.

Tenemos motivos para luchar. Nuestro trabajo, que no es fácil, se complica cada día. Ya sé que parece un tópico, y por ello querría convencer al lector con argumentos, con ejemplos. En primer lugar, los problemas de disciplina, de autoridad en las aulas. Quien estudió hace 15 o 20 años no puede imaginar cómo es un aula de las actuales. En efecto, los profesores tenemos que hacer grandes esfuerzos, a veces ineficaces, para mantener la disciplina, para controlar a los alumnos. Pero vivimos en el mundo en que vivimos; en nuestra sociedad impera el sentimiento extendido de que las normas sociales no es preciso obedecerlas.

Nuestros niños viven en un mundo donde es normal intentar engañar en la declaración de la renta, donde es normal aparcar en lugares donde no hay que aparcar, donde es normal circular más deprisa de lo que indica la señal... ¡Incluso la Policía no puede evitar que se convierta la plaza de Catalunya de Barcelona en un gran corral de exaltados! Si todos nosotros, cuando nos interesa o nos afecta, nos creemos con derecho a decir que las normas están mal hechas, y esto justifica que nos las saltemos, no debe extrañarnos que el otro día en clase mis alumnos quisieran poner a votación si tenían que hacer, o no, el ejercicio número cuatro de la página 32 del libro, tal y como yo les había mandado.

En segundo lugar, hay una disfunción muy grande entre lo que la sociedad quisiera que hiciésemos en la escuela y lo que la escuela debe hacer o puede hacer. Los institutos no pueden ser la solución a la crisis de la familia, la escuela no es el lugar en donde los chicos viven mientras sus padres trabajan. Los chicos deben vivir en su casa y tienen que ir al instituto cuando toca... Y no al revés. A menudo, de forma espontánea, buscamos en las escuelas la solución a los problemas que la sociedad no sabe resolver. Si comemos mal, resulta que el colesterol debe solucionarse en las escuelas; si fumamos, tenemos que enseñar a los niños el peligro del tabaco; si hay cambio climático, nosotros debemos educar... Parece que todo, especialmente todo aquello que no tiene solución, debe solucionarlo la escuela.

Debemos luchar, cada día, contra la propia concepción de lo que significa educar. Un poco lo que ocurre con los médicos, que se quejan, con razón, de que la gente confunde el derecho a tener una asistencia sanitaria con el derecho a la salud. La salud no es un derecho. Nadie puede tener derecho a tener salud, porque nadie puede garantizar la salud. Tenemos derecho, eso sí, a una asistencia sanitaria que pagamos entre todos.

Pues con la educación creo que pasa algo similar. A veces los profesores nos encontramos con alumnos que llegan al instituto y se sientan a esperar que los eduquemos. Y nos dicen: "Va, edúcame, que estoy esperando". Pero la educación es un trabajo activo, que solo aprovecha al que lo hace, no al que mira. Tenemos derecho a acceder a unos servicios educativos de calidad. Y los tenemos: quizás como nunca los habíamos tenido. Pero, incluso con el plato puesto en la mesa en el mejor restaurante, solo queda servido quien come, y, especialmente, quien digiere lo que ha comido.

A menudo no somos conscientes de que el derecho a la educación se convierte en la obligación de estudiar. Los alumnos de ESO no son libres de decidir si van o no al instituto: es obligatorio. Y tampoco pueden decidirlo sus padres: lo manda la ley. Educar es antinatural. Educar es aprender a ir contra nuestros impulsos primarios, es intentar convertir nuestros instintos en actos voluntarios. Educar es convertir la necesidad primaria y egoísta en necesidad secundaria y solidaria. Vivimos en un mundo de consumidores donde todo nos llama a satisfacer al instante nuestros caprichos, y el trabajo de los profesores consiste en convencer a unos chicos adolescentes que a menudo vale la pena resistirse a los impulsos primarios. Y además de educar, tenemos que enseñar. Aprender cuesta. No es fácil, no es inmediato, no es automático. No se aprende mirando documentales en la tele. Y, se lo aseguro, no se aprenden valores morales mirando el fútbol ni imitando la vida de nuestros héroes, es decir, de los deportistas.

Y la intervención de los políticos a veces es de juzgado de guardia. Sin ir más lejos, el famoso caso de la chica del velo en Girona. El padre amenazaba con no llevar a la niña a la escuela (es decir, ¡amenazaba con no cumplir la ley!) y los responsables de Educació cedieron al chantaje, echando a perder cientos de horas de trabajo de integración social de los educadores.

Pero somos tercos, ya lo decía. Seguimos luchando, y no es una palabra vacía. Trabajamos para ganarnos el sueldo, claro está, pero, principalmente, trabajamos porque creemos en nuestro trabajo.

Lluís Hernàndez, catedrático del IES Joan Coromines, de Pineda de Mar. Licenciado en Filología y doctor en Informática.

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