Ahora mismo, la autonomía estratégica debería ser la máxima prioridad en la UE. Pero la autonomía estratégica exige una profunda reflexión sobre aquello respecto de lo cual queremos ser autónomos y los cambios institucionales que se requieren. Lo que constituye nuestro interés estratégico no es sinónimo de los intereses de las empresas, que ha sido la definición de los políticos europeos de las generaciones gloriosas, los tipos de la Mesa Redonda. Los europeos nunca hemos definido como es debido nuestro interés estratégico. En lugar de eso, hemos definido nuestros valores. Ambos guardan relación, pero no son sinónimos.
Tampoco podemos reducir la noción de intereses estratégicos únicamente a los intereses de seguridad. Yo no comenzaría el debate con la defensa y la política exterior, sino con aquello con lo que la UE se gana realmente la vida: la gestión de una unión aduanera, un mercado único, una política comercial única, una política de competencia única y una moneda única. Por consiguiente, el primer objetivo debería ser alcanzar la autonomía económica estratégica. Eso por sí solo ya sería un gran logro.
Mis dos prioridades serían: reforzar el papel internacional del euro y la seguridad de la cadena de suministro. La primera exige cambios masivos de política que no se pueden llevar a cabo con el tratado actual. Para desplazar al dólar como primera moneda mundial no se pueden seguir ciegamente unas normas fiscales estrictas, fijar la estabilidad de precios como único objetivo de la política monetaria y ser al mismo tiempo el campeón mundial de las exportaciones. Para reforzar el papel internacional del euro hace falta absorber parte del excedente de ahorro mundial. Esto significa incurrir en déficits y dejar que sea el banco central el que los financie. Estados Unidos ha mantenido déficits gemelos por una razón. No es un fallo, sino una característica, por así decirlo.
También la política monetaria necesita situarse bajo un paraguas más amplio. Un único objetivo de estabilidad de precios es demasiado limitado. Yo me inclino por el doble mandato de la Reserva Federal de estabilidad de precios y pleno empleo. Este mandato reconoce el conflicto inherente de la política monetaria y anima al banco central a encontrar un equilibrio. En materia de política económica, nunca es una buena idea aferrarse a un único objetivo y olvidarse de lo demás. Antes de la guerra en Ucrania, Alemania y Países Bajos se fijaron como objetivo el equilibrio fiscal, pero permitieron que sus superávits por cuenta corriente se dispararan. El gurú de la estabilidad constituía una fuente de inestabilidad macroeconómica para el conjunto de la UE.
Mi segunda prioridad es que la UE se vuelva menos dependiente de los demás para las cadenas de suministro esenciales. Naturalmente, la UE seguirá necesitando importar petróleo y gas, tierras raras y otros bienes. El objetivo no es la independencia total de la cadena de suministro —la opción de Corea del Norte—, sino diversificar y eliminar el riesgo de las cadenas de suministro para evitar que se repita el problema con Rusia.
Lo fundamental es que la noción de cadena de suministro esencial no se defina en función de lo que necesitan las empresas, sino de lo que necesita la sociedad. Se trata en gran medida de una decisión política, una decisión que no debe dejarse en manos de los grupos de presión.
Estos dos objetivos no pueden lograrse sobre la base de una coordinación intergubernamental. No ha ocurrido en el pasado y no ocurrirá en el futuro. Los gobiernos cambian cada cuatro o cinco años. Todos dan prioridad a lo que ellos consideran sus propios intereses. Las estrategias europeas están diseñadas para resolver el problema de la acción colectiva desde el principio, y se prolongan más allá de la duración de un parlamento. El mercado único fue un programa que duró varias décadas y que sigue en marcha. El mercado único estuvo precedido por un cambio de tratado, lo mismo que la unión monetaria. La autonomía estratégica también lo necesitará. Una unión fiscal limitada tendría que incluirse en ese tratado, aunque solo fuera para financiar las políticas destinadas a lograr la autonomía estratégica. También sería necesario para absorber la deuda de otros países.
Sin ese cambio de tratado, no esperen gran cosa. Cuando Estados Unidos lanzó la Ley de Reducción de la Inflación, altamente distorsionadora, la UE no estaba en condiciones de responder, porque se ve atada de manos por sus políticas actuales: el pacto de estabilidad, la política de competencia y la falta de instrumentos fiscales discrecionales. No estoy diciendo que la UE tenga que responder con una versión propia de la Ley de Reducción de la Inflación. Hay razones para no hacerlo. Pero sería muy imprudente privarse de esos instrumentos políticos en un mundo de zonas económicas rivales. La UE prosperó en la era de la globalización, pero no está preparada para este nuevo mundo hobbesiano.
Entonces, ¿qué nos está frenando? Creo que es la combinación de un pensamiento confuso y de gritos de ánimo desde la grada. Los peores enemigos de la UE son también sus mayores entusiastas. Defienden a la UE haga lo que haga. Afirman que se pueden hacer muchas cosas en el marco del actual Tratado de Lisboa, pero también tienen una noción imprecisa de lo que conlleva la autonomía estratégica. Se centran en las batallas entre instituciones, pero tienden a no ver el panorama general.
Si uno sostiene que cambiar de tratado es poco realista, es porque ha dejado por imposible la autonomía estratégica. En ese caso, lo racional será que los Estados miembros busquen otras formas de organizar sus intereses estratégicos.
Wolfgang Münchau es director de eurointelligence.com. Traducción de News Clips.