Ayer y hoy del nacionalismo

Cuando el 21 de abril de 1813 Berlín se prepara para resistir a las tropas de Napoleón, los intelectuales alemanes, antes cosmopolitas, se han convertido ya en fervientes patriotas. La imagen de Fichte portando un escudo de hierro y un cuchillo de grandes dimensiones, de Wolf vistiendo un cinturón tirolés guarnecido de pistolas y hachas, y de Savigny esgrimiendo una pica, simboliza el vuelco intelectual que se produce en el siglo XIX. La época en la que Hegel reverenciaba a Napoleón como el 'espíritu del mundo' y en que Fichte soñaba con ser ciudadano de la Francia de las Luces, es ya historia. El expansionismo napoleónico y la derrota de Prusia en 1806 han liquidado esos sueños. En el invierno de 1807-1808, Fichte pronuncia sus 'Discursos a la nación alemana' en los que, revolviéndose contra el racionalismo de la Ilustración, invoca el sentimiento para despertar en sus compatriotas la conciencia nacional. Ya no busca impulsar, como en 1797, el amor cívico a la constitución y a las leyes sino «la llama ardiente del amor a la patria», de la nación eterna enraizada en la lengua y en el 'espíritu del pueblo'. La primera formulación del concepto de nación étnica, que los pensadores románticos desarrollarán a lo largo del siglo, había nacido.

Es cierto que el cosmopolitismo ilustrado no se desvanece de la noche a la mañana. Mientras Fichte se apresta a luchar en Berlín, Schopenhauer abandona la ciudad porque su patria es «más grande que Alemania». Pero el siglo XIX es mayoritariamente nacionalista, a pesar de Schopenhauer y a pesar de Renan convertido, a raíz de la guerra franco-prusiana de 1870 y de la anexión por el Reich alemán de la Alsacia-Lorena, región francesa de cultura germánica, en el abanderado de un nuevo concepto de nación. La nación cívica, nación de individuos voluntariamente unidos, se erige sobre la idea de que «la lengua invita a unirse pero no fuerza a ello» y ni el idioma, ni la raza ni el territorio en el que nacen, pueden determinar el destino de los seres humanos.

La marea de irracionalismo filosófico, xenofobia, racismo y chauvinismo que inundó el siglo XIX, bajo el lema 'equivocado o acertado, es mi país', barrió el sentir cosmopolita y socavó el respeto a los derechos del individuo, que fueron postergados ante los nuevos sujetos colectivos como el pueblo, la raza, la clase o la nación. El nacionalismo confraternizó con un catolicismo reaccionario (recordemos a Gregorio XVI prohibiendo en 1845-46 la introducción del ferrocarril en los Estados vaticanos) y engendró, a finales de siglo, partidos racistas y antisemitas como el social-cristiano austriaco de Lueger, o la Action Française de Maurras.

En el marxismo, Bernstein criticó la tesis de Marx de que «los obreros no tienen patria», renunciando al internacionalismo y abriendo la vía al patriotismo y a la participación obrera en la primera Guerra mundial. Si, en 1919, la III Internacional proclamaba que la revolución suprimiría las fronteras entre los Estados, la sublevación fallida de Shangai, en 1927, y la toma de las riendas del Partido Comunista Chino por Mao impuso un cambio de estrategia que erigió al nacionalismo en uno de los ejes ideológicos del comunismo y de los posteriores Movimientos de Liberación Nacional (el 'Patria o muerte' de los movimientos iberoamericanos).

En el campo liberal, las teorías nacionalistas sedujeron también a pensadores de la talla de John Stuart Mill hasta que lord Acton sentó doctrina en 1861-1862, estableciendo que liberalismo y nacionalismo eran ideologías opuestas y que el nacionalismo era una regresión, un anacronismo histórico que separaba a los seres humanos en base a su lengua, religión o cultura. En cambio, el respeto al hecho diferencial y al pluralismo era la espina dorsal de la doctrina liberal y garantizaba que personas de diferentes razas y nacionalidades pudiesen convivir en paz bajo un mismo Estado, sin perder sus señas de identidad y sin tener que recluirse en nichos con sus iguales.

Hoy, las distintas corrientes nacionalistas (comunitaristas, republicanos identitarios, 'nacionalistas liberales', etcétera) siguen esgrimiendo rasgos lingüísticos, culturales o religiosos para deslindarse de los 'otros' (extraños o inmigrantes) pues el nacionalismo, dicen, es «una llamada a la diferencia» (Charles Taylor), que requiere marcos homogéneos y cerrados (Yael Tamir) para preservar mejor su identidad. Un universo de reclusión encastrado en un mundo cada vez más plural, abierto y mestizo.

Renan y Acton lucharon en el siglo XIX por forjar una unión entre los ciudadanos en torno a valores racionales que todos pudiesen compartir, y no a sentimientos o arraigos particulares que les distanciasen. Esa ha sido también, en esencia, la propuesta que Habermas ha formulado en las últimas décadas. Con su noción de patriotismo constitucional, el autor alemán, conmocionado por la experiencia nazi, ha tratado de vaciar al Estado-nación de sus componentes disgregadores étnicos y culturales, y de trascender el concepto de identidad nacional que ha propiciado tantos crímenes y desmanes. Ese es asimismo el horizonte de quienes promueven el ideal de una ciudadanía europea, de una identidad 'posnacional', y también el de los nuevos cosmopolitas (como Martha Nussbaum y tantos otros), preocupados por problemas globales como la integridad ecológica del planeta, el equilibrio entre los recursos disponibles y el crecimiento demográfico, el establecimiento de una paz estable y de una mayor justicia distributiva, la definición y protección de los derechos humanos, etcétera, cuestiones que nos afectan a todos, independientemente de nuestro credo, lengua o raza, y a las que debemos buscar respuesta también entre todos. Y que nos animan a pensar que, aun cuando la era de los nacionalismos parece no tener fin, el mundo camina hacia el universalismo.

María José Villaverde, profesora de la Universidad Complutense y autora del libro La ilusión republicana. Ideales y mitos.