La crisis de 1929 condujo a la autarquía, las barreras regulatorias del comercio y el uso de la moneda como arma defensiva de los estados, con la consecuencia de un agravamiento de la crisis a partir de 1932. Se ha dicho y repetido que ahora la crisis será menos profunda y menos larga debido a la globalización. Las últimas acciones de algunos gobiernos ponen en cuestión esta afirmación.
China basa su economía en la exportación, y coherentemente impide la revalorización de su moneda no permitiendo que flote libremente en el mercado. Estados Unidos se plantea -pero será difícil- evitar la inundación de sus mercados de productos chinos imponiendo aranceles a la importación. EEUU ha inyectado liquidez a sus mercados con una aportación de la Reserva Federal de 600.000 millones de dólares, lo que devaluará el dólar y permitirá una política más expansiva de inversión pública, con consecuencias positivas para su actividad económica. La UE, con una rígida política de contención del déficit, mantiene el euro apreciado, con unos efectos negativos sobre la economía, que crece por debajo del 1%.
La masa de dinero en circulación, el riesgo de devaluación progresiva del dólar y el bajo crecimiento en Europa dirigirá las inversiones a los países emergentes con crecimientos altos. La consecuencia en estas economías será una revalorización de sus monedas, y por lo tanto una pérdida de competitividad. Esto las llevará o bien a impedir esta inversión externa gravándola con impuestos -ya lo han hecho Tailandia y Brasil- o bien a aceptar un recalentamiento indeseable en sus mercados.
La solución sería aceptar que el consumo interno en los países emergentes, empezando por China, debe aumentar, y sus exportaciones reducirse, sin que eso cambie necesariamente el ritmo intenso de crecimiento de sus economías. Eso llevaría al incremento de los salarios, y por lo tanto del nivel de vida de los ciudadanos de esos países, que podrían consumir más. En consecuencia, sus economías perderían competitividad y exportarían menos porque sus productos se encarecerían al aumentar los costes de mano de obra y del resto de los productos internos, desde las materias primeras hasta la energía.
Pero China, con un capitalismo de Estado fuerte y una voluntad de aumentar su influencia política, económica y militar en el mundo, no es probable que quiera seguir esta estrategia. Para llevarla a cabo se precisan reformas estructurales que necesitan tiempo, pero sobre todo voluntad política. La destrucción de empleo que pueden experimentar en un primer momento las empresas exportadoras -que quizá perderían parte de sus ventas por la reducción de su competitividad- podría ser causa de graves problemas sociales en un país donde la mitad de la población disfruta de un régimen capitalista y la otra mitad vive aún en una economía planificada y atrasada a la que los que han salido de ella no quieren volver. Las soluciones son a largo plazo y se tienen que pactar al nivel del G-20, el FMI y la OCDE, para reajustar una situación que retroalimentándose ha generado una tensión que se debe liberar.
En el fondo hay un serio problema de competitividad de las economías occidentales, especialmente la europea, porque sus ciudadanos disfrutan de rentas por encima de su contribución a la creación de riqueza, al contrario de lo que pasa en los países emergentes. El reequilibrio de esta situación llevará a una devaluación efectiva del euro -seremos más pobres- y a una revaluación de las monedas de los países emergentes, especialmente China, con un efecto negativo en sus exportaciones. La eficiencia de las economías de estos países los ha enriquecido y las reservas que los estados han acumulado deben conducir a mejorar el nivel de vida de la población y no -como hasta ahora- a sustentar básicamente la fuerza económica de unos gobiernos que controlan gran parte de la deuda de Occidente, que compran gracias a su superávit comercial.
Este retraso en el reequilibrio de las economías de Occidente y de los países emergentes es la razón de los problemas actuales, pero, como ya se demostró en el pasado, la solución no reside en querer mantener la situación inicial, sino en permitir un reequilibrio progresivo de la riqueza basado en la competitividad relativa de las economías de los países en conflicto: emergentes y desarrollados.
Este ajuste de la economía mundial es inevitable, pero es necesario que los órganos reguladores internacionales lo faciliten, porque nada sería peor que un cierre de los mercados occidentales a los países emergentes y que estos, en respuesta, vendieran la deuda occidental que acumulan y esta entrase en una dinámica de devaluación de consecuencias imprevisibles. Este es un juego de suma cero. Podemos entrar en una dinámica de beneficio o alternativamente de perjuicio para todos. Para que el círculo sea virtuoso y no vicioso hay que pactar las medidas y repartir los sacrificios. Lo contrario no lleva a la mejora global, como ya se demostró hace 80 años.
Joaquim Coello, ingeniero.