Azaña es la República

«Y la República es Azaña», remachó Ramos Oliveira. No había transcurrido un mes desde su proclamación cuando el 11 de mayo, un incidente sin importancia intrínseca ni trascendencia alguna provocó el «hecho repugnante» y el «fetichismo primitivo y criminal», según la nota condenatoria de Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, que ha pasado a la historia como «la quema de los conventos». En la mañana anterior se había inaugurado en Madrid un «Círculo monárquico independiente» y con tal motivo, un altavoz, instalado en una ventana, dejó oír desde la calle la «Marcha Real», un «¡viva la República!» de un taxista fue contestado con otro «¡viva el Rey!», dando principio a un enfrentamiento que fue creciendo vertiginosamente hasta desembocar en el incendio de 107 templos en toda España, la mayor parte en la capital, sin que la fuerza pública interviniera, limitándose a acordonar los recintos para que ardieran como antorchas. En esa coyuntura, el día 14, don Manuel Azaña pronunciaría la primera de las frases que le llevaron al despeñadero: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano», ya que la piromanía de la plebe -en su opinión- era «una muestra de la justicia inmanente». No fue aquel un motín espontáneo. El ministro de la Gobernación, Miguel Maura, tuvo aviso cuarenta y ocho horas antes, sin que hiciera el menor caso, aunque ya en la noche del 10 lo anunció al Gobierno, que tampoco le prestó atención. Por otra parte, el secretario general del Comité Central de la Juventud Comunista hizo público en 1935 que su partido fue el motor oculto de los incidentes y que, además, preparaba una manifestación en la Plaza Mayor contra el Gobierno, cuyos actos no le inspiraban «suficiente» confianza. Nadie pareció darse cuenta entonces de que quienes «pegaban fuego a las iglesias, pegaban fuego a la República», como profetizó también Ramos Oliveira.

No es necesario pedir prestado a Diógenes su farol para encontrar nuevas sentencias lapidarias, que más bien fueron epitafios. Estamos ahora en octubre de ese año y en el salón de sesiones del Congreso. El que poco después será presidente del Gobierno pronuncia un discurso para explicar el que sería el art. 26 de la Constitución, donde se regulaba la posición de la Iglesia Católica en el seno de la República. «España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes... pero España ha dejado de ser católica, a pesar de que existen muchos millones de españoles católicos creyentes». La expresión desafortunada, sacada fuera del contexto del discurso pero cuyos actos coetáneos y posteriores guardaban bastante coherencia, mostró una gran dosis de imprudencia e irresponsabilidad impropias de un hombre de Estado. Bien es cierto que el rigor intelectual no se compadece con el pensamiento político. Gracias a tal discurso polémico el artículo 26 fue aprobado dos días después por 178 de 460 diputados, ya que 223 se ausentaron del salón de sesiones como protesta. Era «una invitación a la guerra civil», según el presidente de la República, Alcalá Zamora, que dimitió aunque volvió enseguida al olor del poder en una danza frívola e irresponsable.

El 4 de diciembre apareció por fin la Constitución en la Gaceta y al día siguiente don Niceto regresó de su voluntario y mendaz ostracismo para alzarse como presidente del nuevo régimen. A gran velocidad se formó el primer Gobierno constitucional y a la cabecera del banco azul sentose definitivamente quien lo estaba provisionalmente, Azaña, inaugurando así la etapa que por su duración se conocería como «bienio» con el apellido de su protagonista y calificativos ditirámbicos claramente inapropiados, si se hace inventario de cuanto sucedió en Castilblanco, Arnedo, la cuenca del Llobregat desde la izquierda y la «sanjurjada» desde la derecha. El 21 de octubre de 1931 se había aprobado la Ley para la Defensa de la República y el 13 de abril de 1932 fue detenido por la policía a la salida del bar «Flor» como portador de una pistola sin licencia un tal Lahoz Burillo. Puesto a disposición del juez de Instrucción del Distrito del Centro, don Luis Amado, lo mantuvo preso y a las 72 horas dictó auto de procesamiento con libertad provisional sin fianza. Enterado del caso el ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, en Sevilla donde se hallaba, ordenó por telégrafo la aplicación de la Ley de Defensa de la República al juez, imponiéndole el día 19 la sanción de tres meses de suspensión de empleo y sueldo, sin expediente ni ser oído, sanción contra la cual formuló recurso ante el Gobierno, que la desestimó. ¿Motivos del castigo? Las diría Casares Quiroga el 26 de abril ante el Congreso: haber sido Amado gobernador civil de Valencia en 1930 y ser el procesado un obrero del diario «El Debate» que, perteneciente al Sindicato Libre, no debió ser puesto en libertad sino mantenido en prisión.

En el debate se oyó también una apología de tales desafueros por el presidente del Gobierno que, con frialdad dejó claro su pensamiento: «Yo no creo en la independencia judicial». Era sincero y sería coherente, pero no estaba solo. En el Tribunal de Garantías Constitucionales se vetó la presencia de magistrados procedentes de la carrera judicial y cuatro años más tarde, esta vez ya presidente de la República, sancionaría con su firma el Decreto de 13 de junio de 1936 que sometió al Tribunal Supremo con carácter retroactivo a un rígido control político. Finalmente, el 18 de agosto de tal año, el Palacio de Justicia de Madrid fue incautado por la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados con la ayuda de las «Águilas de la Libertad», organización anarquista y dos Decretos de 23 y el 26 del mismo crearon los Tribunales Populares, como consecuencia del escándalo internacional que habían provocado las sacas de presos de la Cárcel Modelo para ser asesinados por las «checas».

Rafael de Mendizábal es magistrado emérito del Tribunal Constitucional.

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