¿Auto de terminación?

Sólo los lelos o los interesados se atreverán a interpretar el anuncio de la creación de la plataforma conjunta EA-Batasuna como un paso efectivo hacia la desaparición del terrorismo nacionalista vasco de ETA. No hace falta remontarse muy atrás para comprender lo que la maniobra encierra: un intento más, de nuevo con el acicate de las elecciones municipales, para que la averiada mercancía política que ETA lleva años queriendo vender quede anclada en la realidad del País Vasco. Tenían razón Aznar, Rajoy, Oreja y Acebes al prevenir hace todavía pocas fechas, con ocasión de la presentación del libro de Ignacio Cossidó sobre la política antiterrorista del PP entre 1996 y 2004, de la inminencia del intento. De manera que a nadie que no sea un iluso o un malintencionado cabe imaginar que el movimiento cogiera desprevenido. O que su alcance y su intencionalidad quedaran desvirtuados. Están donde siempre estuvieron.

Es seguramente cierto que la banda asesina ultranacionalista está dando las últimas boqueadas, aunque sean varias las veces que su terminación ha sido proclamada con tanta convicción como errado análisis, y nadie quisiera volver a equivocarse, confundiendo los deseos con la realidad, en terreno tan vital para nuestra propia convivencia. La firmeza policial desplegada contra los terroristas desde hace dos años, en lógica continuidad con la practicada por los gobiernos del PP, los está enviando sistemáticamente a la cárcel, y parece, siempre parece, que la capacidad de regeneración de los criminales es cada vez más limitada y agónica. Con todo, y en un elemental recordatorio, la desaparición de ETA sólo podrá certificarse cuando todos los ciudadanos en el País Vasco y fuera de él forzados a llevar escolta para protegerse de las amenazas de los de las pistolas puedan prescindir de ella. No es, desgraciadamente, para mañana.

Pero, inasequibles al desaliento, los terroristas y sus aliados no renuncian, incluso en estos momentos de tribulación, a vender caro su mutis, y tratan de presentarlo como una graciosa concesión a la galería de los incondicionales y al coro de los atribulados. La operación consiste en transformar en victoria una sonada derrota mediante el artilugio del precio político que una ciudadanía agotada estaría dispuesta a pagar a los extorsionistas en los resbaladizos terrenos del «derecho a decidir» —la autodeterminación con el objetivo de la independencia— y la «territorialidad» —otro tragicómico eufemismo destinado a incluir a Navarra contra la voluntad de sus habitantes en el compacto de Euskalerria—. De manera que la eventual renuncia a la utilización de los medios violentos traería consigo la justificación de los utilizados durante cinco décadas. Un sentido elemental de la decencia democrática exige rechazar cualquier remota posibilidad que existiera para entrar en ese sangriento cambalache. Y los que en el pasado inmediato han caído en la tentación de explorarlo tienen la obligación política y moral de mostrar fehacientemente ante la ciudadanía que aquellos desvaríos no tendrán nunca más cabida en la conducción de la política antiterrorista. Tiene razón Joseba Aguirre cuando, refiriéndose a las vergonzosas conversaciones de Loyola, escribe: «Loyola no puede ser el símbolo de un nuevo milagro que consistiría en dar la razón a los violentos, a los terroristas, a una historia de amenazas, de amedrentamiento, de extorsión, de miedo, para que, haciendo como si no hubiera sucedido nada, lo que ellos pretendieron, lo que esta historia de terror pretendía, se convierta en la realidad institucional de la futura sociedad vasca».

Para cortar contundentemente las alas a los que consciente o inconscientemente quieren deslizarse por esa pendiente convendría también sentar adecuadamente las costuras a los llamados mediadores internacionales. Claro que siempre pueden alegar en su descargo que en su momento —mala fue la hora, ciertamente, en que la decisión se tomó— fueron convocados para coadyuvar al infausto «proceso de paz» y, en la inercia subsiguiente, sin que nadie aparentemente les hubiera avisado de que su papel se había agotado, siguen practicando el juego de la confusión. Arropados en las sensibilidades residuales del llamado «nacionalismo democrático» siguen perorando en el País Vasco ofreciendo fórmulas para solucionar el «conflicto», mostrándose comprensivos con los terroristas y exigentes con el Gobierno español, y enfocando los temas vascos como si de un trasunto sudafricano o norirlandés se tratara. Asombro produce el desparpajo con que el sudafricano Brian Currin, en visita reciente a nuestro país, se permite pedir al Ejecutivo nacional que «legalice Batasuna para facilitar la labor de sus responsables políticos a favor de las vías civiles, multiplique gestos para favorecer la excarcelación de los presos, suspenda las principales leyes de seguridad del Estado policial (sic) para que activistas políticos también participen en las negociaciones y dejen de presionar policialmente a los que están en la oposición y se siguen llevando a los juzgados». ETA no lo hubiera podido pedir mejor. Tratándose de un súbdito extranjero que tiene la indelicadeza de inmiscuirse en temas graves cuya solución en exclusiva compete a los españoles, estaría de buen orden que, sin para nada obstar su libertad de expresión o de movimientos en la hospitalaria y adormecida España, fuera cortésmente invitado por las autoridades competentes a callarse o a irse.

Y en la esperanzada onda de que efectivamente nos encontremos ante el comienzo del final de la pesadilla y no en los meandros de tácticas terminales de unos o de otros para redorar marchitos laureles, que de todo hay en la viña del Señor, bueno es traer a colación la necesidad absoluta y sin matices de proceder a lo que el profesor Ruiz Soroa denomina la «deslegitimación del terrorismo». Evocando la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que hace un año confirmó la ilegalización de Batasuna, Ruiz Soroa afirma con razón que «la reclamación del derecho de secesión del País Vasco es un proyecto contrario a la democracia, porque su realización efectiva atentaría a la pluralidad intrínseca de la sociedad afectada». La sentencia del Tribunal de Estrasburgo afirmaba entre otras cosas que «un Estado parte del Convenio Europeo de Derechos Humanos puede imponer a los partidos políticos… la obligación de no proponer un programa político que esté en contradicción con los principios fundamentales de la democracia».

Si efectivamente el círculo de sangre que ETA comenzó hace cincuenta años está a punto de cerrarse, conviene proceder a su clausura sin contemplaciones ni escapatorias políticas o sentimentales. Que cada cual haga frente a las responsabilidades penales o civiles contraídas. Que haya vencedores y vencidos. Que los españoles sepan que su sufrimiento no ha sido en vano. Y que adquiramos definitivamente la última lección del impulso constitucional: la democracia todo lo permite, con la excepción de aquello que va en contra de su misma esencia.

Javier Rupérez