Atentado en Damasco, otoño de 1113

A principios del siglo XII, Damasco estaba gobernada por un emir designado por el califa de Bagdad, pero el poder real se encontraba en manos del jefe de la guarnición militar de la ciudad, un turco selyuquí rudo y cojo que desempeñaba el puesto de atabeg, algo así como tutor del emir. La región se había visto agitada los últimos años por la llegada de los cruzados y la creación del Reino de Jerusalén, aunque esta zona de Siria se había librado de sus conquistas. Un viernes de otoño, por la mañana, las autoridades de Damasco asistieron, como era costumbre, a las ceremonias religiosas en la Gran Mezquita. Al acabar, se organizó un cortejo para cruzar el patio de las abluciones. Delante iba el jefe de la guardia turca, abriendo paso con las cimitarras y los puñales desenvainados, formando una espesa maleza. Detrás iba el emir, en actitud recogida, respondiendo a las muestras de respeto de los fieles. De pronto, de entre la multitud, un mendigo harapiento se acercó simulando pedir una limosna, pero lo cogió por la cintura y lo apuñaló por encima del ombligo. El atabeg se refugió entre los guardias, mientras el emir caía al suelo, sin que nadie pudiera ayudarle. A las pocas horas murió.

Se dijo que el atentado había sido obra de los Asesinos, una secta terrorífica que actuaba en la zona desde hacía años, pero la mayoría de los habitantes de la ciudad pensaban que el jefe de la guardia lo había hecho posible, porque era el principal beneficiario. Estaba integrada por fanáticos ismailíes, que luchaban contra los gobernantes turcos, sunníes ortodoxos, y ocasionalmente, también contra los cristianos. Su centro de operaciones era el castillo de Alamut, un verdadero nido de águilas inaccesible, situado en los montes Elburz, al norte del Irán. Sus miembros eran los fedayines, que practicaban la obediencia ciega al jefe, y se adiestraban para infiltrarse entre sus enemigos, vivir durante años como células durmientes, y actuar de forma contundente en cuanto recibían la orden, casi siempre inmolándose con sus víctimas. Se decía que tomaban hashish para cometer sus atentados, de ahí su nombre, Asesinos. Pero hay muchas leyendas sobre este grupo y no todo es cierto.

¿Cómo no pensar en los atentados de París del mes pasado al rememorar aquellos hechos? ¿Es posible que los grupos salafistas-yihadistas, esos extremistas partidarios de la violencia religiosa, vivan en nuestros días como si todavía estuviéramos en la época de las Cruzadas? Evidentemente, no. Una diferencia importante es que los terroristas de Al Qaida son sunníes, aunque tienen en común con aquellos que sus principales enemigos, y la mayoría de sus víctimas, son los propios musulmanes que no comparten sus ideas. No obstante, el recuerdo de las Cruzadas sigue vivo entre los árabes como una agresión incomprensible de un Occidente arrogante, que fue justamente doblegado por ello. Mucho ha llovido desde entonces, y la descolonización, la globalización actual y la marginalidad también han contribuido a incrementar este conflicto. Nadie tiene que sentirse culpable por ello, pero solo la prudencia y el respeto mutuo permitirán aproximar posiciones. Mientras tanto, los muyahidines de hoy piensan que algún día conseguirán su victoria, como Saladino entonces.

El sultán Saladino fue un general kurdo cuyo mérito principal fue unificar en la segunda mitad del siglo XII los territorios de Egipto, Siria, Irak y Yemen, mucho más que lo que el Estado Islámico ha conseguido hasta ahora. Sin embargo, ha pasado a la historia por reconquistar Jerusalén en el año 1187 y arrebatar a los cristianos la santa reliquia de la Vera Cruz.

Como gobernante, Saladino no fue un fanático de la religión. Convocó el Yihad, así, en masculino, pues, como dice el Corán, llamó a los fieles a seguir el camino del esfuerzo en la defensa de la fe y la justicia. Estaba firmemente convencido de que mientras los guerreros se ocupaban de la guerra el pueblo permanecía en paz. Fue un defensor de la paz, a su manera, y un enemigo de todos los extremistas. No tuvo piedad con los templarios, a los que quiso exterminar, pero al mismo tiempo permitió que los cristianos entraran en Jerusalén para celebrar sus cultos. También se enfrentó a los Asesinos, dirigidos en su tiempo por el siniestro Sinan, el viejo de la montaña. Sufrió varios atentados y se dice que les temía tanto que hacía derramar alrededor de su tienda cal y cenizas para que las pisadas descubrieran a los merodeadores. A pesar de tantas precauciones, no pudo evitar que una noche apareciera sobre su litera una torta envenenada con una nota amenazante. Finalmente optó por permitirles vivir en las montañas, siempre que cesaran en sus ataques.

Saladino murió en Damasco a los 55 años de edad de muerte natural, rodeado del respeto y la admiración de muchos gobernantes de su tiempo. Es posible que conociera unos versos del poeta ciego al-Ma’arri, un librepensador irónico que escribió: «Los habitantes de la Tierra se dividen en dos: los que tienen cabeza pero no religión, los que tienen religión pero no cabeza».

Francisco Ruiz Gómez, catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Castilla-La Mancha.

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