Autodeterminación

Qué duda cabe que autodeterminación e independencia son conceptos que arraigan profundamente en los sentimientos. Sin embargo, su implantación tiene un impacto directo, mucho más material y tangible, en ámbitos políticos y sociales. Así por ejemplo, se está haciendo mucho hincapié en las graves consecuencias económicas y en la fractura social que se produciría si progresaran los procesos secesionistas de Cataluña y del País Vasco. Sin restar importancia a los sentimientos, a la economía y a la estructura social de una comunidad, el tratamiento racional de la libre determinación de los pueblos también debería prestar atención, entre otros aspectos, a sus sólidas bases jurídicas.

El Diccionario de la Real Academia Española define el término autodeterminación como la “decisión de los ciudadanos de un territorio acerca de su futuro estatuto político”. Lógicamente, esta definición es tan clara y precisa en lo conceptual, como vaga en lo jurídico, pues no especifica ni quiénes son los ciudadanos sujetos del derecho de autodeterminación, ni a qué territorio afecta. Precisamente, en la delimitación del territorio y, por tanto, de los ciudadanos, radica la clave para aplicar este derecho, ya que de no acotar la potencialmente infinita división del territorio, se podrían repetir situaciones secesionistas tan irracionales como las que se dieron en España durante la Primera República.

El planteamiento preferido por la mayoría de los nacionalistas para resolver la cuestión territorial se basa en la supuesta existencia de pueblos muy bien territorializados que disfrutan de una identidad histórica y cultural propia. Dicho de otro modo, los sujetos del derecho de autodeterminación son los pueblos culturalmente homogéneos y que ocupan territorios bien delimitados sin compartirlos siquiera con minorías diferenciadas. Sin embargo, en ningún lugar de Europa, que no sea en el imaginario nacionalista más radical, se da esta circunstancia. De hecho, si el ejercicio de la autodeterminación resultara en la independencia del territorio, se daría la paradoja de crear nuevas minorías que podrían optar, siguiendo el mismo razonamiento secesionista, a reclamar su correspondiente derecho de autodeterminación. Y así sucesivamente hasta llegar al absurdo.

Es más, la adaptación de este argumento a la situación catalana y vasca, significaría ignorar que en estas comunidades existe, cuanto menos, una presencia numerosa de ciudadanos de pleno derecho que no se sienten identificados con ningún hecho diferencial que les impulse a reclamar un estatuto político que suponga la separación del resto de España. Pero incluso quien pretenda que una minoría no debe condicionar la supuesta voluntad independentista mayoritaria, tendría que aplicar el mismo criterio en los territorios en los que sus ciudadanos se manifiesten de forma contraria, como es seguro que ocurriría en importantes zonas de Cataluña y el País Vasco.

Cambiando de enfoque, las Naciones Unidas consagran el principio de la libre determinación, según el cual todos los pueblos tienen el derecho a decidir libremente su condición política, de la misma manera que todo Estado tiene el deber de respetar este derecho [Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General]. En concreto, la Resolución de la ONU especifica que el fin de la aplicación del principio de autodeterminación es poner fin al colonialismo, como forma de dominación extranjera que constituye una flagrante denegación de derechos humanos fundamentales. Además, establece que el ejercicio de la libre determinación puede resultar en la creación de un Estado independiente o en cualquier otra forma de relación con otro Estado.

Esta misma Resolución puntualiza que la autodeterminación es de aplicación exclusiva a colonias o a cualquier otro territorio no autónomo, en tanto que tienen una condición jurídica distinta de la del Estado que lo administra. A este respecto, se apostilla que la libre determinación no puede utilizarse para quebrantar la integridad territorial de los Estados soberanos que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos, es decir, que estén dotados de un Gobierno que represente a la totalidad de los ciudadanos. Por tanto, el principio de autodeterminación, tal y como está sancionado por las Naciones Unidas, no puede aplicarse de forma genérica, sino que debe circunscribe a los supuestos de dominio colonial o falta de representatividad del conjunto del pueblo por motivos étnicos, ideológicos o culturales. De no ser así, se acabaría promocionando la homogeneidad cultural y la limpieza étnica.

En definitiva, resulta evidente que dentro del Estado español no se dan las condiciones necesarias que permitan la aplicación del principio de autodeterminación. Por una parte, porque en España no existen territorios colonizados, cuyos ciudadanos no estén representados en las instituciones democráticas nacionales en condición de igualdad. Por otra parte, porque tampoco existen pueblos culturalmente homogéneos, bien diferenciados y perfectamente territorializados. En estas circunstancias, con independencia de que se quieran obviar los sólidos fundamentos de la nación española, cualquier decisión sobre el futuro estatuto político de Cataluña o del País Vasco debería respetar necesariamente la voluntad del pueblo español, sujeto de la soberanía nacional, bien mediante consulta directa, bien mediante cualquier otro procedimiento democrático para modificar el actual orden constitucional. Cualquier otra vía atentaría directamente contra los cimientos más básicos de nuestra democracia.

Francisco Rubio Damián es doctor en Sociología y máster en seguridad global y defensa en la Universidad de Zaragoza.

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