Atascados y a oscuras

El problema de Cataluña es el nacionalismo catalán. Ese nacionalismo de vocación modernizadora en sus orígenes que deviene una rémora. Ese nacionalismo que combina la afirmación heráldica con la cultura de la queja. Ese nacionalismo que se esfuerza en construir una sociedad diferente, pero no una sociedad mejor. Para entender qué ocurre hoy en Cataluña, para entender por qué ocurre, conviene detenerse en un nacionalismo que brinda un ejemplo -un mal ejemplo- de cómo conducir un territorio al atascadero. Después de bucear brevemente en la historia -ahí encontraremos la virtud y el vicio iniciales del nacionalismo catalán-, regresaremos al presente para constatar cómo la virtud inicial se transforma en vicio final y el vicio inicial continúa existiendo un siglo después.

En el año 1877, el Ayuntamiento de Barcelona convocó un premio al mejor estudio que tratara -por decirlo en el catalán prenormativo de la época- sobre Barcelona, son passat, son present y son porvenir. El primer premio fue para Antoni de Bofarull i de Brocà, un historiador y archivero relacionado con ese movimiento de recuperación de la cultura catalana -la lengua, la literatura, la historia, el folclore- que se conoce con el nombre de Renaixença. Para entendernos, una suerte de Romanticismo alemán -«el espejo de la nación» de Herder y «la frontera interior» de Fichte- pasado por el cedazo catalán. El proyecto de Bofarull -por cierto, escrito en castellano-, cuyo subtítulo era Barcelona, como Ave Fénix de la regeneración de Cataluña, giraba alrededor de tres ejes. En primer lugar, el autor señalaba que Barcelona debía alcanzar una masa demográfica crítica tal -cosa que se conseguiría absorbiendo los pueblos del entorno- que posibilitara su desarrollo económico. En segundo lugar, el autor indicaba que la ampliación del puerto de Barcelona era imprescindible para competir con el de Marsella y encauzar el comercio español con Oriente aprovechando la apertura del Canal de Suez. En tercer lugar, el autor reclamaba que la economía catalana se abriera a Europa a través de una línea de ferrocarril que uniera Barcelona y París. Gracias al proteccionismo económico de los gobiernos de la Restauración, a la repatriación de capitales coloniales después del desastre del 98, a los efectos positivos de la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial, a la inversión en infraestructuras del Directorio Civil de Primo de Rivera, a los esfuerzos de un empresariado emprendedor, al talante pactista de un catalanismo moderado que no renunciaba a intervenir positivamente en la política española, gracias a todo ello, la economía catalana -en la línea sugerida por Bofarull- se transformó e industrializó. La virtud de la modernización, decíamos. Pero, también, el vicio de la afirmación heráldica y el de la cultura de la queja. La afirmación heráldica: las Bases de Manresa de 1892 que hablan de la preeminencia de la legislación antigua catalana, de la lengua catalana como única oficial en Cataluña, de Cataluña como soberana de su gobierno interior. La cultura de la queja: el Tancament de Caixes de 1899 mediante el cual los comerciantes e industriales, con el beneplácito de las autoridades municipales, se niegan a pagar los impuestos mientras no se conceda el Concierto Económico a Cataluña. Ambas, se traducen en la marginación y exclusión de lo español y en un victimismo que atribuye la culpa de las frustraciones y fracasos de Cataluña -de los políticos nacionalistas catalanes, para ser exactos- a ese otro llamado España.

En los inicios del siglo XXI, la modernización brilla por su ausencia y el vicio brilla por su presencia. La modernización brilla por su ausencia, porque el empresario catalán de hoy ve limitadas sus iniciativas por unos políticos locales y regionales que tardan décadas -no es una exageración retórica- en ponerse de acuerdo sobre el trazado del AVE, la localización de la ampliación del aeropuerto del Prat, la instalación de la línea de muy alta tensión, o la construcción del cuarto cinturón y los túneles de Bracons y Horta. Y por si ello fuera poco, resulta que la Generalitat de Cataluña ni invierte en infraestructuras, ni ejerce con diligencia -a eso se llama negligencia- las competencias de inspección y sanción de servicios públicos que le otorgaba el Estatuto de 1979 y le sigue otorgando el de 2006. Pintoresco: exigen unas competencias que luego no ejercen. Eso debe ser la afirmación «nacional».

Pero, ni hacen, ni dejan hacer. Y, por supuesto -el vicio continúa brillando-, la culpa es siempre del Estado. El victimismo goza en Cataluña de una mala salud de hierro. El nacionalismo catalán -gobernante o no- necesita, hoy como ayer, inventarse un enemigo a quien atribuir todos los males. Cosa que ahora ocurre con el estado de unas infraestructuras que, con la inapreciable colaboración de Magdalena Álvarez, se explica gracias a la pésima gestión -un mal gestor no es un enemigo- de los gobiernos de Rodríguez Zapatero y Montilla. El victimismo tiene, en Cataluña, un valor añadido: el político no dimite, porque la responsabilidad es siempre de un «Madrid» centralista que se desarrolla a costa de una Cataluña fiscalmente explotada y en la cual el Estado nunca invierte lo que debería.

¿Cuál es la preocupación de los políticos catalanes con mando en plaza? En lugar de fomentar con empeño la calidad, la excelencia, la educación meritocrática, la investigación e innovación, la competitividad, el liderazgo directivo, las fusiones empresariales o el capital riesgo; en lugar de construir infraestructuras y enfrentarse a quien se opone a su construcción; en lugar de satisfacer las necesidades e intereses de un ciudadano que con frecuencia se ve obligado a moverse al margen de las prioridades oficiales; en lugar de eso, se pierde el tiempo elucubrando sobre la nación y la identidad catalanas, reivindicando unos derechos históricos preconstitucionales, encajando en España una Cataluña que ya está encajada desde hace siglos, obligando al etiquetado y rotulado en catalán, arrinconando el bilingüismo real de la población, fomentando el uso de unas energías alternativas que por sí solas no suplen a las convencionales.

En definitiva, la irresponsabilidad de unos políticos que han conducido a Cataluña al atascadero en el que hoy se encuentra. Y cuando el propósito de enmienda aparece, viene del brazo del oportunismo y la conservación del poder. Y aparece, culpando, otra vez, al Estado explotador. Lo curioso del caso es que esos políticos siempre dispuestos a cargar las culpas al Estado, no tienen ningún inconveniente cuando se trata de apoyar al Gobierno que hoy los maltrata. ¿Paradoja? ¿Contradicción? La clave está -otra vez- en el oportunismo. De un lado, el oportunismo de un nacionalismo catalán que, al plantear determinadas reivindicaciones imposibles de satisfacer en su totalidad, juega el papel de víctima. De otro lado, el oportunismo de un Gobierno que reafirma su autoridad por haber cedido únicamente a parte de las demandas. En definitiva, el interés mutuo. El rédito político obtenido por ambas partes. El historiador y archivero Antoni de Bofarull i de Brocà quería modernizar y desarrollar Cataluña. Sus herederos, en cambio, con el discurso identitario como excusa, están fundamentalmenteinteresados en el mantenimiento del poder. Su objetivo -más nación que gestión- no es tanto la construcción de una sociedad mejor, sino diferente. Mientras tanto nos tienen atascados y a oscuras.

Miquel Porta Perales, crítico y escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *