Por Sergio Ramírez, escritor nicaragüense (EL PAÍS, 06/04/06):
"Aunque usted no lo crea, por Ripley". Banalidades para el asombro que nos acompañaron desde la infancia en los periódicos, al lado de las tiras cómicas y los crucigramas: todo lo inusitado, lo que rompía la lógica, lo que era de extrañar; desde la estatura descomunal de una persona a su longeva edad, más terneros de dos cabezas, una papa de una arroba de peso, el silbido más prolongado del mundo, alguien capaz de dormir una semana continua, o comerse cien hamburguesas, o el faquir con más horas sin comer.
Hoy, no se trata de Robert Ripley, el eterno viajante que comenzó a acumular su interminable listado de proezas y rarezas desde el año 1917 hasta su muerte. Ripley es una cadena de tiendas de Chile, que vende ropa juvenil, y que el mes pasado hizo publicar en los diarios de Santiago un lujoso catálogo donde se enseñan jeans de afamadas marcas internacionales, para hombres y mujeres. Nada de raro hasta aquí que sea digno del otro Ripley. Sólo que el catálogo venía ilustrado con fotografías de modelos en poses de tortura. En Chile, donde la historia y calidad de las torturas fueron dignas de Ripley.
Tengo a la vista el catálogo. Tres efigies de jóvenes encapuchados, dos mujeres y un hombre, miran hacia lo alto donde asoman colgando gruesas cuerdas con un lazo capaz de sostener las muñecas de un ser humano. En la siguiente las cuerdas han recibido uso. En primer plano cuelgan las extremidades de una efigie masculina; muy atrás vuela, como en trapecio, una efigie femenina amarrada de las manos, y a la derecha, otra vez en primer plano, nos hallamos con la figura desafiante, y por supuesto bella, de una mujer que parodia la arrogancia cruel de los torturadores mientras cumplen su oficio.
En la siguiente, una pareja, hombre y mujer, que cuelga del artesonado del techo encadenados patas arriba, se toman de las manos sin que podamos ver sus rostros porque quedan cortados fuera del marco de la foto. Hay otra en que tres efigies cuelgan de una sola mano en pose de descoyuntados, mientras detrás brilla potente la luz de un foco de aquellos preferidos por los interrogadores. El foco que nunca se apagaba.
Y hay mucho más. Pero en todas las fotos el ambiente que los artistas de la publicidad han querido conseguir es el de la lobreguez y el desamparo de las celdas soterradas, aquellas de donde tantos no lograron nunca salir. Paredes húmedas, ambiente fétido, luz artificial Y por supuesto, todos los modelos del catálogo visten de jeans. Rotos, desteñidos, estrafalarios, como quiere la moda.
Vi por primera vez estas fotografías cuando asistí recientemente a un encuentro sobre cultura y política en América Latina organizado por la Universidad de Miami, y la doctora Rossana Reguillo, del Instituto de Estudios Superiores de Occidente, de México, las hizo circular alrededor de la mesa del debate para ilustrar su ponencia sobre la cultura del miedo, una presentación, por demás, fascinante. Hoy, las he cazado en la Red para bajarlas a mi pantalla.
El miedo. ¿Qué se ha roto en todos nosotros a la vuelta del nuevo milenio, o cuáles son las cuerdas maestras que otros tratan de romper en nosotros? Bajo el reinado de la propaganda, cuando todas las aguas deben ir a dar al río insaciable del marketing, los gurús de la publicidad, que sacan lustre a sus cerebros para proponer a sus clientes las ideas que parezcan más atrevidas, descienden hacia nuestros instintos más profundos, y no hay otro instinto más primigenio que el miedo. Buscan trastocar esos instintos y clonarlos. Darles otro sentido, o hacer que parezcan inofensivos.
El miedo a la tortura. A ser colgado de los pies, al palo de arará, pies y manos juntos, al balanceo infernal del cuerpo que pende de cadenas, al chuzazo eléctrico en las costillas, a la tenaza en los testículos, las quemaduras con cigarrillos encendidos en los pechos, a la penetración con tubos de hierro, a la luz candente de los focos que deslumbran hasta la ceguera. En las fotos del catálogo de ropa exclusiva, que brillan con el lustre del papel satinado en sus colores sombríos, el miedo nos desafía en su pretensión de volverse banal. No es la tortura como un hecho de la historia que aún supura sus terrores como una herida mal curada, sino una sombra vana y mentirosa. Recuerdos inofensivos, o sombras de la imaginación.
El ser humano se halla cada vez más solo y la publicidad va a cazarlo en su cueva para presentarle un mundo diferente al mundo real, el que está en la historia pasada y no deja de estar nunca en las posibilidades de la historia presente. Hay que vestirse con osadía, como los figurines que cuelgan de cabeza de las cadenas en los sótanos policiacos. Ellos son la parodia de salón de los torturados verdaderos, y la capucha a la que solían poner cal viva es sólo un adorno de pasarela, como los potros, las picanas, los fuetes, las salas de dentistería para taladrar dientes en vivo, son sólo un decorado.
Los catálogos fueron retirados de circulación por la cadena de tiendas ante la avalancha de protestas de las organizaciones de derechos humanos, pero a lo mejor era algo previsto en la estrategia publicitaria. Un tratamiento de choque, un golpe de corriente como el de las picanas eléctricas de las salas de tortura y luego las fotos desaparecen de los ojos de todos dejando su recuerdo perverso. Y el recuerdo de una marca de jeans.