Automatización, productividad y crecimiento

Parece evidente que, si una empresa invierte en la automatización, su fuerza laboral –aunque posiblemente reducida– será más productiva. Entonces, ¿por qué las estadísticas indican otra cosa?

En las economías avanzadas, en las que muchos sectores tienen tanto el dinero como la voluntad de invertir en la automatización, el aumento de la productividad (representada por el valor añadido por empleado o las horas trabajadas) ha sido baja desde hace al menos quince años. Y en el período transcurrido desde la crisis financiera de 2008, el crecimiento económico global de esos países ha sido también escaso: tan sólo el cuatro por ciento por término medio o menos.

Una explicación es la de que las economías avanzadas han acumulado demasiada deuda y han tenido que desapalancarse, lo que ha contribuido a una tónica de subinversión del sector público y ha deprimido el consumo y también la inversión privada, pero el del desapalacamiento es un proceso temporal, por lo que no limita el crecimiento indefinidamente. A largo plazo, el crecimiento económico global depende del aumento de la fuerza laboral y de su productividad.

A eso se debe la pregunta que se hacen tanto los políticos como los economistas: ¿es la desaceleración de la productividad una situación permanente y una limitación del crecimiento o se trata de un fenómeno de transición?

No es fácil responderla, entre otras cosas por la gran diversidad de factores que contribuyen a esa tendencia. Aparte de la subinversión del sector público, no hay que olvidar la política monetaria que, sean cuales fueren los beneficios y los costos, ha trasladado la utilización de la liquidez a la compra de acciones propias, mientras que la inversión real ha seguido apagada.

Entretanto, la tecnología de la información y las redes digitales han automatizado una diversidad de trabajos manuales y de oficina. Habría sido de esperar que esa transición, cuyo año fundamental en los Estados Unidos fue el de 2000, causara desempleo (al menos hasta que se ajustase la economía), acompañado de un aumento de la productividad, pero en los años inmediatamente anteriores a la crisis de 2008 los datos de los EE.UU. revelan que la productividad tenía tendencia a bajar y, hasta la crisis, el desempleo no aumentó en gran medida.

Una explicación es la de que en los años anteriores a la crisis la demanda estimulada por el crédito estaba apoyando el empleo. Sólo cuando estalló la burbuja crediticia, que desencadenó un ajuste abrupto, en lugar de la adaptación gradual de las aptitudes y el capital humano que habría habido en tiempos más normales, se encontraron de repente millones de trabajadores desempleados. Eso quiere decir que la lógica económica que equipara la automatización con el aumento de la productividad no ha quedado invalidada; simplemente, la prueba se ha retrasado.

Pero en el enigma de la productividad hay algún factor más, además de la crisis de 2008. En los dos decenios que precedieron a la crisis, el sector de la economía de los EE.UU. que produce bienes y servicios internacionalmente comercializables –un tercio de la producción total– no produjo aumento alguno de los empleos, pese a que estaba creciendo más rápidamente que el sector no comercializable en cuanto al valor añadido.

La mayoría de las pérdidas de empleo en el sector comercializable correspondieron a las industrias manufactureras, en particular después del año 2000. Aunque algunas de las pérdidas pueden haber sido consecuencia de los aumentos de productividad resultantes de la tecnología de la información y la digitalización, muchos se produjeron cuando las empresas trasladaron segmentos de sus cadenas de suministro a otras partes de la economía mundial, en particular a China.

En cambio, en los años anteriores a 2008 el sector no comercializable de los EE.UU. –dos tercios de la economía– registró grandes aumentos del empleo. Sin embargo, esos empleos –con frecuencia de servicios para los hogares– engendraron por lo general menos valor añadido que los del sector manufacturero que habían desaparecido. Se debió en parte a que el sector comercializable estaba empezando a contratar empleados con mayores niveles de aptitudes y formación. En ese sentido, la productividad aumentó en el sector comercializable, aunque los cambios estructurales en la economía mundial fueron, desde luego, más importantes, al pasar los empleados a ser más eficientes en la producción de las mismas cosas.

Lamentablemente para las economías avanzadas, los aumentos del valor añadido por habitante añadidos al sector comercializable no fueron suficientes para superar el efecto del traslado de trabajadores de los empleos del sector amnufacturero a los de los servicios no comercializables (muchos de los cuales existían sólo gracias a la demanda interna estimulada por el crédito en los días felices anteriores a 2009). A eso se debieron unos aumentos flojos de la producción global.

Entretanto, al pasar a ser más ricas las economías en desarrollo, también invertirán en tecnología para afrontar los costos laborales en aumento (tendencia ya evidente en China). A consecuencia de ello, ya se puede haber alcanzado el nivel mayor de la productividad mundial y del crecimiento del PB.

El principio organizativo de las cadenas de suministro mundiales durante la mayor parte del período de la posguerra ha sido el de trasladar la producción a fuentes de mano de obra de bajo costo, porque la mano de obra era y es el menos móvil de los factores económicos (la mano de obra, el capital y los conocimientos). Así seguirá siendo en el caso de los servicios con valor añadido, que no se prestan a la automatización, pero en el caso de las tecnologías digitales con gran densidad de capital el principio organizativo cambiará: la producción se trasladará a los mercados finales, que cada vez se encontrarán más no sólo en los países avanzados, sino también en las economías en ascenso, a medida que aumenten sus clases medias.

Martin Baily y James Manyika han señalado recientemente que ya habíamos visto esta situación. En el decenio de 1980, Robert Solow y Stephen Roach sostuvieron por separado que la inversión en TI no mostraba repercusiones en la productividad. Después la red Internet pasó a estar disponible de forma general, las empresas se reorganizaron y también sus cadenas de suministro mundiales y se aceleró la productividad.

La burbuja de las punto.com de finales del decenio de 1990 se debió a un cálculo equivocado de la oportunidad –no de la magnitud– de la revolución digital. Asimismo, Manyika y Baily sostienen que probablemente la muy comentada “Internet de las cosas” tardará unos años en aparecer en los datos de la productividad agregada.

Las organizaciones, las empresas y las personas tienen que adaptarse, todas ellas, a los cambios de la estructura de nuestras economías debidos a la tecnología. Esas transiciones serán largas, recompensarán a algunos y obligarán a hacer ajustes difíciles a otros y sus efectos en la productividad no aparecerán en los datos agregados durante algún tiempo, pero los primeros que tomen la iniciativa serán los que probablemente se beneficien más.

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, Academic Board Chairman of the Fung Global Institute in Hong Kong, and Chair of the World Economic Forum Global Agenda Council on New Growth Models. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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