Austeridad sí. Pero para todos

Poco, por no decir nada, nuevo en el programa electoral del PP. Predecible todo él: desde la no negociación con ETA al fomento del ahorro, pasando por el apoyo a los planes de pensiones, la bajada de impuestos a las Pymes, el respaldo al derecho a la vida, la homogeneización de los sueldos de altos cargos elegidos, la simplificación de los contratos laborales, la reducción de los tramos del impuesto sobre la renta o el cambio en la elección de los magistrados del Tribunal Supremo. Todo ello viene pidiéndolo el PP desde hace años, sin que desde el Ejecutivo ni, todo hay que decirlo, desde la calle se le hiciera mucho caso. Ahora hay que hacérselo porque es el programa del que muy posiblemente será próximo Gobierno. Son ideas generales del pensamiento de centro-derecha tras el despilfarro socialista de los últimos años, que, además, se ajustan al ánimo que reina hoy en Europa y a lo que Bruselas nos reclama. En este sentido, parece una vuelta al sentido común —no se puede gastar más de lo que se gana—, que tan en falta se ha echado en la etapa a punto de terminar.

Se le puede acusar de poco conciso en los detalles. Todo el programa exuda un mensaje de contención, al tiempo que intenta asegurarnos que no se recortarán los capítulos más esenciales, como la sanidad, la educación y el apoyo a los más desfavorecidos, con los parados a la cabeza de ellos. Pero mientras que el candidato del PSOE quiere ayudarles con «nuevos impuestos a los ricos», una frase que siempre suena bien, en especial en tiempo de elecciones, el del PP quiere hacerlo fomentando la economía, bajando los impuestos a las empresas e incluso animando a los parados a que se conviertan en pequeños empresarios o en trabajadores por su cuenta, con las facilidades que se les dan para ello. Pero, repito, sin llegar a concretar, algo que puede entenderse, pues al menor descuido, a la más mínima señal de que van a recortar los «sagrados derechos de los trabajadores» o a «apoyar a los potentados», sus rivales se lanzarán sobre ellos como un lobo hambriento ante un pedazo de carne. Es la última bala que les queda, y ni siquiera está en su recámara. Pues cada vez que Rubalcaba dice: «Voy a subir los impuestos a los ricos para crear empleo», lo primero que piensan los españoles es: «¿Por qué no lo ha hecho usted antes, cuando estaba en el Gobierno, como vicepresidente incluso?»

Puestas así las cosas, la campaña se nos presenta como un pulso entre los que no quieren decir todo lo que van a hacer cuando gobiernen y los que tratan de arrancarles por todos los medios las medidas desagradables que tendrán obligatoriamente que tomar cuando lo hagan, al exigírselo las circunstancias, como se lo han exigido a ellos.

Que el próximo Gobierno tendrá que ir más allá de esas líneas generales y hasta cierto modo autocomplacientes que ha diseñado el partido popular para su programa electoral no cabe la menor duda. La incógnita es si el pueblo español las aceptará o tendremos una auténtica revuelta popular contra ellas, que les impidan alcanzar sus objetivos de estabilidad y relanzamiento económico. Es lo que teme mucha gente, no solo dentro de España, sino también fuera, pues ya hemos comprobado lo interrelacionadas que están las economías. Piensen en los problemas que estamos teniendo con Grecia, y eso que su volumen es un quinto que el de España.

Mi respuesta a esta pregunta puede sorprender a muchos —por lo insólita— y ofender a algunos, si se lo toman personalmente: no habrá levantamiento popular, incluso puede no ser traumático, a poco que se hagan bien las cosas. Seguro que las críticas, las acusaciones, los malos humores serán abundantes en los bares, casas y lugares de trabajo contra las medidas, pero no un alzamiento general. Y no lo habrá porque el pueblo español —a diferencia del griego o del italiano— está acostumbrado a obedecer. Es verdad que hubo explosiones de ira colectiva, que terminaron en guerras civiles. Pero no es ese el ánimo actual, por difícil que sea el momento y duras las circunstancias. Si la crisis se cocina bien en las alturas, no ocurrirá nada grave, como no ocurrió en parecidas ocasiones anteriores. ¿Recuerdan cómo se pasó de la Monarquía a la República en 1931? Los problemas vinieron después, cuando la República empezó a desilusionar a los propios republicanos. ¿Recuerdan las calamidades que nos vaticinaban a la muerte de Franco? Y ya vieron, fuimos un modelo de transición. ¿O cuando se legalizó el partido comunista? En ambos casos bastó que las más altas dignidades, el jefe del Estado y el presidente del Gobierno, actuaran coordinadamente y dieran las órdenes precisas para que no ocurriese nada. Y sin ir tan lejos, ¿qué pasó cuando el Gobierno Zapatero dispuso hace un año los recortes sociales más amplios de la democracia? Pues maldiciones, críticas, protestas, pero a nivel particular, no general, sin alterarse nunca el orden público. Se me dirá que ha ocurrido bajo un gobierno socialista, con el que los sindicatos tienen excelentes relaciones, por lo que han servido de freno al descontento, mientras que con un gobierno del PP actuarán de acelerador del mismo, con los comandos de «indignados» listos ya a lanzarse a la pelea en la calle, donde ya se encuentran.
Responderé que, siendo verdad, más verdad lo es ese descontento del pueblo español hacia la política y los políticos, que estos han fomentado de manera decisiva, al dedicarse más a mirar por sus intereses o los de su partido que por el bien general.

Hay la convicción general en el país de que se necesitan cambios importantes y recortes dolorosos. El problema es que quien más y quien menos piensa que los recortes tienen que hacerse a costa de los demás, no de él. Y si le llegan, seguro que pondrá el grito en el cielo. O en la calle. La única forma que tiene Rajoy de evitarlo es con el ejemplo. Empezar a hacer los recortes por él mismo y por los suyos, es decir, por la clase política. Anular cualquier tipo de privilegios que tengan sobre el resto de los españoles, que son bastantes más de los que se airean, y recortar la grasa que se ha ido acumulando en un Estado, sobrecargado de administraciones, rebosante de funcionarios, aplastado por consejeros, organismos y servicios prescindibles, si no superfluos. Y hacerlo sin distinciones de ninguna clase, sean personas, partidos o comarcas. Hay que acabar con todos esos aeropuertos sin vuelos, con esos palacios de congresos sin congresos, con esos trenes de alta velocidad sin viajeros, con esos festivales sin renombre, con esos premios millonarios sin obras de calidad, por no hablar ya de los viajes y representaciones en el extranjero de las más ínfimas instituciones del Estado, que no «ponen a nadie en el mapa», como se da como excusa al despilfarro que significan, sino que ponen de manifiesto la cortedad, insensatez y aldeanismo tanto de esas autoridades como de quienes las hemos elegido.

Con cortar toda esa quincalla, bastará para poner de nuevo nuestras cuentas en orden, sin necesidad de recortar en lo realmente necesario: la sanidad, la educación y el fomento del empleo. El problema es si Rajoy se atreverá con ello. Pues, aunque parece de cajón, se tropieza con una de las grandes carencias españolas: que solemos dar más importancia a lo secundario que a lo principal.

Por José María Carrascal, periodista.

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