Aung San Suu Kyi, los generales y Birmania

La dictadura birmana ha asestado un nuevo golpe al indigente país sobre el que lleva gobernando durante casi 50 años. El pasado viernes confirmó el encarcelamiento de la líder del movimiento por la democracia en el país: Aung San Suu Kyi. La semana pasada se escucharon los alegatos finales en el nuevo juicio que se celebra contra la líder de la oposición y Premio Nobel de la Paz, que se enfrenta a otros cinco años de detención si es condenada por haber roto los términos de su arresto domiciliario. El fallo del tribunal -favorable a la Junta Militar- se ha pospuesto hasta mediados de agosto.

La historia de Aung San Suu Kyi es tan conocida que apenas necesita repetirse. Cuenta ahora con 64 años y es la hija de quien fuera el primer líder de Birmania independiente. Su padre fue asesinado en los albores de la independencia, y ella se trasladó al extranjero a estudiar. Se graduó en India y después completó sus estudios en Oxford. Regresó temporalmente a Birmania, donde participó en movimientos por la democracia política. En las elecciones de 1990 dirigió un partido que arrasó en las urnas, con más del 80% del voto popular. Los generales suprimieron los resultados y arrestaron a Aung San Suu Kyi. Desde entonces ha permanecido privada de libertad, de su familia, de sus amigos, de ayuda económica y de cualquier contacto con la prensa o el mundo exterior. Pero desde su casa-prisión ha logrado componer discursos, artículos y libros, se ha ganado la admiración de todo el mundo civilizado, y ha sido galardonada con numerosas distinciones internacionales, incluido el Premio Nobel.

Los nuevos cargos por los que se la juzga ahora obedecen a los acontecimientos de mayo, cuando un ciudadano de Missouri (EEUU) eludió la seguridad cruzando a nado un lago que conducía a su casa para poder verla. Los abogados de Aung San Suu Kyi han argüido que las fuerzas de seguridad que supuestamente habían de vigilar la casa deberían tomar la responsabilidad por haber permitido que el hombre pasara. Pero el Gobierno dictatorial aduce que ella quebrantó las condiciones de arresto domiciliario al recibirle. «Confiamos en que ganaremos el caso si las cosas van de acuerdo con la ley», comentaba un abogado de la defensa a los periodistas.

El hecho de su heroica resistencia ha dado lugar a una situación curiosa, en la que la gente de fuera de Birmania tiende a idealizar el país, imaginando lo que éste podría llegar a conseguir si ella fuera libre y la líder de un nuevo Gobierno democrático. Si, por alguna extraña lógica, los generales terminaran absolviendo a la acusada, le concedieran la libertad, disolvieran la dictadura y declararan elecciones democráticas, ¿pensarían los devotos de Aung San Suu Kyi que había llegado la solución? Merece la pena recordar que se produjo una situación parecida en Pakistán hace muy poco tiempo. Se disolvió la dictadura militar, se convocaron elecciones libres, se liberó a los prisioneros, y se permitió a Benazir Bhutto volver del exilio. Las consecuencias todavía están presentes: Pakistán es probablemente hoy la nación más peligrosa e inestable del mundo.

En otras palabras, y a pesar de nuestra inalterada admiración por la acusada, el verdadero problema es la historia de Birmania. En torno a 1880, el país, que estaba bajo dominio británico, se convirtió en una extensión del imperio británico en la India. Los ingleses lograron pacificar el país, pero el lazo con la India permitió que miles de indios emigraran hacia territorio birmano. De hecho, hacia 1930, más de dos tercios de los habitantes de la capital, Rangún, eran de etnia india. Se convirtieron en la elite profesional y en los más adinerados hombres de negocios del país. Esto ayudó a la economía, pero también fue un signo del desinterés británico hacia la población birmana.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses ocuparon el país. Los resentidos líderes birmaneses empezaron a buscar en el exterior la inspiración para la lucha por la libertad. Un pequeño grupo de estudiantes birmanos, dirigidos por U Aung San (el padre de Suu Kyi) huyó del país, recibió entrenamiento militar de los nipones, y después se unió a los invasores bajo las siglas del Ejército Birmanés de Independencia (BIA). Más tarde cambiaron de aliados, y ayudaron a los británicos a echar a los japoneses en 1945. Por aquellas fechas, los británicos estaban preparando dar al país una medida de autogobierno. El grupo de Aung San, llamado entonces La Liga Popular Anti-Fascista por la Libertad (AFPFL), reclamó el reconocimiento inmediato como gobierno provisional. Después de una huelga nacional, los británicos aceptaron en 1947 entregar el poder a los de la AFPFL.

El acto central de la tragedia sucedió ese año. En julio, Aung San y su gabinete provisional, constituido por los principales grupos nacionales, se reunieron en una oficina en Rangún. Hombres armados en uniforme irrumpieron en el lugar y mataron a casi todos los asistentes, incluyendo a Aung San. Nadie ha descubierto aún quiénes fueron los responsables. La coalición nacionalista se desintegró, y se desencadenó una guerra civil.

Siendo yo un niño en aquellos días, recuerdo las alarmas nocturnas en Rangún, y cómo nos tendíamos en el suelo para evitar el peligro de las balas. El nuevo ministro de Finanzas, que vivía enfrente de nosotros, fue asesinado. Desintegrado el Gobierno, las guerrillas armadas tomaron el campo, los intereses comerciales huyeron del país, la economía se deterioró. Birmania había buscado la libertad, pero no había logrado nada más que ruina y caos. ¿Quién se encargaría del país?

El nuevo dirigente del país, U Nu, era un político demócrata que consiguió ganar las elecciones y traer algo de orden en los asuntos públicos. Pero el Gobierno controlaba muy poco del territorio. El orden lo mantenía el ejército, dirigido por el general Ne Win, un lugarteniente de Aung San y ahora comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. A veces, el ejército tenía que encargarse de tareas administrativas, porque el Estado no podía funcionar debidamente. Los generales culpaban al Gobierno del caos y la enorme corrupción. A primera hora de la mañana del 2 de marzo de 1962, tanques y unidades armadas leales a Ne Win entraron en Rangún, rodearon el Palacio del Gobierno, arrestaron a U Nu y todas las otras figuras políticas de mayor rango, e instalaron la dictadura militar que sobrevive hasta este día.

Los nuevos gobernantes intentaron tomar medidas radicales que creían resolverían los problemas. Nacionalizaron todas las grandes industrias, incluyendo los bancos. Expulsaron a más de 400.000 personas de etnia india. Después, desmantelaron las principales instituciones civiles. Abolieron el Parlamento, los tribunales, la policía, las universidades y la burocracia. En resumen, buscaron una solución militar más que política.

Al hacer todo eso, consiguieron aislar Birmania del resto del mundo. Incluso cambiaron su nombre tradicional por el de Myanmar, que alguien desempolvó del pasado medieval. Se excluyó a los turistas. El país, privado del comercio exterior y ayuda, se deterioró. Finalmente, en 1988, un levantamiento masivo en Rangún asustó a los generales y les obligó a considerar la alternativa de una democracia.

Se permitió que Aung San Suu Kyi y otros políticos hicieran campaña, y se convocaron elecciones en 1990. Pero cuando la victoria se inclinó hacia la Liga Nacional por la Democracia (NLD) de Aung San Suu Kyi, y los líderes del partido empezaron a hablar de llevar a los generales a juicio, el ejército se echó para atrás. La suerte estaba de su parte esta vez. Durante los años 90, la feroz guerra civil en el país llegaba a su fin. El Gobierno llegó a acuerdos con las fuerzas rebeldes comunistas y con otros grupos. Los generales habían alcanzado el éxito. Poco a poco, se restauró el turismo. ¿Pero qué pasaba con los problemas básicos del país?

La versión de los hechos que más circula en Occidente en estos momentos ve a Aung San Suu Kyi como el símbolo de la democracia y de los derechos humanos contra un régimen brutal que permite muy poca libertad política. Pero esta versión es correcta sólo hasta cierto punto y la idealización de la dirigente opositora es, por supuesto, ingenua. Birmania ha estado en guerra, incluida la civil, durante 70 años; sus jóvenes han vivido en una sociedad de permanente violencia; todavía hay varias guerrillas armadas activas; y el uso de armas es universal. Además, los diversos grupos étnicos nunca han aprendido a vivir en un Estado unificado. Sumemos esta situación a los problemas económicos del país. Resulta obvio que la democracia por sí misma no es una solución automática.

Y Aung San Suu Kyi por ella misma es más un símbolo de esperanza que una esperanza tangible y real. Los políticos de Occidente deben pensar en Birmania partiendo del conocimiento de los hechos, y no del liberalismo fácil.

Henry Kamen, historiador británico. Su último libro publicado es El enigma del Escorial, Espasa Calpe, 2009.