Aznar sale del desierto

La conversación que publicamos en EL ESPAÑOL es la primera entrevista a un medio escrito de José María Aznar, en su recién adquirida condición de 'elder statesman'. Quién lo iba a decir, cuando nos conocimos hace treinta años. La traducción literal no le cuadra porque alguien que está en plena forma no puede ser catalogado, y menos a los 65, como un “estadista anciano”; pero el concepto, sí.

La expresión se acuñó a comienzos del siglo pasado, como analogía de los políticos retirados que en Japón se integraban en el Consejo del Emperador. Para que alguien pudiera ser considerado un 'elder statesman' se requerían tres condiciones: una cualificada trayectoria de servicio público en primera línea, la determinación irreversible de no volver a la política activa y el ascendente moral sobre quien ejerciera el poder o tuviera la expectativa de hacerlo.

En el caso de Aznar, el cumplimiento de la primera condición es un hecho objetivo. Ni siquiera sus adversarios más enconados niegan que sus ocho años en el poder supusieron la primera experiencia plenamente democrática del gobierno de la derecha en España. Esta misma semana, un ex dirigente socialista me comentaba que hay quien piensa que Aznar ha sido a la vez “el mejor y el peor presidente de la democracia”. Yo le contesté con mi vieja teoría de que, en su primera legislatura, su inteligencia sujetó sus pasiones e hizo lo que le convenía, mientras que, en la segunda, se invirtieron las tornas e hizo lo que le apetecía.

Aznar sale del desiertoEs indudable, en todo caso, que la tragedia del 11-M y los errores en su gestión empañaron el balance global de una meritoria labor que metió a España en el euro e impulsó su modernización. También, que aquel episodio terrible, aún insuficientemente aclarado, tintó de un aura de amargura lo que era una ejemplar salida voluntaria de la política.

Entonces comenzó una especie de travesía del desierto, en la que la figura de Aznar fue pasto de las dentelladas y enconos, tanto de sus adversarios como de sus presuntos afines. Lo primero era previsible; lo segundo, no. Las discrepancias de fondo, puestas de manifiesto en el Congreso de Valencia, hicieron aflorar, con intensidad inesperada, la mezquindad de un hombre mediocre como Rajoy quien, incapaz de medirse con aquel a quien debía su poder, optó por decretar su invisibilidad.

Soportando humillaciones, desplantes, campañas de descrédito y hasta zancadillas fiscales, Aznar tuvo la capacidad de reinventarse con una proyección internacional que pocos esperaban. Tanto a través de empresas de la envergadura de News Corp, como de instituciones académicas e intelectuales que le han incorporado a sus filas. Tanto es así, que cuando en nuestra conversación se queja del actual desdén de la administración Trump hacia el pensamiento estratégico de los think tanks, está en buena medida hablando de sí mismo.

Al mismo tiempo, publicó libros de memorias o ensayos como este último que acaba de sacar del horno -El futuro es hoy- y convirtió la fundación que le había dado sustento ideológico para llegar al poder -FAES- en una especie de cuartel de invierno. Su apuesta consistió en reducir su tamaño y presupuesto, para conservar la independencia que le permitía seguir marcando distancias con las vacilaciones de la política económica de Rajoy y su tibieza ante el desafío separatista. Ese repliegue sobre sí mismo no le impidió ni fomentar el estudio de la historia reciente, con la colección de biografías que acaba de editar la de Miguel Maura, ni estimular las nuevas vocaciones políticas a través del Instituto Atlántico de Gobierno.

Caricaturizado por la izquierda, repudiado como extremista por el marianismo, Aznar ha vivido una situación similar a la de Churchill durante sus llamados años "in the wilderness". Para unos era una vox clamantis in deserto, a la que el tiempo iba dando la razón respecto a la futilidad del apaciguamiento ante los enemigos del Estado; para otros, una Casandra alarmista y aguafiestas que hacía suya la retórica del "cuanto peor, mejor". Tal vez por ese paralelismo con Churchill, siempre se especulaba con su retorno a la política, para ofrecerse como cirujano de hierro ante una situación límite para la España constitucional.

Ahora esa travesía del desierto ha terminado, tras ganar, por persona interpuesta, la cuarta votación más importante de su vida política. La primera le otorgó, por la mínima, la presidencia de Castilla y León en 1987; la segunda fue la "amarga victoria" del 96; la tercera, la mayoría absoluta del 2000; y esta cuarta, el triunfo de Pablo Casado en el Congreso del PP que tiró el cadáver de Rajoy al río y enterró hasta a su propia sombra con abanico. Si hubiera ganado Soraya, Aznar habría tenido que afrontar otro episodio churchilliano: el de cambiar, pública o veladamente, de partido -apoyando a Ciudadanos- para seguir defendiendo las mismas ideas.

La mayoría silenciosa del PP, a la que él mismo había mantenido en estado de mutismo adolescente, invistió, sin embargo, como líder a Casado, con plena conciencia de que eso suponía reponerle a él, no tanto en la presidencia de honor, sino en la condición de referencia moral del partido. Lo que se eligió fue una especie de ticket: Casado como paladín, Aznar como 'elder statesman'.

No es casualidad que ahora se cumplan, a la par, el segundo y tercer requisito para adquirir ese rango. Mientras Casado le arropó en su comparecencia ante la comisión sobre financiación ilegal del PP, se ha declarado su émulo, ha pedido sus consejos y presentará El futuro es hoy, fue en esta conversación que mantuvimos el martes en la que Aznar zanjó de forma definitiva y "para siempre" toda fantasía sobre su retorno. Y todos sabemos que si Aznar dice "para siempre", es "para siempre".

Seguro que muchos aznarófobos verán disiparse así la peor de sus pesadillas; pero yo les aconsejaría que no se relajaran porque tendrán que convivir con el auge de su influencia sobre la España constitucional. Basta leer con atención esta larga conversación con EL ESPAÑOL, o desde luego el libro que acaba de aparecer, para darse cuenta de que, en medio de tanto zopenco con barniz, de tanto pícaro disfrazado, de tanto rábula de la política, la visión preocupada de Aznar sobre España y Europa emerge con conocimiento de causa, sentido de la perspectiva y profundidad poco habituales.

En esa visión hay tres estratos, conectados entre sí: una concepción filosófica de la democracia liberal, un relato con significativas elipsis de su propia experiencia política entre dos siglos y una batería de advertencias y propuestas para garantizar la continuidad histórica de España, dentro de una UE aferrada al vínculo atlántico. También surge un camaleónico nuevo enemigo, "contagioso como la peste": el populismo. Un vocablo, paradójicamente parecido al apellido del partido que él mismo refundó para romper sus lazos con el franquismo. Por cierto, ¿no fue acaso el tardofranquismo un heraldo del populismo?.

Aunque nunca aparece citado, la sombra protectora de Isaiah Berlin planea sobre la primera parte de un libro que reivindica la ausencia de coerción -la famosa "libertad negativa"- como base del orden liberal. Aznar la confronta con las amenazas de esta "cuarta revolución industrial", en la que "la Ilustración ha muerto a manos de la razón humana", toda vez que su última creación, el algoritmo, "no perfeccionará al ser humano sino a otro algoritmo".

En este contexto, plantea que, precisamente porque no se ha producido ni se producirá nunca el Fin de la Historia, es por lo que resulta tan inquietante la visión del "hombre posthistórico" de Fukuyama: "Un hombre nihilista, consumidor narcisista, sin mayores aspiraciones más allá del próximo viaje al centro comercial". O sea, la perfecta carne de cañón para que Facebook, Amazon o Google consumen la profecía autocumplida de ir determinando su comportamiento, hasta que no quede el menor atisbo real de voluntad.

El fantasma de que así funcione también una democracia plebiscitaria asoma entre algunas páginas especialmente lúgubres, en las que Aznar ve como se resquebraja el orden atlantista. Describe, por un lado, a una UE debilitada por el brexit, la eurofobia y las maniobras desestabilizadoras de Putin. Por el otro, a unos Estados Unidos en manos de un Trump, al que en el libro tilda de "impredecible" y en la entrevista presenta como el caballo de Troya que el populismo ha colado en el fortín del conservadurismo norteamericano.

Casualidad o no, Aznar sitúa en 2003 el momento en que todo empieza a irse al garete en el mundo occidental, cuando Chirac y Schroeder se alinean con Putin contra Bush, en la crisis de Irak; y en 2004, el momento en que se quiebra en España el espíritu de la Transición, cuando Zapatero pacta con ERC e IU, reabre el melón de la "memoria histórica" y organiza el "cordón sanitario" contra la derecha. Cualquiera diría que, en su subconsciente, queda la idea de que si él no se hubiera marchado entonces, cumpliendo escrupulosamente la limitación que se autoimpuso, o incluso de que si él no hubiera sido un "pato cojo" al final de su segundo mandato, todo habría podido ser distinto.

De ahí lo significativas que resultan las súbitas elipsis que dejan sin respuesta asuntos enunciados por el libro, como los errores cometidos en la invasión de Irak o los motivos por los que Rajoy no estuvo a la altura del mandato que recibió en 2011. Del 11-M, ni una línea en el libro y apenas la reflexión en la entrevista de qué ojala se pueda algún día "analizar" con frialdad. Son los "huecos", entre los "fragmentos" de la memoria, con los que, según suele decir Carmen Iglesias, citando a Havel, "hay que aprender a vivir". Aznar lo ha conseguido.

Las últimas páginas del libro, justo por las que empieza nuestra conversación, son las que más pasiones van a despertar. En sentido positivo porque activan los resortes del éxito de la España constitucional y adversativamente porque proponen todo un vademecum para combatir la confluencia de los populismos izquierdistas y separatistas que nos amenaza. No reproduciré los titulares de la entrevista ni sobre las pensiones y el IPC, ni sobre los golpistas y el 155; pero que en la España actual haya quien argumente -y vaya que sí lo hace- que necesitamos "más capitalismo" y "menos diálogo con los nacionalistas", no deja de tener la fuerza provocadora de la incorrección.

Aznar siempre ha tenido una estrecha relación con el periodismo y la literatura y por eso -en contra de lo que parece ser el espíritu de los tiempos- todo lo que firma, lo escribe. Recuerdo que un día en la Moncloa, hablando de la generación de su abuelo, director de El Sol y La Vanguardia, pero tirándonos con bala a los contemporáneos, ironizó: "El único polvo que no tiene consecuencias es el polvo editorial. Escribes lo que piensas, lo publicas y ya está".

Yo le dije que no era cierto, que tan importante como el poder del gobernante que tiene a su alcance el BOE, puede ser a veces la influencia de quienes mueven la opinión de los demás. Ahora, veinte años después, puedo sintetizar sus palabras y mi argumento. Pronto veremos cómo este buen "polvo editorial", con el que ha inaugurado su carrera como 'elder statesman' -todo un llamamiento a la colaboración entre Casado y Rivera-, tendrá consecuencias.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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