Atentado contra la libertad

La lucha por la libertad tiene un alto coste en vidas humanas y en sufrimiento. Aquellos que en Pakistán no están dispuestos a aceptar que la mayoría vote en favor de un régimen político democrático se han adelantado asesinando a la candidata que más posibilidades tenía de ganar las próximas elecciones. Lo sucedido es un desastre para su familia, sus correligionarios y para todo aquel que se sienta comprometido con la defensa de los valores universales que dan sentido a la democracia.

Benazir Bhutto era una mujer sobresaliente. Nació en el seno de una rica familia de terratenientes y su padre fue Presidente y Primer Ministro. Zulfikar Alí Bhutto fundó el Partido Popular, cuya jefatura asumió su hija tras su ahorcamiento, acusado de homicidio, en tiempos de otra dictadura militar. No fue el único miembro de la familia muerto en circunstancias especiales. Su hermano también murió asesinado. Educada en Harvard y Oxford, representaba el Pakistán abierto a la modernización y contrario a las tendencias islamistas que no han dejado de crecer en las últimas décadas. Fue Primera Ministra en dos ocasiones, siendo la primera mujer en llegar a tal responsabilidad en el conjunto del Islam.
La familia Bhutto está unida a escándalos de corrupción política. No hay ninguna razón para pensar que fueran inventados. Como políticos profesionales en una sociedad donde las exigencias éticas nunca han sido muy grandes, no dudaron en fortalecer su partido a través de acuerdos o recibiendo «ayudas» inaceptables. Sin embargo estas acusaciones encubrían algo más. Los Bhutto representaban unos valores o gobernaban de una manera que muchos rechazaban, en una sociedad muy polarizada entre los defensores de la tradición y los que promovían una modernización.

Benazir ha conocido la cárcel y el exilio en más de una ocasión. La democracia es planta que no acaba de enraizar en Pakistán, el territorio que fuera corazón del Raj, del Imperio Británico, de quién recibió un valioso legado jurídico y político. El porqué India es una vigorosa democracia y Pakistán padece una sucesión de elecciones y golpes militares es un enigma, en el que la hegemonía musulmana en este segundo país puede tener algo que ver. Su último retorno vino precedido de intensas y prolongadas maniobras diplomáticas.

El general Musharraf había situado a Pakistán en la posición de aliado de Estados Unidos en la guerra contra el islamismo. El hecho era relevante, puesto que Pakistán había sido un pilar del régimen talibán en Afganistán y, sobre todo, el centro neurálgico de la proliferación nuclear para animar la fabricación de «bombas islámicas» en distintos países. Musharraf logró una importantísima ayuda económica, además de apoyo diplomático, pero no por ello dejaba de ser un aliado incómodo. No es fácil defender una política de democratización aliándose con un dictador. Más aún cuando ni siquiera cumple los acuerdos suscritos. El ejército pakistaní ha permitido a talibanes y a miembros de al-Qaeda actuar con libertad en la zona fronteriza con Afganistán. La ayuda económica para modernizar las unidades militares implicadas en la persecución de estos grupos se ha difuminado. El reciente golpe contra la autonomía del Poder Judicial, expulsando del Tribunal Supremo a los magistrados más críticos contra la actuación gubernamental, ha sido la gota que ha colmado el vaso.

Estados Unidos ha venido presionando a Musharraf para que dirija la transición de la dictadura a la democracia, siendo el puente entre ambas situaciones políticas, reteniendo la Presidencia de la República. La clave del proceso residía en un pacto entre el general y Benazir Bhutto, que garantizara la estabilidad y reforzara el sesgo pro-occidental y anti-islamista del gobierno. Musharraf ya se ha asegurado su continuidad como Presidente, dejando atrás su cargo como jefe del Ejército. El 9 de enero Bhutto debía hacerse con la mayoría parlamentaria. El plan tenía sentido. Se reconducía la situación política y se garantizaba un gobierno que mantendría una firme posición en el combate contra el radicalismo. Sin embargo no ha sido posible.

El asesinato de Bhutto era un objetivo tan evidente como reconocido por los sectores islamistas. Era el flanco más débil del frente democrático. En Pakistán, un estado con más de ciento sesenta millones de habitantes y una geografía compleja, el liderazgo político no es algo que pueda improvisarse. El Partido Popular es un complejo entramado de alianzas y lealtades, gestado durante años por la familia Bhutto y sus principales aliados. Al asesinar a Benazir pocos días antes de celebrarse las elecciones parlamentarias se hace difícil resolver su sustitución y sólo el tiempo nos dirá si queda garantizada la pervivencia de ese partido como fuerza política de referencia. No sabemos qué medidas adoptará el Presidente, si se mantiene la fecha de los comicios o si opta por su suspensión.

De lo que no cabe duda es de la lógica estratégica de este magnicidio. Tenían que hacerlo. Lo intentaron cuando aterrizó y fallaron por poco. Ahora lo han conseguido. Para los sectores islamistas tanto la democratización como, sobre todo, la vuelta de Bhutto era algo inasumible. En su radicalismo fundamentalista asocian la práctica democrática con valores occidentales contrarios a la esencia del islam, del auténtico islam que sólo ellos comprenden y que sólo ellos pueden interpretar. El previsible reforzamiento de las relaciones con Estados Unidos y Europa era una amenaza a evitar antes de que fuera demasiado tarde. Sin Bhutto los partidos islamistas tienen más posibilidades de hacerse con el control del Parlamento y afrontar así su objetivo final: convertir Pakistán en un estado «realmente» islámico.

Las Fuerzas Armadas vuelven a ser la clave. Han dirigido campañas contra los radicales, pero de forma muy desigual. Su currículo pro-talibán y en favor de la proliferación nuclear no es garantía. Como tampoco lo son los estrechos vínculos de la inteligencia militar con los sectores más extremistas. No puede extrañar que dirigentes del Partido Popular hayan acusado al Ejército de lo ocurrido. No están negando la responsabilidad islamista, sólo subrayan la posible «autoría intelectual». De lo que no cabe duda es de que los enemigos de la libertad y de la democracia han ganado una importante batalla en uno de los escenarios más importantes.

Pakistán es el teatro de operaciones más peligroso en la Guerra contra el Islamismo. Reúne la letal combinación de una posición geográfica clave, inestabilidad política y armamento nuclear. Mantiene un viejo y delicado conflicto con India por sus fronteras definitivas. No olvidemos que Pakistán, el «país de los puros», se desgajó de India para ofrecer a los musulmanes un estado propio. Pero los musulmanes no son un territorio. La disputa por Cachemira es el núcleo de un problema que ha causado varias guerras y que puede originar en el futuro otra de carácter nuclear. La estabilidad de Afganistán depende de lo que haga el gobierno de Islamabad. Las declaraciones del presidente Karzai no dejan lugar a dudas sobre el mal estado de las relaciones bilaterales. Los dirigentes de Kabul están convencidos de la colaboración de la inteligencia militar pakistaní con las fuerzas talibanes. Pero elescenario que más preocupa es la llegada al poder de un gobierno islamista que, desde ese momento, tendría el control de la fuerza nuclear y del amplio catálogo de misiles recogidos en sus arsenales ¿Qué uso les darían? De entrada serviría de paraguas para promover el radicalismo por todas sus fronteras sin alto riesgo de ser atacados.

Lo único seguro es que hoy los demócratas de todo el mundo hemos sufrido un serio contratiempo y que sólo unidos podremos sortear los retos que nos plantea el radicalismo.

Florentino Portero, analista del Grupo de Estudios Estratégicos GEES.