La inconsecuencia
Toda ideología traza un camino falso, toda receta fracasa cuando el fin no es la cura, sino la propia receta, la vida no se compone de ideas ni se explica desde clanes, se compone de verdades impersonales que no dibujan rutas, acaso pistas, elementos que relacionar entre sí de forma necesariamente perfectible, de los que extraer una lección necesariamente provisional y provisionalmente efectiva, la ley de la gravedad no castiga a los culpables ni premia a los inocentes, ni al revés, ni es guapa ni fea ni solidaria ni egocéntrica, simplemente opera, y conviene, por tanto, conocerla, quiera uno hacer el bien o el mal con ella, sea uno rico o pobre, no hay estrategias ideológicas para acercarse al abismo, para dar un paso al otro lado del barranco, con pretendida razón o sin ella, porque las verdades de la vida, que son las de la física y tal vez sólo ellas, no son injustas, justas, reprobables o buenas, son, simplemente son, que no es poco, son sólo, infinitamente simples e infinitamente complejas, y por eso se puede ser homosexual y de derechas, o notario y de izquierdas, o cantautor y católico, o nacionalista y del Betis, o madridista y de La Junquera, por eso se puede ser liberal y defender la sanidad pública, o comunista y rechazar el aborto, o juez y ladrón, o moralista y adúltero, o racista y culto, o cualquier combinación que usted prefiera odiar o simplemente prefiera, incluso se puede ser infeliz y pobre, digan lo que digan las películas, por eso no hay ideología en el mundo que valga para todo todo el tiempo ni convierta en verdad lo falso ni en improcedente lo que convendría, porque las ideologías no atraen los metales, lo hace el polo norte magnético, que no depende de opiniones ni de gustos ni de la voluntad popular siquiera, que no depende del consenso, depende simplemente de la realidad, que estaba antes de los partidos y seguirá cuando los partidos sean –si no lo son ya– humo, polvo y cieno, aunque no haya forma de ver la realidad, no con nuestros instrumentos deficientes, no con ojos ahítos de engaño, oídos sordos, la nariz tapada, no con el cerebro rumboso, dispuesto a reinterpretarlo todo, no con la percepción al servicio de la apetencia, no con ganas de tener razón, no dormidos, hipnotizados o tuertos –o, lo que viene a ser lo mismo, presumiendo de despiertos–, no hay forma de ver la realidad, pero hay señales, indicios, a lo mejor vestigios, que permiten prestar atención a algo o retirársela sin perder más tiempo, que permiten al menos abordar la segunda fase de la atención, que es la que sigue a la avidez, la que viene cuando se mira sin ganas de encontrar, sólo de ver: la de las consecuencias, porque las cosas reales lo son porque tienen consecuencias, como las tiene toda acción, como las tienen las leyes, las de los jueces y las de la termodinámica, como las tiene subvertirlas, la de la gravitación universal y las de la convivencia, por eso las promesas sólo lo son si anticipan consecuencias y lo moral se hace inmoral cuando las niega, por eso los derechos lo son cuando vienen con obligaciones y el amor sólo lo es si acepta sus renuncias, por eso la voluntad sólo es real cuando uno hace lo que no le apetece hacer y podría evitar hacer pero aun así hace, y el ser humano sólo lo es cuando, junto con sus circunstancias, acepta el precio de levantarse a diario, el de mirarse al espejo sin más filtro que el de las legañas y cargar con la propia mochila, por eso cada cual puede hacer lo que le venga en gana, por siete votos o por cien, lo que no puede es decir que lo hace por otra causa, puede hacer lo que decida, lo que le convenga hacer –incluso lo que le perjudique hacer, si vuela más alto que el resto–, puede mentir, matar, dar vida, sentarse, ayudar, dañar, guiar o apartarse, cada cual puede engañar a quien pueda, pero no debería engañarse, cambiarle el nombre a su gula, pintar de colores su provecho, un mayordomo puede serlo, si así lo elige, pero no puede pedir que lo llamen periodista, uno puede jugar a político, si así le place, pero no con el mazo en la mano, un faraón puede buscar su propio bien, si tal desea, pero no fingir que es el de todos, y menos si parte Egipto en dos y, además, lo enfrenta, porque la mentira no anula las consecuencias que la verdad impone, un mentiroso no debería mentirse, al menos eso, salvo que quiera creer que puede saltar del balcón (o hacer saltar a los demás) y conseguir que la ideología lo sostenga, porque la ideología no sostiene nada ni explica nada ni valida nada ni modifica en ningún sentido la realidad, ser conservador no es bueno ni es malo ni es nada en absoluto, es un nombre, una inclinación que a veces desnorta y a veces ubica, ser progresista no es malo ni es bueno ni es nada en absoluto, es útil a veces y a veces un problema, porque, si se acerca el tren, tocará retirarse o estarse quieto, según por donde pase el tren, y, si el tren viene derecho, más vale ser progresista, y, si va a pasar a unos metros, más vale quedarse quieto, porque el cáncer no es zurdo ni diestro, de eso va la vida, de hacer lo que convenga cada vez, no lo de costumbre ni lo que diga el rabadán de turno ni lo que perjudique al de enfrente como si eso lo beneficiara a uno, y lo que conviene, en general, es hacer lo que está bien, apetezca o no hacerlo, se vote amarillo o marrón, conviene hacer lo correcto, o lo que uno cree correcto, no lo que sabe incorrecto y hasta ayer dijo que lo era –lo que separa y enemista y enfada y desasosiega–, conviene no premiar a quien rompe ni castigar al que cumple, no darle al egoísta y quitarle al diligente, agrade o no ser recto, cueste o no cueste, conviene rechazar lo indefendible, conviene avergonzarse de lo que da vergüenza, conviene no romper básculas ni cavar zanjas ni volar puentes, conviene recordar quién se es y hacerse responsable de uno mismo, porque el único pecado verdadero, el que ni la vida ni sus leyes inmutables perdonan, es el de la inconsecuencia.… Seguir leyendo »