Aunque en rigor no es mejor / por ser mayor o menor...
En una viñeta del simpar Chumy Chúmez, un minúsculo agricultor algo giboso, de la era de la pertinaz sequía nacional, recorría con su jumento un inmenso campo desierto de la árida meseta, y el animal se volvía hacia su amo para recriminarle: «No sé cuándo vas a aprender a no hacerte ilusiones con las elecciones presidenciales americanas». La boina, calada hasta las cejas, impedía al lector observar el gesto con el que el empecinado campesino recibía la advertencia, porque incluso la dictadura estaba en el bloque liderado por los Estados Unidos (aunque fuera en su zona vergonzante), y por lo tanto la elección de un candidato u otro podía despertar o abortar las esperanzas de unos españoles que vivían la campaña como un sueño en el que ellos, que no votaban ni en esas elecciones ni en ningunas otras, participaban en la cosa pública.
La prueba de lo mucho que hemos mejorado desde entonces es que hoy día ChatGPT podría hacernos el mismo reproche que al labriego de la viñeta mientras recorremos el páramo recalentado de la opinión publicada, pero por una razón totalmente diferente. Y es que ahora podemos ver en la campaña para las próximas elecciones estadounidenses un reflejo del fenómeno que también domina nuestra vida electoral: la fragmentación de las mayorías. Quienes cantan entusiastas alabanzas a la gran esperanza blanca del Partido Demócrata, que sin embargo resulta ser la gran esperanza negra (así se apodaba al boxeador Jack Johnson, el primer hombre de color que se coronó campeón de los pesos pesados), se basan únicamente en los datos demoscópicos. Quiero decir que no valoran el proyecto de un partido o la credibilidad de las políticas incluidas en el programa de Kamala Harris, sino principalmente el hecho de que su imagen pública parece haber despertado las simpatías de tres de las minorías entre las que se reparten sus posibles votantes: la afroamericana, la asiática y la feminista. El candidato que se le opone es su bestia negra, aunque en este caso podría tomar el nietzscheano apodo de «bestia rubia». Y, si bien el ex presidente Trump a menudo se presenta como heraldo de una supuesta mayoría republicana, en realidad es otro recolector de minorías descontentas de todos los colores, aunque entre ellas destaca la de la clase media blanca de ciertas regiones desindustrializadas que hoy ha visto mermado su bienestar. La contienda tiene todos los rasgos de un enfrentamiento entre bandos irreconciliables en el que, como en el ajedrez, las fichas blancas sólo pueden ganar si pierden las negras, y viceversa.
Hemos visto algo parecido en las últimas legislativas de Francia, en las que el enfrentamiento que divide al país ha estado protagonizado por el populismo nacionalista de Marine Le Pen, de una parte; y una coalición de minorías no menos demagógicas ni menos extremistas, sólo coyunturalmente avenidas por la expectativa de alcanzar el poder, de la otra. Y lo vemos a diario en nuestro país, donde la derecha se ha fragmentado y descarriado por el extremo, mientras el bando que se autoproclama «progresista» -llamar «izquierda» a una ensalada de nacionalistas y populistas sería una hipérbole- es un rosario de intereses divergentes, contrapuestos o incompatibles sólo compactados por la necesidad perentoria de impedir que llegue al Gobierno el partido que obtuvo mayor número de escaños en las últimas elecciones.
Pero este fenómeno no ha de interpretarse como un destino fatal al que nos condena el signo de los tiempos, ni mucho menos como una sana evolución del pluralismo político, sino como el resultado de una estrategia bien conocida desde la antigüedad en el terreno militar -divide et impera-, que actúa inoculando en la ciudadanía el bacilo de la identidad, la bacteria que mejor neutraliza las libertades y derechos civiles, porque retira a quienes la sufren la condición de individuos y los convierte en ejemplares indiferenciados de un colectivo definido únicamente por su radical hostilidad hacia otra identidad antagónica. Antaño, burgueses contra proletarios; hoy, catalanes contra españoles, varones contra mujeres, negros contra blancos, progresistas contra ultraderechistas, nacionales contra extranjeros, transgénero contra cisgénero, élites depredadoras contra ecoactivistas y, en definitiva (y esto es lo peor de todo), buenos contra malos, o sea, nosotros contra ellos.
Es indiscutible el rendimiento que este proceder procura a efectos de alcanzar el poder o mantenerse en él, pero no lo son menos la erosión que causa en el tejido institucional y el modo en que tritura el interés general. Nada tiene de malo pertenecer a una minoría (será difícil encontrar a alguien que no tenga esa pertenencia), siempre que no sea la de los mafiosos o la de los terroristas, sino una minoría respetable y digna de ser atendida, como la de los farmacéuticos, los enfermos de ELA o las familias numerosas. Tampoco es vergonzoso, con las mismas salvedades, formar parte de una mayoría. Pero, así como el interés general no es la suma de muchos intereses particulares (pues estos últimos serán siempre, por naturaleza, diferentes y opuestos), la mayoría social políticamente relevante no es la suma de muchas minorías. De hecho, cuando los comicios producen una mayoría amplia, de esas que entre nosotros llamamos «absolutas» (las que permiten, por ejemplo, aprobar unos Presupuestos sin desfigurar un proyecto político), esto ocurre porque el partido vencedor no cuenta únicamente con los votos de sus clientes habituales o sus simpatizantes cautivos, sino porque un número significativo de electores no estabulados, simpatizantes de otras formaciones o inclinados al abstencionismo -en cuanto individuos libres, y no como miembros de un colectivo identitariamente marcado- han respaldado su proyecto.
Este tipo de mayorías es lo que más se aproxima empíricamente al ideal jurídico del «interés general», y constituye la escenificación más sintomática de aquello que une a los ciudadanos de un país, del mismo modo que la fragmentación de las mayorías en minorías enfrentadas es una figura de lo que los separa. Y por ello esas coyunturas mayoritarias suelen ir asociadas -como preludio o como consecuencia- a grandes acuerdos de Estado entre quienes piensan de forma diferente. Se diría que quien gobierna un país, o quien aspira a hacerlo, precisamente por venir obligado por mandato constitucional a servir al interés público (y no, como los artistas acomodados, a los intereses de su público), debería aplicarse a reforzar lo que «hace país», es decir, los lazos que vinculan a unos ciudadanos con otros más allá de sus señas de identidad, pertenencia o preferencia, y a desactivar en la medida de lo posible lo que los separa o los enfrenta.
No digo que esto sea fácil, y comprendo que es difícil cuando la atención al interés público puede perjudicar el interés personal o partidista; digo sólo que es lo debido, y a menudo ocurre que cumplir con el deber es ingrato. Y digo también que es imposible alimentar lo que une a los ciudadanos de un país cuando quien gobierna ese país depende para seguir haciéndolo, precisamente, de aquellos que aborrecen la unidad, promueven la separación y viven muy cómodamente del enfrentamiento. Pero me pregunto, quizá como lo hacía el labriego de la viñeta, si eso nos obliga a renunciar a hacernos ilusiones a propósito de las elecciones, aunque no sean americanas.
José Luis Pardo es filósofo y ensayista, es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.