Austria no tiene razón

Austria ostenta la presidencia temporal de la Unión Europea desde el 1 de julio, pero días antes de acceder a ella el Gobierno ultraconservador de Viena había cometido ya un crimen de lesa europeidad al violentar los principios y valores que desde su fundación en los años cincuenta del pasado siglo han promovido las comunidades europeas, recogidos en el artículo 21 del Tratado de la Unión: “La acción de la Unión en la escena internacional se basará en los principios que han inspirado su creación, desarrollo y ampliación y que pretende fomentar en el resto del mundo: la democracia, el Estado de derecho, la universalidad e indivisibilidad de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, el respeto de la dignidad humana, los principios de la Carta de Naciones Unidas y del derecho internacional...”.

Ese Gobierno —cómplice de otros varios— ha tocado a rebato. A pesar de que en lo que llevamos de año han llegado solo 41.000 mientras que en 2015 fueron más de un millón los inmigrantes, sostiene —como otros varios— que Europa está sufriendo una avalancha de musulmanes, delincuentes, malandrines y otras especies de diverso pelaje, casi ninguno blanco, que pretenden poner fin a nuestra cristiana civilización. Poco importa que la oleada no sea tal, que las cifras de los condenados de la Tierra, desheredados de la Historia, que arriban a nuestras costas huyendo de guerras, persecuciones, violaciones y hambrunas hayan descendido significativamente. La mayoría de los medios de comunicación de los países cómplices no tiene interés en resaltar los datos.

Austria no tiene razónEn cualquier caso, hay que señalar que numerosos Gobiernos de la Unión, calificados por Gareth Evans —alma de la doctrina onusiana de la Responsabilidad de Proteger— como buenos ciudadanos internacionales, han sido desde 2015 pésimos gestores de la crisis de los refugiados, aunque más propio sería hablar de la crisis de Europa en relación con los refugiados.

Por primera vez, la presidencia del Consejo Europeo corre a cargo del Gobierno de coalición de un país en el que casi la mitad de los ministros de un gabinete de catorce miembros (incluidos los muy importantes de Exteriores-Europa, Defensa e Interior y la vicepresidencia del mismo) son militantes del Partido de la Libertad, de extrema derecha. Dicha coalición está formada por el conservador Partido del Pueblo, del hoy premier Sebastian Kurz, que obtuvo la primera posición en las elecciones de 2017 y por el citado Partido de la Libertad, tercero. De este último, fundado tras la Segunda Guerra Mundial por miembros del partido nazi austriaco, el consejo editorial de The New York Times dijo en su momento que el Partido del Pueblo es “un partido antiinmigración y antimusulmán, cuyo líder podría coaligarse con un partido fundado por antiguos nazis”.

Una norma de procedimiento no escrita en relación con la presidencia semestral del Consejo Europeo indica que el país que la ostenta —sin renunciar necesariamente a su propio interés nacional— debe velar y proponer iniciativas de carácter general europeo. No parece que el canciller austriaco Kurz acceda a esa presidencia imbuido de un espíritu paneuropeísta. Más bien el espíritu —apoyado por el Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia), no incluiré por el momento a Italia— es hipernacionalista, tal vez imbuido de la filosofía del entonces ultra presidente de Polonia, Lech Kaczynski, quien en 2006 espetó: “Queremos aprovechar nuestra presencia en la UE para fortalecer el Estado-nación”.

Diversos medios de comunicación han tenido acceso a un documento austriaco que revela sus propósitos durante su presidencia sobre el tema que nos ocupa. Migraciones, asilo y terrorismo constituyen un descarado y sin matices entramado obviamente destinado a exacerbar los miedos de la opinión pública europea. La llegada a Europa de los inmigrantes puede constituir un serio problema de seguridad para las generaciones futuras, dice desvergonzadamente el documento.

Algunos hitos para concluir. Nos hallamos ante una Unión dividida sobre cómo hacer frente a miles de refugiados que huyen de sus devastadas sociedades en busca de un continente que los proteja, continente del que el presidente Juncker dijo en 2016 “se encuentra en una crisis existencial”. Wole Soyinka, nigeriano premio Nobel, escribió en 2001 que los invasores de ayer son los invadidos de hoy. Europa —que se permitió administrar África como si fuera de su propiedad— vive ahora aterrorizada por la avalancha de inmigrantes. Con una nota de amargo sarcasmo, bromeaba: “Hay algo de justicia poética en esta situación”.

El tercer hito lo proporciona Carlos Abrantes en carta a EL PAÍS: “Soy un joven de 15 años interesado en política y en el mundo que me rodea. Sería más fácil dedicarme a jugar videojuegos, pero mi mente no me lo permite. Acabo de encontrarme con un vídeo de una red social que apoya a los refugiados y con miles de comentarios xenófobos, fascistas y ridículos. Estas personas del ala derecha de la humanidad no se dan cuenta de que los refugiados no vienen a este continente por gusto. No ven el sufrimiento de las familias al tener que abandonar su país de origen a la fuerza”. (25-6-17).

Coda: si queremos evitar la vergüenza de actualizar y hacer patente la desgarradora sentencia de Hannah Arendt (“La historia contemporánea ha dividido a los seres humanos en dos categorías: los que son confinados en campos de concentración por sus enemigos y en campos de internamiento por sus amigos”), la UE está moral y políticamente obligada a articular antes de que sea tarde una respuesta humana y digna a la denominada crisis de los refugiados, a situar los derechos humanos y la responsabilidad de protegerlos en el núcleo de sus políticas. En suma, como dijo en su momento el presidente de Uruguay, José Mujica —que predicaba con el ejemplo—, tenemos que empezar a pensar como especie.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España y eurodiputado socialista (1999-2014).

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