¡Ay, que non hay!

El tema migratorio y la ausencia de políticas económicas sensatas están alimentando todo género de populismos, nacionalismos extremos y graves tensiones sociales que acabarán poniendo en riesgo los sistemas democráticos y permitirán el resurgimiento de actitudes y comportamientos muy cercanos al totalitarismo.

Los casos de los presidentes de Gobierno, Victor Orbán en Hungría y Andrzej Duda en Polonia (un personaje manipulado abiertamente por Jaroslaw Kaczynski, presidente del partido ganador Ley y Justicia) son dos claros e inquietantes ejemplos de este fenómeno pero no ciertamente los únicos. El claro ascenso de partidos nacionalistas en el resto de Europa es un dato negativo que no se puede minimizar. En Alemania un partido antieuropeo y xenófobo, AFD (Alternativa para Alemania), ha entrado en el Parlamento alemán como tercer partido con 94 escaños y casi un 13% de votos. Es la primera vez que un partido de extrema derecha logra esta presencia política en el «Bundestag» desde la segunda guerra mundial. Italia –un país experto en manejar el caos político– se encuentra con el triunfo de dos populismos xenófobos: de un lado, la coalición de centro derecha, que incluye, además de a Silvio Berlusconi, a cuatro partidos con nombres muy significativos, Liga Norte, Forza Italia, Hermanos de Italia y Noi con L’Italia, y, de otro, el Movimiento 5 Estrellas, fundado por el actor Beppe Grillo, un partido antisistema que según su líder Luigi de Maio «no tiene ideología». Austria, con el Partido de la Libertad, el UKIP en Gran Bretaña, el Frente Nacional en Francia y Amanecer Dorado en Grecia, completan un cuadro político que habrá que analizar con más profundidad, con ánimo de alcanzar a conocer como controlarlo y revertirlo.

A esta situación en Europa se une la figura de Donald Trump en los Estados Unidos, que está poniendo en peligro la convivencia en su país y en el resto del mundo y que sirve de ejemplo para otros líderes con sus mismas inclinaciones. Su «America first» es un eslogan trasplantable a todas las naciones del planeta y muchas lo han trasplantado sin reserva ni pudor alguno, porque saben que genera rédito político.

Putin en Rusia y Xi Jinping en China quieren eternizarse en el poder y concentrarlo en sus personas de forma absoluta tolerando libertades limitadas en el terreno económico y aún más cortas en cuanto a acción política y cultural. En África y Latinoamérica, aunque existen algunos ejemplos positivos, la situación va empeorando en la misma deriva y la «primavera árabe» ha dado paso a un peligroso invierno político.

Sobre esta tema, Madeleine Albright, a sus espléndidos 80 años, ha escrito un reciente artículo en el New York Times, que lleva por título «¿Podemos parar al fascismo, o es demasiado tarde?», en el que afirma que «el fascismo y las tendencias que conducen al fascismo representan ahora una amenaza más seria que en ningún otro momento después de la segunda guerra mundial», y exige a su país un comportamiento radicalmente distinto al que está siguiendo el actual presidente.

¿Y España? No estamos desde luego fuera de peligro. Todo lo que sucede estos días en nuestra vida pública carece de buena fe, de buen ánimo, de positividad e incluso de sentido. No hay un mínimo de grandeza ni de altura de miras. Estamos inundados de palabras vacías, estériles, oscuras y de ideas torpes y pequeñas, «iluminadas» por el sectarismo, el resentimiento e incluso por el odio. La calidad democrática va empeorando desde hace ya algún tiempo y el estamento político, los medios de comunicación y muchas instituciones de la sociedad civil participan irresponsablemente en la manipulación y la radicalización de todos los debates.

El tema catalán está alcanzando límites que rozan la extravagancia y lo grotesco y está envenenando la vida política no solo en España, sino en toda Europa y en otros países del mundo. Es un ejemplo doloroso de manipulación absoluta de la verdad, de tacticismo perverso y de desprecio al interés y al bien común que solo tendrá salida cuando los partidos independentistas proclamen de forma inequívoca su decisión de continuar luchando por la independencia de Cataluña, únicamente por vías legales y medios pacíficos y actúen en consecuencia. Deben y pueden hacerlo con prontitud en beneficio de una ciudadanía harta de tanta insensatez, y así se haría posible que los demás partidos colaboren con los independentistas en la recuperación de la maravillosa convivencia que reinaba en una comunidad admirable en todos los sentidos.

Seamos, en cualquier caso, conscientes de que dar por descontada y asegurada la vigencia de nuestro sistema democrático y despreocuparnos de los riesgos que nos amenazan, sería injustificable. Estamos viviendo, como se ha visto, un ambiente mundial extremadamente complejo y peligroso que está poniendo de manifiesto la fragilidad de nuestras convicciones. Los países occidentales tienen que hacer frente a unas tentaciones totalitarias que están avanzando sin control ni respuesta. Pero no hay por el momento voluntad de hacerlo. Ahí está el problema. Ese es el lamento de una canción española del siglo XV: «¡Ay, que non hay!».

Antonio Garrigues Walker, jurista.

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