Atentos a Belarús

“Moscú no tiene intención de ocupar Belarús” declaró en febrero de 2017 el presidente bielorruso, Aliaksandr Lukashenka, tres días después de que Rusia instalara controles a lo largo de su frontera con el único país con el que tiene un Tratado de Unión. Esta afirmación se suma a las voces de alarma de expertos nacionales y algunos internacionales que sospechan de posibles planes de Moscú para derrocar a Lukashenka, valiéndose de organizaciones sociales fervientemente prorrusas, como asociaciones de veteranos o de cosacos, círculos de la Iglesia Ortodoxa, clubes militares, campamentos juveniles, etc. Todo ello da muestra de las preocupaciones que planean sobre la capital del país considerado el aliado más fiel de Moscú. Sin duda, las relaciones entre Rusia y Belarús nunca han estado exentas de desencuentros pero, desde la anexión de Crimea por Rusia que Minsk sigue sin reconocer, la distancia entre declaraciones y realidad ha ido creciendo de forma sostenida.

Esta nueva realidad se traduce, por ejemplo, en un deterioro significativo de las relaciones comerciales. En 2016, el volumen del comercio entre los dos países continúa con la tendencia marcada en 2015, que indica un descenso general del 62,7% comparado con 2012, el mejor año en la historia de sus intercambios bilaterales. A cambio del alineamiento político de Minsk con Moscú y para garantizar la seguridad del tránsito de sus productos energéticos por el territorio bielorruso hacia el mercado europeo, Rusia, de hecho, ha subvencionado con precios ventajosos la economía bielorrusa, en particular sus necesidades energéticas. Según cálculos de Reuters, los subsidios para la energía rusa a Belarús ascienden a unos tres mil millones de dólares por año, alrededor de un tercio de los ingresos del presupuesto estatal.

En general, el crecimiento económico de Belarús ha sufrido en 2016 por el descenso de los ingresos por exportación y la debilidad de la demanda interna. El Banco Mundial prevé que la economía seguirá en recesión en 2017. Esta mala situación económica empuja a Lukashenka a diversificar sus socios económicos para contrarrestar su profunda dependencia de Rusia. Tanto más cuanto que Rusia ha ido recortando sus exportaciones de petróleo a Belarús por la disputa entre las dos capitales acerca del precio del crudo que Minsk quiere rebajar y de los retrasos acumulados en los pagos. Lukashenka sabe que, si bien su vecino es mucho más poderoso, ambos se necesitan y su interdependencia es muy alta: Belarús, enclavado en el corazón de Europa, es un componente estratégico en la agenda de Moscú y su estabilidad tanto política como económica resulta esencial para el Kremlin. Es este relativo equilibrio de fuerzas con Rusia el que incita a Lukashenka a buscar vías diplomáticas y económicas alternativas para ampliar su margen de maniobra frente a Moscú. Y, desde la anexión de Crimea, esta política es cada vez más acentuada.

Lukashenka ansía tanto como Putin su continuidad en el poder y, tanto como él, teme la mera idea de una revolución de colores. Por ello, el argumento de la soberanía e independencia nacional puede ser un buen instrumento para una estrategia de supervivencia del régimen. Sería su principal activo frente a su población que muestra claras señales de cansancio ante el deterioro de la situación económica. Así, Lukashenka se ha resistido a planes militares rusos, como demostró en 2015 su rechazo a la instalación de una nueva base aérea en territorio bielorruso, cerca de la frontera con Ucrania. En Moscú, muchos analistas y políticos expresan su descontento y preocupación por los intentos de Minsk de desplegar una política exterior más multivectorial, en particular en sus relaciones con la Unión Europea y Estados Unidos. El hecho de que Lukashenka haya decidido permitir la entrada sin visado por cinco días a los ciudadanos de ochenta países o que Bruselas -que hasta hace bien poco se refería a Belarús como la “última dictadura de Europa”- haya doblado su ayuda bilateral en 2016 y levantado la mayoría de las sanciones contra Minsk, no ha pasado inadvertido en Moscú. Como tampoco el comentario de Lukashenka durante su encuentro con el encargado de Negocios de la embajada de Estados Unidos, en julio de 2016, al que declara que “no esconde” su interés por tener unas relaciones mutuamente beneficiosas con Washington porque su país, añadía, no tiene “obligaciones hacia otros estados que impedirían nuestra cooperación con Estados Unidos”.

Pero no solo la política exterior de Minsk despierta recelos en Rusia. Los potentes círculos nacionalistas rusos, medios electrónicos y prensa escrita, llevan tiempo atacando a Lukashenka o a su Gobierno por cualquier iniciativa que fomente la identidad bielorrusa, sea la cultura, la lengua o la historia. Inmediatamente se esgrime la acusación de discriminar a los rusohablantes (una aplastante mayoría en el país) y de hacer el juego a la oposición nacionalista. La percepción que subyace en estas incriminaciones es que Belarús, de hecho, es parte integrante del russkiy mir (mundo ruso), un concepto que plantea que lo ruso va más allá de las fronteras territoriales y abarca no solo el idioma o el origen sino también una identidad civilizacional compartida, construida sobre la historia y la proximidad. Y Belarús es vista como componente natural de este mundo. Durante muchos años, la sociedad bielorrusa parecía dar la razón a este enfoque, si bien el sustrato común era a todas luces más soviético que ruso. Pero la opinión pública ha empezado a cambiar y los acontecimientos en Ucrania han marcado un punto de inflexión.

La introducción de una nueva tasa para los que no trabajan a jornada completa, conocida como “ley contra los parásitos sociales”, ha echado a las calles de varias ciudades del país a miles de personas, en las manifestaciones de protesta más numerosas que se han visto en años. Pero los estudios de opinión muestran que, si bien el descontento por las condiciones materiales está creciendo y despertando deseos de cambios, los ciudadanos siguen valorando el statu quo actual. A pesar de estar bajo la influencia de los medios rusos (un 60% los sigue y confía en ellos), ya no consideran que la unión con Rusia sería la mejor opción, como ocurría años atrás. Una encuesta de opinión de junio de 2016 muestra que los bielorrusos quieren mantener su independencia: el 54% de los encuestados se declaran en contra de una unión con Rusia y el 24% a favor, cuando hace diez años esta opción era apoyada por la mayoría. En contraste, si en diciembre de 2015, el 53,5% de los encuestados apoyaba la integración con Rusia y el 25,1% la integración en la EU, en julio de 2016 la ratio ha pasado del 42% al 34%. Esta tendencia podría indicar, como sugiere Andrew Wilson, cierta disposición de los ciudadanos bielorrusos a cambiar el contrato social que tenían con Lukashenka por un contrato de seguridad.

Hace ya cierto tiempo que se especula sobre el deterioro de las relaciones entre Minsk y Moscú y sus consecuencias para la región y para la Unión Europea. Pero, esta vez, las cosas parecen ir más en serio. Conviene no perder de vista a Belarús.

Carmen Claudín, investigadora sénior asociada, CIDOB.

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