Autoestima

Usted probablemente haya leído de Voltaire. Uno de sus personajes, Pangloss, se hizo famoso por su optimismo. Todo lo que le ocurría era para bien. Pero Pangloss no era optimista, Pangloss era tonto. Las cosas no acontecen para bien o para mal, las cosas pasan.

Una de las formas de juzgar la madurez de la persona es su realismo, lo cual identifica de paso a los que distorsionan la realidad para protegerse de ella. Son esos fatalistas que si no se desayunan un inmolado o un imputado, sienten como un vacío. La verdad es que no creo en los gafes, pero ¿quién no conoce o lee a alguno? En su eufórico decir, todo lo que nos rodea es un desastre. Algunos han atribuido esta querencia depresiva a que somos un país católico instruido en las penas del infierno. Para esos «alegrías irredentos», el porvenir tiene mucho de pasado envejecido. Así le viene pensando desde la época barroca a una nutrida fracción de compatriotas. Esa predisposición a la umbría solanesca llegó a su culmen con la Generación del 98, que nos hizo un roto en nuestra autoestima, negando el pragmatismo nacional y desenfocando los efectos de la pérdida de nuestras colonias cuando España, gracias a ello, por primera vez pudo disfrutar de superávit en su economía.

AutoestimaNunca he creído, como Ortega y Gasset, que la «historia de España es la historia de una decadencia». Definición que por su entropía intrínseca valdría para todos. Claro que cuento para ello con la perspectiva que nos ha ofrecido estos últimos cincuenta años y que él no tuvo. Con la mirada de hoy, nuestra historia es mucho más que la de un declive. Sería más bien la de una epopeya apasionante, de notable contribución para la cultura universal, protagonizada por una pléyade de escritores, pintores, descubridores y clérigos –globalmente reconocidos– que fueron dando paso a base de aprendizajes costosos a otros intérpretes de nuestra evolución, pero sobre todo de nuestro desarrollo, como han sido autónomos, constructores, ejecutivos, ingenieros y maestros… Profesiones optimistas por vocación, atemperadas en su entusiasmo por los riesgos que afrontan.

¿Y qué solución aportaron estas profesiones para cambiar las cosas de forma tan inadvertida? La solución que tácitamente han venido transmitiendo es que hay que ser ambiciosos. La autoestima, no confundir con la arrogancia que conduce al nacionalismo, no es idiosincrásica, nace con la formulación de objetivos y se consolidada con buenos resultados. Alguien decía que la Madre Teresa de Calcuta, a pesar de las tragedias que vivía no era pesimista. No disponía de tiempo para serlo: debía paliar a diario el sufrimiento de cientos de personas. Un poco de ambición da para mucho, crea perspectivas al joven, trabajo al adulto y bienestar a todos. Nos redime por una suerte de incompatibilidad congénita de la melancolía o de la envidia, las dos formas de comparar lo que somos con lo que podríamos haber sido. La ambición se nutre de pasión y esta consume parte del tiempo que algunos dedican a comerse el coco o a descuartizar al Gobierno o al vecino. Pero no importa la finura con la que se haga, que Hannibal Lecter utilice el cuchillo y el tenedor no es un progreso.

Al viajar aprendemos cosas: todos los países tienen complejos, o derrotas que olvidar. En Estados Unidos la inmigración ilegal, el racismo, la desigualdad… Pero en Alemania están todavía acomplejados por haber provocado la II Guerra Mundial y permitido el Holocausto. Sin olvidar que Inglaterra ha perdido su imperio y todavía no encuentra fácil acomodo ni en Europa ni en su isla. Los países nórdicos gozan de excelente imagen, pero ¿quién –pudiendo evitarlo– desearía vivir en ellos? Son países en los que se oye que «life is not about the weather»; pero la verdad es que el clima importa mucho. Si esto acontece en naciones punteras, imaginen las que no lo son. En definitiva, dirá usted: ¿mal de muchos consuelo de tontos? No; mal de muchos, motivo de reflexión.

¿Y cuál es esa reflexión? El deseo de visitar o de echar raíces en España es un barómetro fiable de nuestra calidad como nación. Síntesis, cierto, más atenta a nuestra empatía que a un derrotismo que no comparten; o más cercana a nuestro sistema de salud o gastronomía que a nuestros horarios. Es como nos ven los demás y como participan en nuestro devenir. Por ejemplo: la balanza de españoles en Inglaterra (150.000) o ingleses en España (480.000) es positiva; y así ocurre con la mayoría de los países, salvo con algunos iberoamericanos por mor de la doble nacionalidad. Lo confirman con cifras y comentarios los estudiantes de Erasmus, los directivos de multinacionales, los jubilados de media Europa, o nuestra excelente integración de inmigrantes. Por eso estamos orgullosos –muchos sin saberlo– de nuestra forma de vida, de nuestra biodiversidad, de la pujanza de nuestro idioma (segunda lengua más usada en Facebook y en Twitter) o de los éxitos de nuestro deporte. Es cierto que nos sobra picaresca y nos falta mentalidad investigadora y otras cosas más. Los amargados expectoran nuestras carencias para neutralizar frustraciones psicológicas e incluso físicas. Perjudican así nuestro buen nombre, nuestra cotización como deuda pública o la calidad de nuestras exportaciones. No exagero, lo último que imaginan los intransigentes es que la prima de riesgo no la establece ni el Tesoro ni la banca de inversión, sino intermediarios que operan en los mercados secundarios comparando con criterios más subjetivos de lo que pensamos, fiabilidades de individuos, economías y estados de ánimo, a la hora de hacer sus valoraciones.

¿Qué consiguen los «góticos» con su visión catastrofista? El descrédito para ellos y para el país que los rodea. El cenizo sabe que lo es –su mujer se lo dice a menudo– pero adormece su conciencia en atención a unas pretendidas «buenas intenciones»; pero como le ocurría al protagonista de Max Aub en la novela del mismo título, sin pensamientos soberanos no se va a ninguna parte.

Hace cincuenta años, los que leyeran periódicos o frecuentaran los cafés podían deleitarse con las mejores cabezas que probablemente hemos tenido, que por el contexto en que vivieron, destilaban tristeza o desconsuelo. Hoy la gran mayoría de los intelectuales que abordan los problemas de España la enjuician sin tribulación, más en positivo, conscientes de su exigente responsabilidad para con lo nuestro. Paso a menudo por una carretera salmantina en donde alguien ha escrito con grandes letras en una valla de publicidad abandonada: «Haz todos los días algo bueno o cállate». Desde luego, con gente así nuestra autoestima mejora y en la integral de una suma de infinitos, tal vez, la opinión de los que nos valoran.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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