Atreverse a decir no

Lo que retrata a una sociedad no  es que el matemático ruso Gregori Perelman diga al Instituto Clay de Estados Unidos que se metan su premio de un millón de dólares donde les quepa y que le dejen tranquilo. Lo que nos retrata son la galería de argumentos, razones, explicaciones, deducciones, perversidades, hipótesis y mentiras que nos gastamos con tal de encontrarle algo oculto al tal Perelman, cuanto más humillante mejor, que nos facilite superar la irritación ante algo que nos sobrepasa. ¿Acaso hay algún lego capaz de explicar, no ya demostrar, la conjetura de Poincaré? Eso es lo de menos. Pero decir que no a un millón de dólares no puede tener en nuestra sociedad más que dos explicaciones. La primera y más obvia es la chaladura, pero es tan vulgar como razonamiento que no vale para gentes acostumbradas a encontrarle la tramoya a las cosas. Se necesita algo de mayor fundamento. Y quien busca encuentra. La venganza es la favorita. La venganza como manifestación del resentimiento. Dice no al millón de dólares porque en una ocasión, o en varias, etcétera, etcétera.

¡Vive con su madre! Uy, Freud asoma la cabeza. ¡No le admitieron en la Universidad de San Petersburgo! Conflicto típico con la burocracia académica. ¡Tiene una relación desdeñosa con el dinero! Algún problema de adicciones; al juego, o quizá al alcohol. Podríamos seguir así hasta el infinito, porque la miseria humana no tiene límite y nuestra exigencia de argumentos es tal, que provoca una ansiedad desvergonzada. Es el momento en que aparecen los teóricos del apaño: entienden que rechace el premio pero le ofrecen una oportunidad de utilizar el dinero en una causa justa o una necesidad apremiante. Hay tantas causas justas y tantas necesidades apremiantes. Es la línea que, una vez transitada, convierte al protagonista del rechazo en un tipo peligroso, en un asocial.

¿Puede una persona normal decir que se metan su puto dinero en el culo y que no le incordien? No. Entre otras cosas porque si fuera normal no le darían un premio como ese. Pero imaginemos que sí y que lo primero que ha pensado es en lo que está bullendo en su cabeza, lo que constituye de por sí una singularidad, y que no le apetece tener que plantearse darle las gracias al Instituto Clay - ya sea de Estados Unidos o de Islandia-,hacer los viajes de rigor, como premiado, dar las conferencias a que obliga el galardón. ¿Acaso no le han oído? ¡Ha dicho que no le molesten! ¿No es suficiente?

No lo es, porque si bastara con un argumento tan obvio nos cuestionaría la sociedad en la que vivimos. La educación nos enseña desde hace décadas que el objetivo de toda formación es vivir bien. Luego están las rarezas, pero el principio básico es ese. Y no existe otra garantía de ese buen vivir que tener dinero. Si no lo tienes, o no tienes lo suficiente, debes blindarte ante la inseguridad, y el único procedimiento conocido es el de empeñarte en seguros de pensiones que te otorguen la conciencia de que a pesar de no ser rico tienes tu vida asegurada. Esa es la condición que diferencia a un rico de quien no lo es. No puedes asegurar un trabajo, ni siquiera una profesión, pero sí puedes asegurar tu futuro, siempre y cuando no dejes de pagarlo en presente. Un mecanismo diabólico pero tan obvio que el más simple de los empleados bancarios te lo puede explicar y sonreírte.

La enseñanza no está pensada para aprender a vivir, sino para proporcionarte una manera de ganar el dinero suficiente para que puedas vivir. Por tanto, si alguien rechaza un millón de dólares tiene que tener una razón obvia para hacer tal disparate. Desprecia el dinero, porque tiene serios problemas mentales. O algo le ha ocurrido en el pasado que le condiciona a provocar el escándalo de rechazarlo.

O es aventamiento o es maldad. O las dos cosas. Lo único que no se considera es que sencillamente se la bufe el premio, el millón, el Instituto Clay, la fama, la gloria y todo lo que no sea lo que le interese, que por cierto nadie ha osado preguntarle, y que podría ser sencillamente nada. Vivir con su madre y soportarse a sí mismo, tarea ingrata por más ineludible que sea.

No sé desde cuándo, pero no hay ya literatura de formación. Y si la hay yo no la conozco. Me refiero a aquella literatura sobre la que se construyó la Ilustración, en el XVIII, y que tanto influjo tuvo en el romanticismo alemán y en otros, según la cual se estaban dando pautas para la creación de un individuo libre. Nada que ver con ñoñerías clericales ni tratados de urbanidad - por cierto, que si alguien preguntara a un estudiante hoy sobre qué es urbanidad, inevitablemente se referiría al urbanismo; el salto de urbanidad a urbanismo a lo mejor resume casi un siglo de civilización; perdimos la urbanidad y llegó el urbanismo-. Pienso en el Walden de Thoreau, por ejemplo, una antigualla. Hoy un libro así resultaría inquietante y no recomendable para jóvenes aspirantes a futuro plan de jubilación. Demasiada personalidad, y eso hoy en día no es bueno. Ni siquiera en los negocios. Las escuelas están pensadas para domeñarla.

De ahí el valor de un tipo como el matemático Gregori Perelman, de 43 años. Los matemáticos grandes suelen envejecer mal, les ocurre lo que a ciertos concertistas que se iniciaron como niños prodigio y a los que la exigencia social descoloca absolutamente. El caso de Glenn Gould podría ser un clásico, pero hay más. Por eso la gente adoraba al gran Rubinstein, porque hacía lo que ellos querían - eso sí, a unos precios de excepción-,pero la gente rica y culta está dispuesta desde siempre a pagar lo que sea menester. Un millón de dólares por ejemplo, pero no a que la rechacen. Eso les resulta insoportable y exige de los medios de comunicación, siempre atentos y serviciales, que demuestren como sea la paranoia o la maldad, pero sobre todo, que vulgaricen la provocación hasta hacerla verosímil. ¡Pobres vecinos de Perelman! Estarán hasta más arriba del gorro de soportar el acoso de los grandes reporteros y sus alcachofas mágicas. O quizá no, y para algunos sea la manera de obtener recursos y ocupar esos minutos de gloria mediática que forman parte de los nuevos derechos de la persona y del ciudadano.

El ejemplo de los músicos no esa humo de pajas. Es tan insólito encontrar a alguien que diga no al agasajo del poder - esa curiosa sumisión que nos resulta tan simpática, común y hasta conmovedora-,que el caso Jean Gillou ha sido acogido en Francia como lo hubiera sido aquí, con esa irritación desdeñosa que se empeña en buscar el motivo del rechazo en la humillación y la bajeza. ¡El viejo Gillou  es tan vanidoso que despreció la Legión de Honor! En el mundo de la música de órgano, y de la música en general, Jean Gillou ha sido más que una figura, casi una institución. Otro niño prodigio que a los 12 añitos ya era un genial concertista, y nada menos que de órgano. "¿A qué carajo vienen estos gilipollas a concederme la Legión de Honor, a mis 80 años, si tienen un desprecio absoluto hacia la música clásica, hacia mí, y hacia todo lo que puedo representar?". Más o menos esto debió de pensar, con el añadido de unas frases demoledoras sobre los gustos de la clase política, que siempre preferirá cualquier chiquilicuatre de la canción de moda antes que a un tipo que trabaja lo que Gillou denomina música inteligente.

Como hay muy escasos precedentes de desdeñar la gloria patriótica de la Legión de Honor, el asunto se ha tratado con esa discreción cómplice de los países con manías de grandeza. ¿Por cierto, quién rechazó durante el franquismo la medalla de Isabel la Católica o cualquiera de aquellos galardones que concedía el Régimen? Sé de quien los ha hecho desaparecer de su currículo. ¿Cómo hubieran reaccionado los medios de comunicación ante un rechazo? De manera muy parecida a la de ahora; habrían denunciado el afán de protagonismo, el resentimiento o las ganas de hacer la puñeta. En el fondo siempre late eso que ha sacado a flote el gesto del matemático Perelman. Decir que no es como una humillación para una sociedad complaciente. Nos pone en evidencia.

Gregorio Morán