Atreverse a pactar

Mucho se ha abominado en España del bipartidismo en los últimos tiempos. Su esperada implosión -confirmada en buena medida el 20-D- auguraba, a decir de bastantes, una nueva época de pactos y consensos plurales. Los resultados electorales menos concluyentes darían paso -como es común en otros países europeos- a un período en el que los partidos se verían impelidos a negociar y alcanzar acuerdos. Sin embargo, solo ocho días después del domingo electoral uno de los barones socialistas anticipaba ya con la mayor naturalidad, como escenario más probable, unas nuevas elecciones. Muchos se han sumado después al pronóstico. Nada raro si tenemos en cuenta que desde la mañana siguiente a los comicios el discurso de casi todos, en vez de avanzar propuestas para una eventual negociación, venía consistiendo en dispararse a degüello una batería de exclusiones y líneas rojas.

Quienes no compartíamos tanto entusiasmo por los supuestos efectos benéficos de la fragmentación política no estamos muy sorprendidos. Era algo ingenuo pensar que la aritmética electoral crearía, por sí misma, un incentivo suficiente para los pactos. Sería asumir, de entrada, que el contenido y el tono del debate político pueden cambiar de la noche a la mañana. Y no es fácil, como se está viendo, transitar desde una campaña áspera y maniquea, basada en antinomias elementales, disyuntivas binarias y apelaciones a lo esencial, a un escenario en el que las inercias de los partidos se reorientan hacia el acuerdo. Más difícil aún si esos rasgos de la campaña responden, en realidad, a atributos profundos de la cultura política que se expresan en nuestros modos habituales de deliberar e incluso en la propia configuración de nuestra esfera pública.

La permanente exhibición (un freudiano la llamaría narcisista) de las discrepancias políticas -desde la herencia recibida hasta el austericidio, pasando por las dialécticas nuevo/viejo o arriba/ abajo, las enfáticas promesas de derogación de leyes, las apelaciones esencialistas a la unidad del país o las simétricas descalificaciones por la corrupción- ha caracterizado el debate público de la España en crisis. Apenas ha quedado sitio para propuestas formuladas en positivo que nos permitan ahora reconocer algunos espacios para el acuerdo. Como dice en su último libro Daniel Innerarity, el desacuerdo en política goza de un prestigio exagerado y, además, la indignación lo ha puesto todo perdido de lugares comunes. Curiosamente, cuanto más se reduce el universo de lo que las ideologías pueden llevar de los principios a la práctica, con más ímpetu se gesticula para alardear de lo contrario.

En nuestro país, esa exteriorización del desacuerdo tiene su mejor tribuna en las tertulias radiadas y televisadas, convertidas -en expresión de Víctor Lapuente- en «sanedrines sacerdotales» cuya retórica grandilocuente y superficial ha ido ganando un espacio dominante en el debate público. La política-espectáculo se alimenta del combate y no del acuerdo. Y es curioso constatar cómo esa lógica combativa va evolucionando y adaptándose al contexto. Si antes de las elecciones la confrontación se nutría de proclamas de principios y de denuncias altisonantes, tras el 20-D tertulianos de todo pelaje, como transmutados en expertos en teoría de juegos y rational choice, dedican sus opiniones a la elucubración táctica, la conveniencia partidaria, las repercusiones internas de los pactos en los partidos y los cálculos de impacto en las clientelas. Nunca como estas semanas se está hablando tanto de micropolítica y tan poco de políticas. Y son justamente las políticas, mejor cuanto más concretas y pegadas al terreno, las que debieran aflorar en las negociaciones, nutrir las transacciones, alejar o acercar posiciones y hacer, o no, posibles los acuerdos.

No sabiendo hacer hacer bien otra cosa que lo que han hecho hasta ahora -es decir, moverse entre la exageración de la discrepancia y la táctica electoral-, los partidos se ven abocados a un juego nuevo que no dominan. Citando a Avishai Margalit, sugiere Innerarity que empecemos a valorarlos no por sus ideales sino por sus compromisos; por lo que están dispuestos a aceptar como suficiente, como segunda mejor opción. Porque -añade- en el fondo los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos. Es un buen consejo. En tiempos como estos, que exigen reformas, hay que explorar con ambición y valentía las vías del acuerdo. Harían bien nuestros políticos en buscar esos planes B que hagan posible entenderse, porque la repetición electoral querría decir que han hecho mal su trabajo. Desentenderse ahora de la gobernabilidad del país sería una irresponsabilidad imputable a todos, por la que antes o después les pasaríamos factura. O deberíamos pasársela.

Francisco Longo. Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de Esade.

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