Azcárate, la integridad del político

La desaparición de Gumersindo de Azcárate un quince de diciembre del año 1917 es un centenario ineludible. Se desplomó sobre su mesa del Instituto de Reformas Sociales cuando trataba de evitar la retirada de la representación obrera por las detenciones de la huelga general de ese año. A las pocas horas murió. “Cayó sobre el yunque”, se escribió en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, de la que fue cofundador y presidente. En realidad siempre estuvo sobre el yunque, porque nunca vio el trabajo como un simple modus vivendi profesional sino como una profunda obligación moral hacia sus ciudadanos y su patria, un deber que le ataba a las necesidades de su sociedad. Ortega dijo que era “el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja”. Muchos años después se añoraba todavía su figura como un ejemplo vivo de integridad moral en el mundo de la política. No digamos hoy.

Azcárate, la integridad del políticoHabía nacido en León en 1840, en el seno de una familia culta y liberal. A su padre, Patricio de Azcárate, le debe este país la primera traducción completa de los diálogos de Platón y las obras de Aristóteles. Y eso que era gobernador civil, pero de aquellos gobernadores civiles con el coraje suficiente para exigir del cura párroco que nadie fuera enterrado extramuros del cementerio porque todos tenían igual derecho al reposo. Aquel amor por la filosofía y esta lucha contra el sectarismo religioso estarán siempre presentes en la vida de su hijo Gumersindo. Catedrático de Legislación Comparada en la Universidad de Madrid, fue separado de ella en 1875, en la llamada Cuestión Universitaria. No consintió que sus enseñanzas hubieran de ajustarse a las consabidas buenas costumbres, a los dogmas de iglesia alguna o a la forma monárquica de gobierno. Por eso fue deportado a Cáceres.

Allí empezó a escribir dos libros clave para entender la España del siglo XIX y para entenderle a él mismo: la Minuta de un testamento y El self-government y la monarquía doctrinaria. En el primero describe las agonías de un creyente liberal en el medio asfixiante de la ortodoxia católica de su tiempo. Y reclama la tolerancia y la sinceridad de la vida moral frente a la hipocresía que generaba el dogma impuesto. Ese fingimiento en el comportamiento exterior mientras se vive internamente una moralidad huera y sin fuerza le repugna profundamente. La hipocresía no es un homenaje a la virtud; es solo simulación y falseamiento de las propias convicciones. La denunció siempre. También en la vida política.

El otro libro, cuyo título puede confundir o extrañar, es la mejor contribución a la teoría política de nuestro siglo XIX. Versa sobre la cuestión clave de la vida constitucional de su tiempo: soberanía popular o monarquía autoritaria. Y Azcárate no lo duda: la única legitimación posible del poder es la soberanía de la nación, el gobierno del país por el país. El autogobierno exige que el pueblo sea dueño de sí mismo, aunque la monarquía española de entonces no acabe de aceptarlo. El libro aparece en 1875, y en él Azcárate afirma que la monarquía sólo sobrevivirá si resulta ser constitucional y parlamentaria, como la inglesa o la belga. Un siglo nos ha llevado entenderlo. También defiende que el régimen parlamentario, concebido como una articulación representativa de las distintas ideas y disposiciones que habitan en la sociedad, obtenida con un sufragio limpio y sincero, es la fórmula política insustituible. Todo lo demás es puro poder personal. Por eso, por ejemplo, trata de convencer al movimiento obrero de que deje de lado la acción directa y se incorpore a la actividad parlamentaria. Y a los patronos conservadores e integristas que se unan con él a la reforma social mediante el acuerdo y la ley. ¡Cuántas calamidades se hubieran evitado de hacerle caso de una y otra parte!

Toda esa riqueza de propuestas y matices la obtiene Azcárate de una concepción ética de la responsabilidad, la transparencia y la sinceridad, que él se exige a sí mismo y al sistema político. Durante treinta años —de 1886 a 1916— fue diputado al Congreso por la provincia de León. Advirtió desde el primer momento a sus electores que no era un 'delegado' de la provincia sino un representante del interés de todos. Y, aunque conocía perfectamente los problemas que crea la indisciplina en cualquier organización, puso siempre su conciencia por encima de las conveniencias de su partido. Nunca formó parte del gobierno. Fue toda su vida diputado de la oposición pero si el gobierno proponía algo que redundara en el bien común, no dudaba en apoyarlo, dijera su partido lo que dijera. Otro proceder le parecía indecente.

Luchó siempre contra las corruptelas y vicios del proceso electoral y parlamentario de sus días. Concebía la tarea del diputado como una responsabilidad sagrada. Por eso le repugnaban las claudicaciones y los trapicheos. Su libro El régimen parlamentario en la práctica (1885) tendría que ser lectura obligatoria para todo responsable político. El falseamiento de las elecciones, la impaciencia aventurera por el poder, la falta de transparencia, la doble moral, la corrupción económica, etc., van desfilando en sus capítulos como otras tantas traiciones al sistema político de opinión pública abierta, que era para él el único aceptable. Creía en la prensa como un ingrediente imprescindible del régimen parlamentario, a condición de que fuera, son sus palabras, desinteresada, culta, imparcial e independiente. Por supuesto que conocía perfectamente los intereses bastardos y los condicionamientos económicos y políticos que la asediaban; y odiaba “el interés malsano y momentáneo que le dan el noticierismo, las personalidades, los chismes y el escándalo”. Sin embargo, la tenía por un pilar fundamental para la formación y el flujo de la opinión pública en una sociedad abierta.

Como consecuencia de su enorme prestigio y su reconocida ejemplaridad fue convocado con frecuencia a ocupar cargos de responsabilidad en diferentes juntas, comités o instituciones públicas. Jamás aceptó sueldo o remuneración por ello. Ni coche oficial alguno. Y sólo accedía a ejercerlos si eran compatibles con su cátedra y su escaño. Anciano ya, se vio en la necesidad de enviar por primera vez a un auxiliar a explicar su lección a la Universidad, y sólo por ello tomó la decisión de dimitir de ella. Esa era la clase de escrúpulos que llevó siempre en la alforja, y que tan raros resultan hoy día. Vamos a evocarlos esta semana en León, su viejo distrito electoral.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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