Aznar y la morisma

Por Ian Gibson, historiador (EL PERIÓDICO, 01/10/06):

Llevo años atento a las declaraciones de José María Aznar sobre la invasión árabe de este país en el 711. Al expresidente --como a tantos de los suyos, creyentes en la España eterna-- le encantan la Reconquista, Fernando e Isabel y la caída, en 1492, de Granada, último baluarte del islam peninsular. Puesto que los musulmanes, al no ser católicos, nunca llegaron a ser auténticos españoles (como tampoco, por supuesto, los judíos), había que deshacerse de ellos como fuera, por las buenas o por las malas.

A principios de 1996 hubo un mitin del PP en Granada. Allí dijo Aznar: "El alcalde, Gabriel Díaz Berbel, hizo lo que tenía que hacer el 2 de enero. Celebrar la toma de la ciudad por los Reyes Católicos: una fiesta que simboliza la unidad de España, a pesar de lo que diga un grupúsculo de intelectuales necios que firman manifiestos absurdos en contra de la celebración" (entre ellos, necios tan ilustres como Yehudi Menuhin y Federico Mayor Zaragoza).

Acabar con aquella ralea musulmana, con aquellos usurpadores, fue, para quienes piensan como Aznar, una magnífica epopeya nacional, aunque costara la friolera de ocho siglos. Y llevada a cabo, España pudo emprender a continuación el Descubrimiento y la colonización de un Nuevo Mundo.

Si usurpación resulta haber sido lo cometido por la morisma en el año 711, después, por el mismo rasero, lo hecho por los españoles en América también lo fue. Con la diferencia de que estos mataron a mansalva a los indios --a ver si alguien se preocupa de recordar a las víctimas, Bartolomé de las Casas hizo lo que pudo en su momento-- y los musulmanes procedieron por asimilación, sin imponer su religión con violencia. Claro, el Descubrimiento fue designio del único Dios verdadero y por ello tuvo legitimidad.

El problema después de 1492 era que, consumadas las expulsiones, extirpaciones y conversiones, mucha sangre contaminada todavía circulaba por las venas patrias. ¿Cómo no iba a ser así después de un mestizaje secular? La sangre corrompida se transmitía, como una ponzoña, de generación en generación. Ante la imposibilidad de erradicarla definitivamente, pese al siniestro trabajo del Santo Oficio, solo cabían el ocultamiento, la amnesia y la reivindicación enérgica de la pureza racial. Lope lo expresó de manera insuperable por boca del protagonista de Peribáñez y el comendador de Ocaña: "Yo soy un hombre, / aunque de villana casta, / limpio de sangre, y jamás / de mora o de hebrea manchada".

¿Qué nombre dar a una enfermedad que consiste en vivir durante siglos con una obsesión así? Desde luego, Hitler no inventó nada. "Su problema racial y su odio a los judíos --dijo Simon Wiesenthal en 1990-- se tomaron directamente de la Iglesia católica española".

Muerto Franco hace tres décadas, la derecha española tiene todavía la obsesión de Peribáñez, la admita abiertamente o no, y parece empeñada en seguir negando, o no queriendo admitir, que, en España, Oriente y Occidente se confundieron inextricablemente. Tener en las venas sangre "mora o hebrea" le sigue pareciendo un baldón. Tal actitud no tiene nada que ver con el cristianismo, desde luego, y sí, mucho, con la ignorancia, el odio y la incultura. Y es una pena, porque el mestizaje único de este país, en vez de ser un baldón, es una herencia espléndida que, plenamente asumida, podría tener un peso considerable en el mundo actual y futuro.

Si no se concibe España sin la Alhambra, la Giralda, la zaragozana Aljafería, la mezquita de Córdoba o las grandes obras literarias, filosóficas, científicas, astronómicas y otras compuestas o traducidas en Al-Andalus, tampoco sería igual el castellano sin la presencia en su léxico de más de 4.000 palabras árabes, buena cantidad de ellas de uso diario. A mí me parece evidente que, en vez de sucumbir a la obscenidad de la maurofobia, el país debería asumir con gozo su pasado multirracial y potenciar, por todos los medios, su relación con el mundo musulmán, empezando por el Magreb. El hecho de que no se enseñe todavía árabe en las escuelas es un claro síntoma de que tal asunción aún no se ha producido.

Volviendo a Aznar, sus últimas declaraciones sobre el tema que nos ocupa, hechas en Washington, son delirantes y hacen un flaco servicio a los esfuerzos de España en el peligroso escenario de hoy. Es difícil recordar un expresidente europeo tan desleal, además de torpe. ¡Y eso que tiene apellido árabe! Lanzar el reto de que los musulmanes de nuestros días deben pedir perdón "por conquistar España y estar allí ocho siglos" es un esperpento. Y negar la evidencia de que bajo el Califato de Córdoba se produjo una floración cultural riquísima, incomparablemente superior a lo que había entonces al norte de los Pirineos, una porfía que raya en lo patético. Como ha señalado Juan Goytisolo, al felicitar con sarcasmo a Aznar por su más reciente brote antimusulmán, si vamos a insistir en que los árabes se disculpen por haber metido los pies en "España" hace la fruslería de 1.295 años, ¿por qué no pedirles cuentas a los descendientes de invasores anteriores, de celtas, fenicios, griegos, romanos, suevos, visigodos y demás ralea extranjera?

Tiendo a pensar que lo razonable sería que la España actual expresara a los herederos de los moriscos su dolor por la brutal expulsión de sus antepasados. Toda vez que se pidió perdón a los sefardís, en 1992, a través de Juan Carlos I, ¿no se trata de un gesto necesario y demasiado tiempo aplazado?