Autonomía no es Soberanía

Autonomía no equivale a soberanía ni un estatuto tendrá nunca el rango de la Constitución, al provenir de ella. Esto significa que los catalanes tienen soberanía como españoles que son, no como catalanes. Es algo que conviene recordar es lo momentos críticos que se avecinan, con el Tribunal Constitucional a punto, dicen, de dictar finalmente sentencia sobre el nuevo estatuto catalán. Y si él decide que algunos artículos de ese estatuto no se ajustan a ley, habrá que acatarlo. Pero se están alzando voces que piden la desobediencia e incluso la descalificación del Tribunal, que es tanto como descalificar la Constitución y el modelo de Estado que hemos escogido. En otras palabras, abrir un nuevo periodo constituyente a través de la puerta trasera de los estatutos de autonomía. Algo ilegal, antidemocrático y deshonesto.

Soy de los que creyó que el Estado de las Autonomías era la respuesta al dilema unidad-diversidad que ha pendido siempre sobre España, con enfrentamientos que incluyeron la guerra civil. Imagino que fue también lo que llevó a los padres de la Constitución del 78 a inventarse una fórmula imaginativa, que salvando la unidad de España, respetase su pluralidad, por cierto no muy distinta de la de otros países europeos. La fórmula se basaba en equívocos semánticos. España sería una Nación compuesta por distintas nacionalidades, con amplia capacidad de autogobierno, a cambio de que se reconociese un Estado común. Quería evitarse con ello el agravio comparativo, como hizo la República, ofreciendo un estatuto sólo a Cataluña, País Vasco y Galicia. Pero cayendo en parecido error al otorgar a esas tres comunidades el calificativo de «históricas», y a la segunda, más autonomía que a las demás. Lo que, inevitablemente, iba ser fuente de conflictos, pues la envidia actúa entre nosotros en doble sentido: los que tienen menos exigen tener tanto como el que más, y los que tienen más no aceptan que el resto tenga tanto como ellos. El resultado es una dinámica de reivindicaciones imparable y, a la larga, incompatible con cualquier tipo de Estado.

Aunque la principal causa de que el Estado de las Autonomías se vea desafiado por todas partes es que se fundaba en la buena fe de todos. Los «centralistas» cedían competencias a cambio de mantener un Estado común, y los «nacionalistas» cedían nacionalismo a cambio de obtener autonomía. Pero mientras la cesión de competencias del poder central a los autonómicos se ha hecho con una amplitud que ha convertido España en el país más descentralizado de Europa a excepción de Suiza, los «nacionalistas» no acaban de darse nunca por satisfechos. No ocultan que quieren tener su propia nación, cosa lógica e incluso previsible, pues para eso son nacionalistas, y aunque no lo dicen abiertamente, aspiran a tener un Estado, forma suprema de toda nación. Lo que hemos tenido durante los últimos 30 años ha sido una carrera cada vez más acelerada para convertir, primero, las nacionalidades en naciones -cosa ya aceptada al transigirse con el concepto de España como «nación de naciones», pese a admitir la Constitución sólo una nación- y el Estado de las Autonomías, en un Estado de las Soberanías, que contradice el propio concepto de Estado, donde la única soberanía reside en la voluntad colectiva de todos sus ciudadanos, no en la de una parte de ellos. El nuevo Estatuto catalán, con la proclamación de Cataluña como nación en su preámbulo y un articulado que asume funciones y competencias nunca cedidas por el poder central, es la ganzúa que debe descerrajar el aparato constitucional que nos dimos durante la Transición, para sustituirlo por otro completamente distinto, en el que el Estado de las Autonomías deja de ser el instrumento para articular política y territorialmente España como nación y como Estado, para convertirse en el que va a invalidarla, o por lo menos depreciarla, en uno y otro marco. Pues conociendo a los españoles, ninguno querrá tener menos que catalanes.

Un lastre ideológico de los dos grandes partidos «nacionales», que le impide ver el bien común por encima de sus dogmas, junto a un sistema electoral que beneficia desproporcionadamente a los nacionalistas, les ha permitido gobernar durante la mayor parte de este tiempo en sus respectivas comunidades, al tiempo que chantajear al gobierno central, no importaba el partido que lo ocupase. Situación que estalló con la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre para quien el concepto nación es «discutido y discutible», que había prometido a los nacionalistas catalanes «darles lo que le pidiesen». Y los nacionalistas catalanes le han pedido, naturalmente, el reconocimiento de Cataluña como nación sin ambigüedades, el catalán como idioma oficial de su comunidad en detrimento del español, una justicia catalana con capacidad de último recurso excepto en los casos que tengan que ver con España, un defensor del pueblo catalán independiente del general y una hacienda catalana que recaude todos los impuestos en el Principado y negocie con la española transferencias en uno y otro sentido. En resumen, una Cataluña a la que sólo le falta el nombre para ser Estado. La palabra empeñada del presidente del Gobierno permitió el paso de este estatuto con aire de constitución y que, pese a las podas que se le hicieron, tiene 126 de sus 245 artículos inconstitucionales, según el recurso presentado contra él por el PP. Lo que no le ha impedido ser aprobado por el parlamento catalán, algo previsible, por el congreso español, algo ya no tanto al representar a la totalidad del pueblo español, pero comprensible al estar dominado por los intereses de partido, no los del Estado, y un referéndum en Cataluña, aunque sorprendentemente con el exiguo respaldo de sólo 35 por ciento del electorado. ¿O no tan sorprendente, al ser el pueblo más responsable que nuestros políticos?

El Tribunal Constitucional viene forcejeando con ese estatuto desde hace tres años, con unos miembros «progresistas» empeñados en una empresa inalcanzable: legalizar lo que no es legal. Lo han intentado todo sin conseguirlo, por aquella razón del torero: lo que no puede ser, no puede ser, y además, es imposible. Más, cuando uno de esos miembros «progresistas», demostrando que lo es de verdad, ha decidido unirse a quienes piensan que el nuevo estatuto catalán necesita soltar lastre si quiere ser constitucional.

Que no lo es lo demuestran los argumentos que se invocan en Cataluña a su favor. No defienden su articulado. Atacan al Tribunal que debe juzgarlo, con argumentos espurios y amenazas veladas. Le invalidan por no haberse renovado a su debido tiempo. Alegan la excesiva tardanza de sus deliberaciones. Y le niegan poderes para dictaminar sobre una ley aprobada por los parlamentos catalán y español, y refrendada por el pueblo catalán. Cuando el artículo 161 de la Constitución es bien claro: «El Tribunal Constitucional tiene jurisdicción en todo el territorio español y es competente para conocer del recurso contra leyes y disposiciones con fuerza de ley, así como de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas.»

Sólo negando la Constitución a través de la que gozan de los derechos, poderes y privilegios que hoy tienen, los nacionalistas pueden negar al Tribunal Constitucional competencia para juzgar su nuevo estatuto. Pero la congruencia no ha sido nunca su fuerte, así que vamos a dejarlos, porque lo que está en juego ya no es un estatuto, ni Cataluña siquiera. Es España. ¿Qué España queremos? ¿Un Estado de las Autonomías o un Estado de las Soberanías, es decir un Pacto de quasi Estados? Ocho hombre y dos mujeres tienen la palabra. Pueden hacer honor al juramento que han hecho de defender la Constitución no importa las presiones, halagos, amenazas e incluso inclinaciones personales, o pueden hacer un enjuague, más político que jurídico, para legalizar lo inconstitucional. No sería la primera vez que se hace. Pero sería la primera vez que se legitimara que España se esfuma como nación y como Estado.

José María Carrascal