En el lenguaje político de las últimas décadas ha hecho furor el relato. Si alguno pretendiese ser alguien en la arena política, no le bastaría con tener ideas de buen gobierno ni proyectos razonables. Podría incluso prescindir de todo esto, pero no del relato. Esto lo sabe Pedro Sánchez, que está reelaborando continuamente el suyo. Porque nadie existe políticamente, si no tiene un relato propio. En su acepción política este concepto designa la articulación aleatoria y persuasiva de información e invención, opiniones y sentimientos para construir un liderazgo y avalar intereses mezquinos con argumentos ideológicos. Nada nuevo en realidad. Desde tiempos remotos los cuentos, mitos y leyendas vienen haciendo lo mismo. Al fin y al cabo contar una historia para intentar dominar la complejidad del mundo, es tan viejo como el hombre. Pero ciertamente los actuales relatos políticos suelen ser mediocres o simples remedos de las grandes narrativas.
El relato de Sánchez tiene por supuesto una forma más modesta que los relatos mitológicos. Y no me refiero a la hechura física, pues es innegable su galanura: il bello le apodan ya en Italia. En su relato Sánchez se presenta desafiando la solución de los problemas del país y erigiéndose en el salvador de nuestra democracia, pero, en el fondo, le mueve solo legitimar su ambición personal, que se sostiene, sin el crédito que dan las urnas, en un inestable equilibrio. Por ejemplo, cada medida tomada para remediar nuestro principal problema nacional, léase Cataluña, resulta ineficaz por irreal, y se traduce de hecho en una nueva cesión a los que le facilitaron la llegada al Gobierno. Lejos de resolverlo, lo engorda y lo complica, como lo prueba la ocurrencia de proponer un nuevo estatuto de autonomía que nadie quiere. Lo mismo sucede con las razones que toma prestadas a los que se alinean contra el régimen del 78 y estimulan el guerracivilismo y el desentierro de Franco, una resurrección del dictador en toda regla y la reedicion del mejor eslogan de la Transición: "Contra Franco vivíamos mejor". Ni siquiera es capaz de reconvenir a su correligionaria Armengol, cuando exige un referéndum para decidir la forma del Estado...
En realidad el relato de Sánchez es una porfiada autoficción para dotarse de atributos verosímiles, nunca veraces. En fin, una manera de llenar un pasado sin contenidos profesionales y políticos destacables, de entretener el presente, mientras llega un futuro electoral más halagüeño, como haría un tahúr imprudente que jugase su baza sin calcular los riesgos. En la literatura española última han proliferado las autoficciones, que son novelas con apariencia de autobiografía o autobiografías que parecen novelas, pero sin prometer ni comprometerse a decir la verdad. En ellas el autor se convierte él mismo, y bajo su propio nombre, en el protagonista de su relato. De este modo fabula su vida libremente, mixtifica lo real con lo imaginario a gusto y medida o se inventa una personalidad ad maiorem gloriam. El relato autoficticio juega con las expectativas del lector, le hace dudar de entenderlo como invención o como realidad. De hecho el objetivo es que el lector llegue al final sin saber a qué carta quedarse.
Todo esto que es legítimo y aceptable en literatura, sin entrar en otras consideraciones acerca de su valor artístico, tiene efectos dañinos si, como Sánchez pretende, se lleva al terreno de lo real, más aún si se quiere aplicar a la política. La obstinación, la ambición y la ambigüedad han sido los pilares del relato de las aventuras temerarias en que Sánchez se ha embarcado dos veces. La primera parte se resolvió en un estrepitoso fracaso, cuando, ante lo que parecía una cesión a las exigencias de Podemos y un callejón sin salida para el partido, la dirección le obligó a dimitir. La segunda se ha resuelto, por el momento, de modo triunfal, pero su desarrollo aparece lleno de elipsis sin explicar, secretos impenetrables, dudas que dan miedo y peligros ciertos. Mantenerse en el poder y gobernar con 84 escaños (los peores resultados electorales del PSOE), parece una operación de ficción fantástica, que la ambiciosa porfía de Sánchez ha conseguido hacer creíble.
Una vez en el poder, y con la misma precipitación con que lo buscó, Sánchez y su gabinete de propaganda, además de tejer con urgencia una biografía improvisada, se pusieron a vestir la galanura del hueco de su figura. De acuerdo con su nuevo estatus, y como un arribista cualquiera, se mostró en un lamentable postureo. Con la zafiedad de Facebook o Instagram y las argucias de un osado recién llegado, Sánchez procedió a montar una semblanza de presidente. La improvisación es una mala consejera, pero era urgente rediseñar al personaje. A poco de instalarse en el palacio presidencial, y tal como hacen también algunos famosos, abrió las puertas de su mansión, mostró las estancias y jardines, simuló un trotecillo mañanero y hasta nos presentó su mascota a la que acarició en público. En fin, comenzó a trazar una autoficción con elementos demasiado manoseados. Nada nuevo. En la historia de la pintura abundan los autorretratos en los que el pintor se representa a sí mismo con la apariencia o los atributos de un personaje histórico o legendario. Es muy conocido, por ejemplo, el autorretrato de A. Durero como Cristo, pero los hay también de hechuras menos nobles. Estas poses derivan inevitablemente en una suerte de megalomanía o hagiografía. Bien, ahí encontramos también a Sánchez. En este sentido hay que entender las calculadas fotos en el Air Force One español con las Ray-Ban de cristales negros y pose kennediana, en las que el fotógrafo se deleita en mostrar las manos del líder in progress. Sí, las mismas con las que vimos que acariciaba al perrito.
La invención resiste mal la prueba de la realidad. Y ya se sabe que el algodón no engaña. La autoficción de Sánchez deja demasiadas cosas en la penumbra, que hacen temer que en su acceso al poder hubo contraprestaciones vergonzantes. La visita de Torra a La Moncloa fue esclarecedora de su condición de 'okupa' del palacio presidencial. Un verdadero presidente no puede ni debe recibir a quien, lacito amarillo incluido, hace ostentación del desacato y se reafirma en la vía unilateral. Fue patético, porque, si bien Sánchez adoptó la pose del anfitrión, sabemos que es solo un inquilino en precario, y que uno de sus caseros más intransigentes es el propio Torra, que podría quitarle la llave cualquier día y dejarlo en la calle.
Por muy hábil que sea el autor de una autoficción para mantener la indeterminación de su relato y, por muy lograda que sea la mezcla de ficción y realidad, el lector acabará descubriendo la impostura y exigirá que cese la patraña y se pueda conocer la verdad. Del mismo modo, Sánchez no podrá mantener la ambigüedad mucho tiempo, y entonces el final se precipitará y el relato mostrará sus remiendos y chapuzas. No sabemos cuanto podrá prolongar Sánchez la autoficción de su irreal Gobierno, pero parece evidente que sin unas elecciones generales todos sus gestos resultarán pruebas sin crédito. La del 17 de agosto en el homenaje a las víctimas de Barcelona será la próxima. No es la Corona la que se pondrá a prueba, porque Felipe VI ha demostrado su compromiso con el orden constitucional y con España. La prueba de resistencia es ahora para Sánchez que debe demostrar su capacidad no sólo para llegar a acuerdos con los independentistas, sino de que éstos respeten a las víctimas, al Rey y a todos los españoles. Es una prueba tal vez definitiva para la autoficción de Sánchez. Me temo lo peor.
Manuel Alberca, catedrático de Literatura Española de la Universidad de Málaga, ha publicado recientemente La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción (Pálido Fuego).