En la novela Ana Karenina, León Tolstói escribió la célebre frase de que «todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera». Algo semejante se podría decir de los sistemas políticos, ya que todas las democracias se parecen; sin embargo, los regímenes autoritarios lo son cada uno a su manera.
Los sistemas políticos, para poder ser considerados democráticos, necesitan cumplir algunos requisitos que se consideran necesarios e ineludibles, entre los que destacan cinco elementos: el respeto de los derechos y las libertades de sus ciudadanos; la presencia de un sistema judicial independiente; la separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; la celebración de elecciones competitivas, periódicas y justas con sufragio universal y la posibilidad de desplazar a los que ostentan el poder, y la presencia de fuentes de información plurales y contrastables. En este sentido, por muy diferentes que sean los países en los que hay democracia, sus sociedades tienen muchos rasgos en común y sus conciudadanos comprenden y comparten códigos.
Contrariamente, las variedades de sistemas autoritarios pueden ser infinitas, y sus características, totalmente diferentes. Es más, muchos de ellos combinan prácticas de exclusión, represión, control y falta de libertades con elecciones. En este sentido, es importante empezar a desterrar la idea de que la democracia es sinónimo de elecciones. No podemos olvidar que la historia moderna está plagada de comicios manipulados y que las elecciones han sido, durante mucho tiempo, un instrumento de control autoritario.
Por ello, es preciso ser cautos con el optimismo desplegado a raíz de la primavera árabe y la celebración de elecciones en los países del Magreb; pues puede ocurrir algo semejante a lo acaecido hace dos décadas con algunos países de Europa del Este como Ucrania, Georgia o Rusia. De hecho, numerosos procesos de transición (desde sistemas dictatoriales), que empezaron organizando elecciones libres y competitivas, rápidamente degeneraron en nuevas formas de autoritarismos.
En esta dirección, es posible hacer un paralelismo entre los acontecimientos desarrollados hace pocas semanas en Egipto y en Rusia, pues los dos países representan una clara muestra de procesos de cambio impulsados desde abajo que, al cabo de poco tiempo, se ven limitados por la celebración de elecciones sin democracia, creándose un sistema que encaja perfectamente con el concepto de autoritarismo electoral.
¿Qué son exactamente los autoritarismos electorales? La respuesta pasa por señalar que no son -bajo ningún concepto- sistemas democráticos, aunque permitan a veces un juego multipartidista en elecciones regulares para la designación de los cargos ejecutivos y legislativos. No lo son porque se trata de regímenes que quebrantan los principios de libertad y de transparencia, y que convierten las elecciones en instrumentos de consolidación del poder. Sin embargo, debido a su extraña mezcla de instituciones formalmente democráticas con prácticas autoritarias, estos regímenes no calzan en las categorías tradicionales. Además, estos sistemas suelen presentar un entramado institucional parecido al de las democracias representativas, si bien ninguna de sus instituciones ejerce funciones garantistas ni de contrapeso al poder establecido. Así, en el marco de esta estéril institucionalidad, el único (y principal) sitio de contestación es el de la arena electoral y, por eso, la celebración de elecciones es muy importante.
Las elecciones, en este entramado, se convierten en algo más que en un ritual de aclamación, ya que forman parte sustancial del juego político. Por ello, los momentos electorales están cargados de conflicto y tensión, ya que las autoridades quieren seguir manteniendo el control de las instituciones y los opositores quieren arrebatárselo. Es en este marco en el que se produce una dura pelea, donde quienes detentan el poder pretenden controlar la administración electoral y el conteo de los votos, así como limitar los espacios de los partidos opositores y manipular los medios de comunicación. Mientras, los opositores necesitan presionar a las autoridades para que acepten sus candidaturas en la competición y sus fiscales en las mesas donde se suman los votos. Además, los opositores tienen que movilizar masivamente a sus partidarios para mostrar su descontento y malestar cuando perciben que sus votos no se han contado o que, simplemente, se han falsificado los resultados.
Es en este momento, el de las elecciones, cuando los autoritarismos electorales se juegan su destino, ya que, en función de la capacidad de la oposición de presionar, movilizar y sumar nuevos aliados, se puede impulsar una agenda democratizadora. Esto es lo que ocurrió hace poco más de un lustro en las llamadas revoluciones de colores y es lo que ahora se está produciendo en las grandes avenidas de Moscú y en la plaza de Tahrir de El Cairo. El desenlace, como siempre, es incierto.
Por Salvador Martí Puig, profesor de la Universidad de Salamanca y miembro del Cidob.