Azaña y la genealogía del liberalismo

Bien por su dedicación perseverante a la literatura, bien por su tardía consagración a la política, cierta crítica siempre ha encontrado algún flanco por el que minusvalorar, cuando no descalificar rotunda y sumariamente, una de las figuras más destacadas del siglo XX español, Manuel Azaña. A favor de esta crítica jugó, sin duda, la saña implacable con la que, tras la derrota de la República, fue borrado cualquier rastro de su último presidente, llegando al extremo de sustituir el nombre de un pueblo toledano, Azaña de la Sagra, por el simple motivo de que coincidía con el suyo. Confiscados por la Gestapo y entregados al régimen franquista buen número de sus escritos, destruido en los archivos el registro sonoro de sus innumerables discursos, la tarea pública de Manuel Azaña quedó durante décadas a merced del sambenito infamante de estar movida por no se sabe qué rencor ni qué resentimiento. En definitiva, a merced de ese género de acusaciones que el poder que es criticado desde la razón suele lanzar contra la persona cuando es incapaz de contestar los argumentos.

La publicación de sus Obras completas en 1966, compiladas para la editorial mexicana Oasis por Juan Marichal, sólo alcanzó a realizar una contribución modesta aunque rigurosa a la reparación de esta injusticia. Faltaban en sus cuatro volúmenes textos a los que Marichal no pudo tener acceso, tanto por encontrarse él fuera de España como por el hecho de que esos textos se custodiaban en los sótanos de la Dirección General de Seguridad y en manos de Franco y sus herederos. Pero, sobre todo, los condicionantes ideológicos de la época, no ya entre los vencedores, sino también entre los vencidos, no favorecieron la recepción que merecían aquellos miles de páginas publicadas por Oasis: las fuerzas políticas más activas contra la dictadura no estaban en condiciones de leer, y menos aún de reconocer como propio, a un político que reclamaba desde la izquierda el liberalismo y la democracia, además de una visión social que alcanzó su pleno desarrollo en la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Después del trabajo pionero de Marichal, Santos Juliá ha llevado a cabo para el Centro de Estudios Constitucionales una ejemplar labor de recuperación y edición de manuscritos, publicaciones y otros documentos que hacen que las Obras completas de Azaña lo sean de verdad o, al menos, estén más cerca de serlo. Con unos condicionantes ideológicos menos compulsivos que los de 1966, hoy no debería cometerse otra vez el error de la indiferencia; un error que no sólo es signo de que no se comprende el ideario político y artístico de Azaña, sino de que la historia de las ideas en España sigue lastrada por algunos prejuicios del nacionalismo decimonónico y por el respeto reverencial a figuras ambivalentes.

La obra literaria de Azaña ha sido enjuiciada en demasiadas ocasiones en función de la personalidad pública del autor, dando por descontado que el aprecio o la discrepancia hacia sus posiciones políticas podía trasladarse a su trabajo de creación. El teatro, el ensayo o la narrativa de Azaña, por no hablar de sus Diarios, han sido tomados, así, por una mera extensión del campo de batalla, sólo útil para extraer pormenores de su actividad al frente del Ministerio de la Guerra, la Jefatura del Gobierno o la Presidencia de la República. Cierto es que existe una indiscutible coherencia entre las diversas vertientes de su actividad, pero cada expresión es cada expresión, y la crítica literaria no debería abandonar sus instrumentos en favor de los de la crítica política, y viceversa.

Azaña fue un dramaturgo mediano que, además, incurrió en el desatino de estrenar cuando ya formaba parte del Gobierno. Como ensayista, en cambio, es uno de los críticos más certeros de la generación del 98, todavía hoy venerada sin advertir la naturaleza de sus ideas, y de ahí que los ámbitos de reflexión de Azaña aparezcan en gran medida como un contrapunto ilustrado y democrático a los autores del Desastre: la historia de España, la interpretación del arte y la literatura de los siglos XVI y XVII o los remedios para sacar al país del atraso. Aparte de su narrativa más breve, Azaña no fue sólo un novelista de la introspección. La crisis personal del protagonista de El jardín de los frailes al descubrir las falacias de su educación coincide con la crisis del país a raíz de la pérdida de las últimas colonias, dos hechos entre los que el relato establece un significativo paralelismo. La inconclusa Fresdeval se atiene a la estructura de las sagas familiares, pero es también un alegato contra el sistema caciquil.

Pero, tal vez, el Azaña que mejor explota sus dotes de escritor es el que recurre, revitalizándolos en nuestra lengua, a géneros entonces poco frecuentados, como el diálogo y, hasta cierto punto, los diarios. La velada en Benicarló no es una pieza de teatro, por más que el talento de José Luis Gómez consiguiera popularizar una versión bajo esa forma; es un diálogo, o dicho en otros términos, una obra que prolonga un género del que ya se valieron en España las corrientes erasmista e ilustrada. Y es, además, algo que un extraño pudor ha impedido afirmar durante mucho tiempo: una de las más conmovedoras, profundas y extraordinarias creaciones literarias en español del siglo XX. Otro tanto cabe decir de los Diarios, en especial de los escritos por Azaña durante la guerra, sólo que, en este caso, su indiscutible valor testimonial, su ingente información historiográfica, parece condenar al segundo plano la sostenida reflexión sobre los grandes problemas humanos que recogen sus páginas. Es de suponer que, a medida que el referente político se vaya desvaneciendo en el olvido, los Diarios comiencen a ser leídos como una proteica obra literaria en la que se dan cita recuerdos, descripciones, graves cuestiones filosóficas, juicios morales de valor universal.

Sería injusto, sin embargo, que el imprescindible reconocimiento del Azaña escritor se llevara a cabo sobre la condena del político, según pretendieron, en efecto, algunos de sus críticos más inicuos. Como todo gobernante, pudo cometer errores, pero fueron errores dentro de las instituciones democráticas, errores que nunca procedieron de una traición a su máxima de que el Gobierno debe ejercerse con razones y con votos. Del Azaña político se ha dicho que fracasó; pocas veces se ha reparado en el sinsentido o en la monstruosidad del que parte la afirmación de ese supuesto fracaso. Sinsentido, porque es difícil sostener que ha fracasado un político que alcanza la máxima magistratura de su país ateniéndose a las normas constitucionales y que, al alcanzarla, se le reprocha que su formidable capacidad exigía que permaneciese en la Jefatura de Gobierno y no aceptar la del Estado. Monstruosidad, porque si lo que se pretende sugerir es que había motivos para que unos generales se levantaran en armas, entonces se está legitimando que los ejércitos tienen un papel que desempeñar en la política democrática. La República fue derrotada, Azaña fue derrotado y, si en esa derrota hay un fracaso, es el mismo fracaso que cosechó la Europa democrática que sucumbió al empuje del totalitarismo. Si las tornas cambiaron fue porque la Europa democrática se unió en la lucha y contó con el apoyo de Estados Unidos y, también, de la Unión Soviética. La República española combatió a solas y sucumbió a solas.

La publicación de las Obras completas compiladas por Santos Juliá para el Centro de Estudios Constitucionales, retomando el esfuerzo de Juan Marichal para la editorial mexicana Oasis, suponen una segunda oportunidad para Manuel Azaña, para su obra literaria y para el juicio sobre su tarea política. Una segunda oportunidad que no debería malgastarse en una carrera propagandística para determinar quién entre los dirigentes y los partidos actuales puede hacer más exhibición de azañismo. Los escritos y los discursos de Manuel Azaña exigen, para ser cabalmente comprendidos, trazar de nuevo la genealogía del liberalismo español, corrigiendo la que hoy sigue dándose por válida. Ésa sería la mayor contribución de la historia de las ideas, la mayor contribución de estas Obras completas de Manuel Azaña, a una España más democrática y más justa.

José María Ridao