En una semblanza de Voltaire, Roland Barthes definió al autor de Cándido como el último escritor «feliz», ya que nunca tuvo en su tiempo adversarios de altura. En ese sentido, quizá la izquierda española sea la última izquierda europea realmente «feliz». No porque sea excesivamente inteligente, que no lo es, sino porque casi nadie se atreve a contradecir sus opiniones, por muy discutibles que sean. Este hecho resulta evidente sobre todo en el campo historiográfico, cuando se tratan temas como la II República, la Guerra Civil o el régimen de Franco. De tanto criticar los mitos del franquismo, la izquierda historiográfica española ha desembocado en la construcción del mito de la II República y de su hombre representativo, Manuel Azaña Díaz. Dentro de poco se cumplirán noventa años del advenimiento del régimen republicano; de ahí que sea necesario someter a revisión este tipo de interpretaciones.
Para empezar, podemos preguntarnos si la II República fue realmente un régimen político dotado de legitimidad. En mi opinión, no. Sin duda, fue un régimen legal, pero nunca llegó a conseguir una legitimidad plena. Hace años, leyendo el célebre libro del historiador italiano Guglielmo Ferrero, liberal antifascista muerto en el exilio, El poder. Los Genios Invisibles de la Ciudad, me asaltó la duda. En una de sus páginas, Ferrero definía a la II República española como un régimen político «prelegítimo». Y es que para el historiador italiano la misión del poder político es la de acabar con el miedo, que es el sentimiento fundamental del hombre frente al mundo. A ese respecto, el requisito fundamental es la legitimidad, es decir, el ejercicio del poder según principios compartidos entre gobernantes y gobernados, a través de diferentes fórmulas políticas. Naturalmente, un principio de legitimidad no puede establecerse en frío. Solo es eficaz si está en armonía con los mores, la religión, la mentalidad y los intereses económicos de una determinada época; en definitiva, cuando es vivido como una creencia, que nadie puede poner en duda.
A lo largo de su efímera y precaria existencia, la II República nunca logró articular una fórmula política aceptada por la mayoría de la población. Y es que no debemos olvidar que los republicanos estuvieron dispuestos a instaurar su alternativa, como lo demuestran las intentonas de Jaca y Cuatro Vientos, mediante el golpe de Estado militar. Y que, finalmente, su advenimiento no fue producto de una transición pactada, sino producto de una movilización de carácter revolucionario. Sin duda, la Monarquía había perdido su legitimidad. La sociedad deferente de notables dejaba paso a una realidad mucho más conflictiva. La II República nació escorada a la izquierda. El liberalismo radical y el socialismo ocupaban el poder por vez primera en la historia de España. Sin embargo, las izquierdas se hallaban profundamente divididas en sus proyectos políticos y sociales. Las dos grandes tendencias del movimiento obrero, socialistas y anarquistas, tenían ideas muy distintas sobre la naturaleza del proceso sociopolítico. Como se demostró en octubre de 1934, un sector muy importante del PSOE, el liderado por Francisco Largo Caballero, tuvo un visión puramente instrumental del régimen republicano, que concibió exclusivamente como vía hacia el socialismo. La CNT fue una fuerza claramente disruptiva durante todo el período republicano. Los nacionalismos periféricos nunca renunciaron a la independencia. Por otra parte, las Cortes constituyentes de 1931 no fueron representativas del conjunto de la sociedad española y dieron lugar a un texto constitucional que nunca fue aceptado por un sector tan decisivo y numeroso como los católicos, por su contenido abiertamente secularizador y anticlerical. Sin duda, hubo unas derechas, como los monárquicos alfonsinos y los carlistas, irreductibles; pero no hay duda de que la Iglesia y un sector del catolicismo estuvieron abiertos al pacto. Ante la magnitud de la disidencia, no resulta extraño que una parte de la legislación republicana tuviera un carácter abiertamente represivo, como la Ley de Defensa de la República, la Ley de Orden Público y la Ley de Vagos y Maleantes, conocida como la Gandula.
Ramiro de Maeztu señaló que la II República, a diferencia de la francesa, no disponía de un Léon Gambetta, es decir, un líder flexible y oportunista capaz de mediar entre los distintos intereses sociales. No lo fue, desde luego, Manuel Azaña. El político alcalaíno goza hoy de buena prensa en nuestro campo historiográfico. Santos Juliá publicó una biografía canónica, Vida y tiempo de Manuel Azaña, donde nos lo presenta como un estadista incomprendido. Y fue el editor de sus Obras Completas, presentadas por Rodríguez Zapatero, para quien Azaña era el precursor de la España actual. Pedro Sánchez visitó su tumba en Montauban, dedicándole grandes elogios. En conmemoración de los ochenta años de su muerte, el Congreso celebró un homenaje, presentándole como un hombre de «consenso» y «reconciliación». En diciembre del año pasado se inauguró una exposición en la Biblioteca Nacional dedicada a su figura. Y de nuevo apareció como el forjador de la España actual.
¿Quién fue realmente Manuel Azaña?. No, desde luego, un gran escritor. Su novela El jardín de los frailes, es una obra carente de tensión narrativa y enormemente ingenua desde el punto de vista ideológico. Fue insensible a las vanguardias. En sus Diarios, Azaña se autodestruye, porque muestra su auténtica faz sectaria y sarcástica. Nadie, sobre todo sus más directos colaboradores, salen bien parados de sus testimonios. Despreció a Ramiro de Maeztu, Ortega y Gasset y Azorín, siendo como pensador y literato, muy inferior a ellos. Michael Oakeshott lo hubiese caracterizado como el típico «racionalista político», por su pretensión de emanciparse de la historia. No existen en su obras huellas de Marx, Weber, Schmitt o Keynes. El pensamiento económico le fue completamente ajeno. En su obra no aparece la menor reflexión sobre la revolución rusa, el marxismo, el fascismo o el New Deal. La crisis del capitalismo liberal y del parlamentarismo no pareció conmoverle. Su actitud ante la Iglesia católica careció de inteligencia, la desafió directamente y, por supuesto, perdió la batalla. Lo más grave de su discurso de octubre de 1931 no fue la frase «España ha dejado de ser católica», sino que el número de católicos españoles resultaba irrelevante para el nuevo régimen. No menos irresponsable fue su planteamiento del tema catalán, incluso en algún momento llegó a reconocer la hipótesis del reconocimiento del derecho de autodeterminación.
Dada nuestra perspectiva actual, hoy sabemos que la razón histórica estuvo de parte de Ortega y Gasset en las discusiones sobre el Estatuto de Cataluña. Su modelo de república supuso un claro intento de marginación del conjunto de las derechas, a las que no otorgaba papel alguno en el nuevo régimen. En su opinión, solo el Partido Radical, y no la CEDA, podía representar a la derecha en la República. De ahí su irresponsable posición ante el triunfo de los conservadores en las elecciones de 1933. No participó en la insurrección de octubre de 1934, pero consideró ilegítima la participación de la CEDA en los gobiernos republicanos. Como presidente de la República, la lucidez y la eficacia políticas brillaron por su ausencia. A lo largo de la Guerra Civil, no fue más que una marioneta. Por ello, su discurso pronunciado en Valencia en julio de 1938 –el de «Paz, Piedad y Perdón»– carece de grandeza, ya que se pronunció ante el presagio de una inevitable derrota. Además, su contenido fue censurado por las autoridades republicanas, al considerarlo derrotista. El epitafio de su trayectoria política fue La velada en Benicarló, donde, al menos en parte, reconoce sus errores. En ese sentido, cualquier intento de convertirlo en ejemplo tan sólo puede ser concebido como fruto de una mente superficial. «Son ciegos, guías de ciegos; y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán al hoyo» (Mateo, XV, 12-14). O sea, en la III República confederal.
Pedro Carlos González Cuevas es historiador y profesor titular de Historia de las Ideas Políticas en la UNED.