Azaña y Cataluña

Además de ser una de las principales figuras de la promoción novecentista de 1914 y un excelente escritor, de estirpe cervantina, don Manuel Azaña encarna, para muchos, lo que pudo haber sido –y no fue– la Segunda República. A lo largo de su trayectoria política, tuvo que lidiar muchas veces con el problema del nacionalismo catalán. Conviene no olvidar su experiencia y su criterio, tal como lo expone en sus discursos parlamentarios –fue, como Gil Robles, un brillantísimo orador– sus «Diarios» y algunos artículos. (Puede consultarse todo ello en sus «Obras Completas», que editó, en México, Juan Marichal; en la edición de sus «Diarios completos», que ha hecho Santos Juliá, y, sobre todo, en una interesantísima antología, «Sobre la autonomía política de Cataluña», que realizó el maestro de juristas Eduardo García de Enterría).

Azaña y CataluñaEsta historia comienza en 1930, en el viaje a Cataluña que hacen un grupo de intelectuales madrileños, con la mejor voluntad de acercamiento y comprensión. Azaña, que era entonces presidente del Ateneo de Madrid, con toda la carga cultural y política que eso suponía, lee el discurso de clausura –un texto escrito, no improvisado– en Barcelona, el 27 de marzo. Su posición, como la de sus compañeros, es de una generosidad que roza la ingenuidad: «Muy lejos de ser inconciliables, la libertad de Cataluña y la de España son la misma cosa».

Cuando llega la República, comprueba Azaña que la cuestión es mucho más peliaguda, por la sistemática deslealtad de los políticos catalanes. Su más importante pieza oratoria, sobre este tema, es el discurso que pronuncia el 27 de mayo de 1932, como presidente del Gobierno, en el debate parlamentario acerca del Proyecto de Estatuto de Cataluña. Para entonces, tiene ya muy claro Azaña que la Constitución de la República es el criterio jurídico superior y que, por definición, no puede infringirla el Estatuto de una Autonomía, que sólo existe en virtud de esa misma Constitución. Por eso, afirma rotundamente: «Es un concepto incompatible con la Constitución que Cataluña sea un Estado… Las regiones, después que tengan la autonomía, no son el extranjero, son España… Cataluña es una parte del Estado español».

También es tajante Azaña en el tema lingüístico: «La mayor desgracia que le pudiera ocurrir a un ciudadano español sería atenerse a su vascuence o a su catalán y prescindir del castellano».

Al afirmar Lerroux que él no aceptaría cualquier decisión que mermase o quebrantase la unidad nacional, Azaña le tranquiliza: «Naturalmente, todos estamos de acuerdo, tiene la valla infranqueable de la Constitución para que no se cometa tamaña falta».

Queda claro que, en ese debate parlamentario, nadie menciona siquiera un hipotético derecho de autodeterminación de los catalanes: «Es pensando en España, de la que forma parte integrante, inseparable e ilustrísima Cataluña, como se propone y se vota la autonomía de Cataluña, no de otra manera».

Con el Frente Popular, Azaña pasa a ser presidente de la República. En el llamado «Cuaderno de la Pobleta» (1937), anota que transmite a Negrín, al que acaba de nombrar nuevo presidente del Gobierno, una sola consigna explícita: recuperar los poderes que reservan al Estado la Constitución y las leyes, poniendo coto a los «excesos y desmanes» de los órganos autonómicos catalanes.

Con una creciente amargura, se pregunta Azaña por qué no reaccionan públicamente, ante esto, muchos catalanes: «La opinión pública catalana, que está harta de abusos, de locuras y de traiciones, no se manifiesta porque la aterrorizan… Todo este sistema ha sido destruido. No puede admitirse que la autonomía se convierta en un despotismo personal, ejercido nominalmente por Companys, y, en realidad, por grupos irresponsables que se sirven de él».

Afirma haber asistido, en Cataluña, «estupefacto, al desarrollo de la más desatinada aventura que se puede imaginar… No se han privado de ninguna trasgresión, de ninguna invasión de funciones». Y, como ejemplo de las «extralimitaciones y abusos de la Generalidad, que no caben ni en el federalismo más amplio», señala la creación de «Delegaciones de la Generalidad en el extranjero».

Todavía hace una última apelación a la responsabilidad de los políticos catalanes: «La salvación y el prestigio de la autonomía depende de ustedes. No ha sido ni el Estado ni los “centralistas” quienes los han comprometido».

No faltan, en los «Diarios» de Azaña, comentarios del más negro humor sobre otras autonomías: «He sabido con asombro que uno de los Consejeros de Aragón es un sujeto que fue chauffer mío en Madrid, en 1935. Ahora gobierna en Caspe, como sucesor de Martín el Humano». Y, atribuyéndoselo a Negrín, añade unas frases realmente llamativas: «Y, si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos las entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco».

El ingenuo optimismo inicial de Azaña ha ido cambiando, al comprobar la deslealtad con la que los políticos catalanes han respondido a la generosidad de los republicanos, rompiendo los pactos expresos que habían hecho en San Sebastián, en la elaboración de la Constitución republicana y para lograr la aprobación del Estatuto catalán. De la amargura, Azaña ha ido pasando a la impotencia y al sentimiento de culpabilidad, por no haber sabido evitar todo esto.

En uno de los artículos de la serie «Sobre la guerra de España», que escribió, ya en el exilio, concluye: «Nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario o bajo un régimen autonómico, la cuestión catalana perdure, como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias…».

Un dato más. En su estudio preliminar a la antología de textos de Azaña, el maestro García de Enterría aclara con toda nitidez algo básico: la Carta de las Naciones Unidas reconoció el derecho de autodeterminación para el proceso de descolonización, ya concluido, pero «no se incluyó ni un solo caso de desmembración de un Estado democrático y consolidado históricamente».

Cita textualmente Enterría la Resolución nº 1.514 de la Asamblea General de la ONU: «Todo intento encaminado a quebrantar, total o parcialmente, la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas». No puede estar más claro.

Me he limitado a enlazar, con mínimos comentarios, algunas opiniones de don Manuel Azaña. El lector juzgará si conservan o no actualidad y vigencia. ¿Se repite la historia? ¿Somos capaces de aprender de los errores pasados?... Sí hay algo indiscutible: negarse a ver la realidad, por dolorosa que sea, constituye una enfermedad que acarrea pésimas consecuencias.

Andrés Amorós, catedrático de Literatura Española.

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