Austeras ilusiones

La doctrina que dicta que se debe imprimir dolor en el presente con el fin de recibir un beneficio futuro tiene una larga historia, misma que se remonta a Adam Smith y su exaltación de la “parsimonia”. Esta doctrina es especialmente vociferante en “tiempos difíciles”. En el año 1930, el presidente estadounidense Herbert Hoover recibió el siguiente consejo de Andrew Mellon, su secretario del Tesoro: “Liquide a los trabajadores, liquide las acciones en la bolsa, liquide a los agricultores, liquide los bienes raíces. Esto purgará la podredumbre del sistema… Las personas... vivirán una vida más moral... y las personas emprendedoras recogerán la chatarra dejada por las personas menos competentes”.

Para los “liquidacionistas” de la calaña de Mellon, la economía antes del año 2008 estaba llena de tumores cancerosos – en la banca, en el mercado de la vivienda, en las acciones de renta variable – los cuales tenían que ser eliminados antes de que se pueda restaurar la salud. Su posición es clara: el Estado es un parásito, que chupa la sangre vital de la libre empresa. Las economías naturalmente gravitan hacia un equilibrio de pleno empleo, y, después de una conmoción, lo logran con bastante rapidez si no se lo impidiese la acción gubernamental mal guiada. Es por esta razón que se oponen ferozmente al intervencionismo keynesiano.

La herejía de Keynes fue negar la existencia de tales fuerzas naturales, al menos en el corto plazo. Este fue el punto de su famosa frase: “En el largo plazo todos estaremos muertos”. Las economías, según lo que Keynes creía, pueden atorarse en períodos prolongados de “equilibrio de subempleo”; en tales casos, se hace necesario que ellas reciban un estímulo externo de algún tipo para aguijonearlas enérgicamente y que puedan regresar a niveles de mayor empleo.

En pocas palabras, Keynes creía que no todos podemos abrirnos camino hacia el crecimiento, al mismo tiempo. Creer lo contrario es cometer la “falacia de composición”, Lo que es cierto para las partes no es cierto para el todo. Si toda Europa está realizando recortes, el Reino Unido no puede crecer; y si el mundo está realizando recortes, el crecimiento mundial se detendrá.

En estas circunstancias, la austeridad es exactamente lo contrario de lo que se necesita. Un gobierno no puede liquidar su déficit si la fuente de sus ingresos, el ingreso nacional, es cada vez menor. Es la reducción del déficit, no la deuda, la que está causando derroches, porque implica el desperdicio de capital humano y físico disponible, además de la miseria resultante.

Los defensores de la austeridad se basan en un – y solamente en un – argumento: Si la contracción fiscal es parte de un programa de “consolidación” creíble que tiene como objetivo reducir de forma permanente la participación del gobierno en el PIB, las expectativas de las empresas se verán alentadas por la perspectiva de menores impuestos y mayores ganancias, de manera que la expansión económica resultante compensará de sobre manera la contracción de la demanda causada por los recortes en el gasto público. El economista Paul Krugman llama a esto el “hada de la confianza”.

El argumento a favor de la austeridad es simplemente una afirmación pura, sin embargo, esta afirmación debería ser verificable; por esto, los econometristas se han mantenido ocupados tratando de demostrar que cuando el gobierno gasta menos, la economía crece más rápido. De hecho, sólo uno o dos años atrás, el concepto de “la contracción fiscal expansiva” se puso de moda y se canalizaron grandes esfuerzos de investigación hacia probar su existencia.

Los economistas llegaron a algunas correlaciones sorprendentes. Por ejemplo, “un aumento en el tamaño del gobierno en diez puntos porcentuales se asocia con una tasa de 0,5 a 1% de reducción en el crecimiento anual”. En abril de 2010, el líder de esta línea de pensamiento, Alberto Alesina de la Universidad de Harvard, aseguró a los ministros europeos de finanzas que “incluso reducciones muy agudas en los déficits presupuestarios fueron acompañadas y fueron seguidas de manera inmediata por un crecimiento sostenido en lugar de ser seguidas por recesiones, incluso en el muy corto plazo”.

Sin embargo, dos falacias viciaron las “pruebas” ofrecidas por Alesina y otros. En primer lugar, debido a que los recortes tenían que ser “creíbles” – es decir, grandes y decisivos – la ausencia continuada de crecimiento podría ser atribuida a la insuficiencia de recortes. Por lo tanto, la incapacidad de Europa para recuperarse “inmediatamente” se atribuyó a la falta de austeridad, a pesar de que la reducción de personal en el sector público ha llegado a un nivel sin precedentes.

En segundo lugar, los investigadores cometieron el archiconocido error estadístico de confundir la correlación con la causalidad. Si usted encuentra una correlación entre la reducción del déficit y el crecimiento, la reducción podría ser la causa del crecimiento o viceversa. (O ambos, la reducción del déficit y el crecimiento, podrían deberse a otra cosa – devaluación de la moneda o aumento de las exportaciones, por ejemplo.)

Un documento del Fondo Monetario Internacional del año 2012 desbarató el momento de gloria de Alesina. Revisando el mismo material que Alesina revisó, los autores señalaron que “si bien es plausible la conjetura de que los efectos de la confianza han desempeñado un papel en nuestra muestra de consolidaciones, parece que durante las crisis dichos efectos de la confianza nunca fueron lo suficientemente fuertes como para hacer que las consolidaciones sean expansivas”. La contracción fiscal es contractiva, y punto final.

Un ejemplo aún más espectacular de un error estadístico y prestidigitación es la afirmación ampliamente citada de los economistas de Harvard Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff sobre que el crecimiento de los países disminuye drásticamente cuando su ratio deuda/PIB supera el 90%. Este resultado refleja la masiva sobrevaloración de un país en su muestra, y en su estudio también se podía ver la misma confusión entre correlación y causalidad que se ve en el trabajo de Alesina: los altos niveles de deuda pueden provocar la falta de crecimiento, o la falta de crecimiento puede causar altos niveles de deuda.

Sobre estos cimientos de economías zombies e investigaciones desprolijas se basa la argumentación a favor de la austeridad. De hecho, los impulsores de la austeridad en el Reino Unido y Europa con frecuencia citan los resultados alcanzados por Alesina y Reinhart/Rogoff.

Los resultados de austeridad han sido lo que cualquier keynesiano hubiera esperado: casi ningún crecimiento en el Reino Unido y la eurozona durante los últimos dos años y medio, y grandes descensos en algunos países, una pequeña reducción de los déficits públicos, a pesar de haberse realizado grandes recortes en el gasto, y deudas nacionales más altas.

Otras dos consecuencias de la austeridad no reciben tanta atención. En primer lugar, el desempleo prolongado no destruye sólo la producción actual, sino que también la producción potencial al erosionar el “capital humano” de los desempleados. En segundo lugar, las políticas de austeridad han afectado a los que están en la parte inferior de la distribución del ingreso con mucha más gravedad de lo que afectaron a quienes se encuentran en la parte superior, simplemente porque los de arriba dependen mucho menos de los servicios públicos.

Es por estas razones que vamos a permanecer en un estado de “equilibrio de subempleo” hasta que se cambien las políticas en el Reino Unido y la eurozona (y asumiendo que la política en los EE.UU. no vaya a empeorar). A pesar del clamor de los consejos que llegan desde las filas derechistas en cuanto a realizar recortes aún más salvajes, los estadistas que son demasiado tímidos para aumentar el gasto público actuarían con mucha sabiduría si hacen caso omiso a dichos consejos.

Robert Skidelsky, miembro de la Cámara de los Lores, profesor emérito Economía Política, Univ. Warwick.

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