Atrapados en el Aleph

Vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano…”. Parece la descripción de lo que encontramos cada vez que accedemos a Facebook, pero no se preocupen, es sólo un fragmento de El Aleph de Jorge Luis Borges, cuento premonitorio de esta realidad paralela que son las redes sociales. O sí: preocúpense, porque sin la magia del genial cuentista, la prosaica acumulación de memes, frases y deyecciones que producen las redes es desalentadora.

Más allá de la sorpresa y de lo inenarrable —lo intolerable, diría Borges— de esa visión aglutinante del universo que contiene el Aleph, es que de alguna manera más bien sombría podemos decir que vivimos en él. En el cuento, el fatuo Carlos Argentino Daneri le participa al narrador que se propone “versificar” toda la redondez del planeta. Ante la desconfianza de su interlocutor el poeta se anima a confesar la fuente de su empresa: el descubrimiento de un punto donde permanecen sin posibilidad de confusión todos los lugares del mundo vistos desde distintos ángulos.

Anodinamente situado en el sótano de su comedor, continúa Carlos Argentino, lo descubrió siendo aún pequeño. Y a esta visión casi cataclísmica de la realidad se entregó con delicia e irresponsabilidad, como nosotros a esa esfera virtual de la vida en la que pasamos gran parte de nuestro tiempo y que constituye un mundo paralelo al de la realidad analógica, donde cruje el pan recién horneado y huele la tinta del periódico, y que discurre casi pacífica ante la desmesura de la otra. Cuando el personaje que nos cuenta la historia se enfrenta al Aleph queda tan aturdido por aquella visión del universo simultáneo que teme, al volver a la calle, que no le quede ya en el mundo una sola cosa capaz de sorprenderlo.

No es que lo que hasta el momento consideramos sin lugar a dudas “la realidad” haya perdido un átomo de su agitación y su potencia, como tampoco en el cuento de Borges la muerte de la mujer amada afecta al universo en su desdeñosa marcha incesante; es que el universo de las redes sociales acumula tanta información y lo hace a tal velocidad que no hay posibilidad de jerarquizarla, de desbrozar la paja del grano. Así, lo pueril y lo razonable, el espumarajo vitriólico y el mensaje amistoso, fluyen a la misma velocidad y ocupan el mismo espacio sin que nosotros, los consumidores de ese teletipo distópico, podamos hacer nada más que sucumbir ante el torrente al que contribuimos con infinitesimales aportes que van a la misma corriente de voces, proclamas, frases, refritos de noticias actuales y pasadas, vídeos de gatitos, agravios de todo tipo y memes de variopinta índole.

La comunidad virtual de la que formamos parte —unos dos mil millones— ha sido un paso natural de la conectividad que explotó en los años noventa. Pero también la banalidad de su uso. Me refiero a que como sociedad que siempre ha demandado mayor grado de injerencia en los asuntos que nos conciernen a todos apenas si hemos aprovechado esa posibilidad. Antes bien, el aporte a través de las redes sociales parece devolvernos a las épocas más oscuras de nuestra historia: insultos, amenazas, cierta inclinación a la horda y movimientos que tienden a un conservadurismo casposo.

¿Qué ha ocurrido? Me aventuro a pensar que, como en El Aleph, la visión de la realidad de forma simultánea e incesante nos desalienta y distorsiona no solo lo que leemos sino nuestras propias opiniones: somos muchos hablando al mismo tiempo y eso crea una realidad grotesca y sin alivio. Prueba de ello es que nos hemos encontrado en la necesidad de acuñar un término que oscila entre el cinismo y la indefensión para definir lo que nos ocurre en las redes: la posverdad, una manera de mentir por acumulación y distorsión. No otra cosa hace el poeta que quiere inventariar el mundo al completo en el cuento de Borges. Esa visión pavorosa del cosmos concurrente que pasa ante sus ojos hace llorar al narrador, desalentado. Quizá porque intuye que una verdad acumulativa solo produce una inmensa mentira. Esa en la que ahora mismo parecemos vivir.

Jorge Eduardo Benavides es escritor.

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