Después de la revolución política que ha tenido lugar en las elecciones generales del 20-D, ¿sería imaginable un acuerdo político para la investidura y formación de un nuevo gobierno en España que no contemplara una respuesta a la cuestión social y a la lacra de la corrupción? Sin duda, no. De la misma forma, cualquier acuerdo para la nueva legislatura que no contemple una respuesta a la cuestión catalana sería un ejercicio de puro funambulismo político.
Sin embargo, mientras las dos primeras cuestiones están encima de la mesa de los negociadores de ese acuerdo, la tercera no parece ni siquiera estar en la agenda de la negociación. Es más, unos y otros la utilizan como coartada para llevar las aguas del acuerdo a su particular molino. Pero si finalmente no entra en la agenda, creo que no es una exageración decir que esta legislatura nacería amputada.
Hay tres problemas fundamentales que la nueva legislatura tiene que abordar si no quiere frustrar las ilusiones de la revolución de las urnas del 20-D. El primero es, sin duda, la cuestión social: el paro, la pobreza creciente (especialmente de niños, jóvenes y mujeres) y la desigualdad. Adam señaló que “ninguna sociedad puede prosperar si la mayoría de sus miembros son pobres y desdichados”. Tenemos que aplicarnos esa máxima. El segundo es la cuestión política de la corrupción. En parte es la espuma provocada por las aguas revueltas de la euforia económica inmobiliaria y del exceso de capitalismo concesional que tenemos. Pero ahora es necesario clarificar esas aguas. El tercer problema es la cuestión catalana.
A lo largo de estos últimos años he podido escuchar en boca de muchos líderes que la cuestión catalana es el principal problema político de España. Pero, si es así, ¿por qué hasta ahora ningún gobierno central ha tenido la valentía de dar una respuesta a esa cuestión? Hay dos razones.
La primera tiene que ver con la diferente forma de definir el problema catalán. El núcleo básico es la aspiración a un mejor autogobierno y a una financiación suficiente para cubrir los servicios fundamentales que presta la Generalitat, así como para afrontar las inversiones necesarias para el crecimiento económico. Esta aspiración es compartida por más del 80% de los catalanes. Sin embargo, muchas veces el problema catalán se identifica únicamente con aquella parte de votantes que piensan que el mejor camino para ese autogobierno sólo puede venir por la vía de la independencia.
La segunda tiene que ver con la dificultad para pensar la posibilidad real de la independencia. La mayor parte de los políticos españoles no cree que la independencia sea posible. De ahí que su respuesta se limite a una aplicación restrictiva de la ley, la utilización de la vía judicial y, en su caso, la amenaza penal. Es un error. De hecho, la suerte que han tenido los independentistas es que los demás no han dado credibilidad a lo que están haciendo.
En cierta ocasión, refiriéndose a la ceguera de las élites para ver lo que estaba ocurriendo en los años veinte, John Maynard Keynes señaló que “nunca ocurre lo imprevisto, sino lo no pensado”. Con la independencia de Catalunya puede suceder lo mismo. A fuerza de no creer en ella, un día los no creyentes se pueden encontrar con que unas elecciones en Catalunya arrojen un resultado en votos que haga imposible ya negar esa posibilidad.
La única manera de contener el avance del sentimiento independentista es dando respuesta al malestar existente. Es necesario dar un paso adelante. Esa respuesta puede ser de máximos (una ley de claridad a la canadiense o un referéndum a la escocesa) o de mínimos (atender las aspiraciones a un mejor autogobierno y financiación, compatibles con el encaje en España). Pero ha de producirse.
La falta de respuesta es lo que ha empujado a una parte del catalanismo y también del nacionalismo no soberanista hacia las aguas de la independencia. No deja de ser curioso observar como los grandes partidos españoles han sido cuidadosos en no molestar a los nacionalistas vascos y navarros pero no han tenido reparo en frustrar, y hasta humillar, las aspiraciones catalanas. Hay que volver a traer al catalanismo y al nacionalismo catalán a la vida política española. Conviene a todos. También al resto de autonomías de régimen común (todas menos la vasca y la navarra) que desde la democracia se han visto beneficiadas en la mejora de sus competencias y de su financiación por el empuje catalán hacia un mejor autogobierno.
Los negociadores del pacto de investidura tienen que tener en cuenta aquella observación de George Orwell cuando señaló que “ver lo que se tiene delante exige una lucha constante”. La cuestión catalana es un claro ejemplo de ello. Sólo atreviéndose a pensar lo impensable se podrá evitar.
Antón Costas, catedrático de Economía (UB).