Autopsia de la escuela

Las instituciones antropológicas se van configurando históricamente al ritmo que marcan las necesidades materiales de los grupos humanos envueltos en situaciones de supervivencia y crecimiento. Llegadas a cierto grado de complejidad su estabilidad, consolidación o decadencia dependen cada vez más de factores que rebasan sus primitivos cercos tribales y que implican elementos multicausales: económicos, demográficos, tecnológicos, sociales, políticos, culturales. Las instituciones, entendidas como combinatorias supraindividuales de relaciones codificadas al margen de las voluntades individuales, constituyen la racionalidad material y objetiva, ni divina ni narcisista, ni suprahumana ni emotiva, ni mágica ni miserable, que regula y determina las direcciones y transformaciones de las sociedades. La escuela, acaso desde la Academia platónica, es una de esas instituciones que se fue moldeando a medida que las condiciones históricas iban exigiendo de ella funciones y estructuras distintas. Podríamos, por tanto, datar la existencia de la escuela, como institución destinada a la transmisión de saberes, en el siglo IV a. C.

La escuela pública, sin embargo, es mucho más reciente. Aunque ya en la Edad Media, con las universidades, se formaban cuadros de teólogos, juristas y médicos principalmente, es con Condorcet, en lo teórico, y con los primeros programas de alfabetización a partir de principios del siglo XIX, en lo práctico, cuando podemos hablar con relativa propiedad de escuela pública. Al calor del nacimiento de las naciones políticas modernas, tal institución no podía desempeñar otra función prioritaria que la de producir ciudadanos identificados con la nación política y profesionales encargados de las actividades necesarias para el Estado en desarrollo. Y del mismo modo que la soberanía del Estado-nación entra en declive con este siglo XXI, la función que en él ha de satisfacer la escuela, también. Qué estructuras de poder a gran escala se avecinan es algo que escapa a las capacidades de esta autopsia. Qué estructuras escolares acechan a las sociedades occidentales es imposible de predecir. En todo caso, los síntomas que los nuevos tiempos tras la explosión pandémica están desplegándose ante la mirada del analista y estallándole en la cara a los docentes apuntan a la mutación radical, a una escala tal vez sin precedentes, de la escuela pública y, en sentido estricto, a su extinción. La escuela, en fin, ha muerto ya o se nos está muriendo entre las manos a golpe de legislaciones arbitrarias, acientíficas, antifilosóficas, de la cuales la última es sólo la puntilla formal; de modas pedagógicas basadas en pensamiento mágico y supersticiones infantiles o en oportunismo político y económico; y de trinos y mímicas escénicas en las pantallas enredadas.

En España, el ciclo de la escuela pública se ha cerrado en tres décadas, suficientes para reducir a cenizas la instrucción pública y dar sepultura a la enseñanza sin exequias ni sepelio, mostrando la proa de avanzadilla de la conversión de la escuela occidental en drenaje de masas digitalmente hipnotizadas, sujetos a los que se les han ido amputando las capacidades cognitivas, sobredimensionando sus coyunturas emocionales que los tornan en siervos dependientes de factores ajenos incontrolables, de los estímulos inmediatos del consumo más trivial y efímero en una alienación vital y académica irreversible, nuevo lumpen escolarizado, pasto del vasallaje 2.0. y la precariedad laboral e intelectual. Y no es que la escuela no importe. Si no importara nadie se habría molestado en vaciarla de contenidos –eliminando los mecanismos didácticos sin los cuales las titulaciones carecen de valor y sus titulares, de posibilidad de prosperidad e independencia, salvo los dotados de sobrados recursos económicos y sociales–, y convertirla, así, en sumidero demográfico con el cual maquillar estadísticas incómodas, ni se invertirían tantos recursos económicos, tecnológicos y propagandísticos en justificar su metamorfosis estructural y funcional mientras se malvende a las multinacionales de lo virtual, lanzadas incluso a la oferta de titulaciones universitarias.

La pandemia ha servido en bandeja a la retórica pedagógicamente correcta y políticamente hegemónica la imagen deslumbrante y superficial, hecha de sombras de neón, de una educación digitalizada que finiquite las resistencias de docentes y organizaciones empeñados aún en el anacronismo arqueológico y cada vez más estéril de dar clase, instruir, corregir, examinar, es decir, en el arduo y antipático trabajo de forzar al otro a que se mejore a sí mismo, gane autonomía y enriquezca su vida.

Convendría, por escrúpulo conceptual, abandonar la denominación de escuela para lo que ya es poco más que Tic-Toc administrado en edificios estatales por monitores de tiempo ocupado, dinamizadores grupales y gurús motivacionales que harán superfluos a los jornaleros de la tiza; una especie de televisión a la carta en formato de red social para exhibición compulsiva de afectos, imposición de nuevas tecnologías y contabilidad demográfica y administrativa; censo de población inactiva estabulada masivamente, pues la reducción del número de alumnos por aula, reclamada por los docentes, es un imposible dada la función específica de la escuela hoy; yermo páramo en el que las resistencias docentes son marginales, residuales y sospechosas y el conocimiento va quedando como lujo inaccesible para la mayoría de los escolarizados, al alcance sólo de los que puedan pagarse clases con pocos alumnos, lecciones magistrales y presenciales, en las cuales sigue vivo lo irrepetible y excelso de la enseñanza. Es decir, una privatización del conocimiento y una feudalización del saber y, por tanto, el final de la escuela republicana. Revertir esta deriva a medio plazo se antoja imposible: ¿Quién sería capaz, por ejemplo, de proponer siquiera exámenes externos para obtener la titulación en cada final de etapa, una vez implantada de facto la titulación obligatoria?; ¿quién osaría expulsar de los planes de estudios todo lo que no cuente con el respaldo de las ciencias positivas, el rigor de la historia académica y la tradición humanística; o devolver a los departamentos de orientación a su función auxiliar y entregar el papel central al docente como experto en un saber categorial específico; o erradicar, en consecuencia, la hegemonía demagógica del narcisismo emocional e ideológico y priorizar lo cognitivo; o reducir la ratio de modo que la atención del profesor a sus alumnos sea didácticamente viable? Pero ninguna de estas medidas forma parte de los objetivos políticos y demográficos del fenómeno que se está consumando.

El conocimiento es necesariamente elitista, a pesar de las posibilidades de democratización que la Red prometía. La cuestión queda, por tanto, reducida a la alternativa entre oligarquía o aristocracia, es decir, a establecer qué criterio de selección ha de operar. Vender la eliminación de cualquier criterio de discriminación es demagogia destinada a hacer pasar por equitativa e inclusiva la discriminación económica y social. Felices y entretenidos, los alumnos están siendo vendidos al capital tecnológico por los señores de la santa posmodernidad apocalíptica investidos con el timbre del progreso.

Así como el cine clásico es invisible para el grueso de las actuales generaciones, viciadas por modos de percepción inasequibles a ritmos narrativos ajenos a la estética del videojuego y al parpadeo frenético de las redes sociales, y que precisa de un contexto ambiental específico, ya en tendencial desaparición, así como una formación que asegure atención sostenida, paciencia sosegada y deleite pausado, la escuela, concebida como el ecosistema en el cual se viven experiencias únicas que fuera de ella son imposibles y que necesita esa misma predisposición libre de urgencias e inmediatez, está sentenciada.

Casablanca es ya tan incomprensible, en toda su riqueza, como una clase magistral de literatura griega. Los parias de la tierra flotan conectados al dispositivo electrónico autistas y ciegos para esas cotas lujosas de la inteligencia humana destinadas al olvido.

José Sánchez Tortosa es doctor en Filosofía y profesor. Entre otros, es autor de El profesor en la trinchera (La Esfera de los Libros) y El culto pedagógico. Crítica al populismo educativo (Akal).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *